DISCURSO PRONUNCIADO POR EL DR. IGNACIO CHAVEZ AL
RECIBIR LA MEDALLA BELISARIO DOMINGUEZ(*)
(*) Ceremonia efectuada en el recinto de la Cámara de Senadores,
el día 9 de octubre de 1975.
Señor Presidente del Senado de la República, Este ambiente solemne en que se rememora el sacrificio del más grande Mártir de la Libertad de nuestra historia, que se entregó voluntariamente en holocausto; este honor que me otorga el Senado de la República al concederme la preciada medalla Belisario Domínguez, ligando así mi nombre al mundo moral del héroe; esta presencia, por primera vez registrada, del C. Presidente de la República, que se ha dignado imponerme la presea; todo eso me honra en igual grado que me abruma y hace doblar mi reconocimiento, que no encuentra palabras fieles para expresarse. Que me baste con inclinarme ante la generosa decisión del Senado y ante la participación con que me distingue el Primer Magistrado de la República. A la emoción de esta hora se agrega la que despiertan las palabras del Senador Enrique González Pedrero, que al trazar con elocuencia mi perfil como hombre y describir la ruta de mi vida pública, ha tenido apreciaciones elogiosas y ha puesto calor de simpatía, lo que me obliga profundamente. En sus palabras advierto, como un eco lejano, el recuerdo de los años vividos juntos en un terco empeño de elevar la vida de nuestra Universidad. Los juicios elogiosos sobre la obra que me ha tocado realizar deben recaer, en justicia, sobre los colaboradores que me ayudaron a realizarla. Sin ellos no habría habido lo que aquí se premia. Una obra de ímpetu soberbio y de la trascendencia insospechada en el campo de la medicina nacional, como la realizada por el Instituto Nacional de Cardiología en sus 31 años de vida y un espíritu de renovación y de reforma como el que sopló sobre la Universidad Nacional en el quinquenio 1961-1966, no se conciben como logros de un hombre solo. Detrás de ellos está siempre un grupo solidario, un haz apretado de voluntades en esfuerzo común, una mística colectiva que realiza el milagro de las transformaciones. A ellos, pues, a quienes fueron mis discípulos y mis colaboradores, a quienes soñaron y lucharon y sufrieron conmigo en la hora del esfuerzo heroico, cuando no del sacrificio, a ellos va mi pensamiento agradecido, en un gesto de compartir con ellos el honor de esta presea. Por lo que a mí toca, hoy que llego al crepúsculo de la vida, repaso sin melancolía el largo camino de mis 55 años de médico y advierto que nada pudo ofrecerme de mejor la vida que permitirme ser médico y a la vez educador. Dos vocaciones gemelas para servir al hombre y que fueron la una complemento de la otra. Nunca supe en mi trabajo profesional cuál era la frontera entre ambas, ni supe al dirigir instituciones educativas dónde surgía el médico en busca del diagnóstico para implantar el remedio. Por fortuna, las ideas que en mí se volvieron convicción desde la juventud tenían una misma forma de expresión cualquiera que fuese mi campo de trabajo. Si era el del médico, contribuyendo a humanizar la medicina, sobre todo la medicina en nuestros hospitales, tal como reza el emblema del Instituto de Cardiología : "Amor scientia que inserviant cordi", o sea, poniendo en el servicio no sólo ciencia sino también amor; y cuando era el campo del maestro, inculcando a los alumnos la obligación primera : amar al hombre, servir al hombre; no al hombre como abstracción sino al de carne y hueso, que trabaja y que sufre, que sueña y que espera, el hombre de todas las razas y de todas las latitudes. Una convicción más, hondamente arraigada me trazó, como una flecha, el largo camino. Hablo de la obligación moral, particularmente de los intelectuales, de prepararse bien y de luchar y sufrir hasta la agonía por mejorar el mundo que nos tocó vivir; de entregarlo el día de la partida, en el área pequeña de nuestra influencia, mejor de como lo recibimos : un mundo más noble y más justo. Para ello, la obligación de acrecentar siempre el conocimiento, que nos hace más fuertes, y de pulir la cultura, que nos hace mejores. Después poner todo eso, saber, ciencia y cultura, al servicio de la obligación fundamental. Al amparo de algunas ideas como esas, reciamente enraizadas, que yo no sabría definir si eran convicciones, hijas de la razón, o si ideales, frutos del sentimiento y de la fe en el hombre, pude recorrer mi camino y realizar mi misión, al máximo de mi humana capacidad. Llegó así el día de hoy y en el crepúsculo tranquilo miro con sorpresa que la obra realizada recibe esta recompensa con que se me honra. Pero al llegar a ese crepúsculo, más que volver con complacencia los ojos al pasado, siento la viva inquietud, el deseo casi angustioso de asomarme al mañana, de saber si el camino recorrido es el que conduce a la meta presentida; de saber si no fueron vanos los esfuerzos pasados, porque el tiempo, al correr, suele cambiarlo todo y lo deseable hoy, puede mañana ser cosa despreciable. ¿Pero cómo saberlo? ¿Quién puede decirnos el rumbo que tomará el mundo en esta era que se inicia, era de formidables transformaciones? ¿En el cuadrante del tiempo, la aguja del destino girará para bien o para mal? ¿En la era nueva los hombres serán más libres y más felices o irán cayendo, hoy unos y mañana otros, en la gris opresión reglamentada o en la vulgar tiranía de los caudillos? Hay signos alentadores, es cierto, que justifican el optimismo. El colonialismo que ha entrado en agonía; los pueblos débiles, hasta hoy oprimidos, que alzan la cabeza y reclaman su dignidad en el mundo; los avances científicos que aseguran mejor vida y salud al hombre; la educación que alcanza grupos infinitamente más numerosos; la justicia social que se abre paso, aunque penosamente, en medio de la jungla de los intereses privados; todo eso es verdad y es signo promisorio de nuestro tiempo. Pero frente a eso, ¿quién no oye a lo lejos la galopada de los Jinetes del Apocalipsis?; ¿quién no advierte los signos ominosos, la amenaza suspendida sobre la humanidad? Las naciones que mientras hablan de paz se preparan febrilmente para la guerra de exterminio y aun hacen de la venta de armas su negocio favorito; la desnutrición de hoy que puede mañana llegar al hambre de la mitad de la especie humana, si no se detiene el alud demográfico; las nuevas generaciones que se rebelan frente al mundo de injusticia y corrupción. que heredan y que no encuentran en su cólera más salida que la violencia; la trampa que las aguarda, si logran la desnutrición ciega, de caer en la tiranía totalitaria de un signo o de otro, que arrasaría sus ansias de libertad. Todo eso, en el futuro eventual; y por encima de eso, ya en el presente, el avance arrollador de la técnica, que va esclavizando al hombre y amenaza con devastar sus valores espirituales. Esos y otros peligros más parecen excluir todo optimismo, y sin embargo, es falsa esa postura. Todos esos peligros son conjurables, al alcance del hombre. Sólo hay un grave obstáculo y es el hombre mismo, al que le vemos soltar cada vez más, igual que un lastre, esos valores, como si fuese presa de enajenación. Los valores de ayer provocan hoy sonrisas despectivas. ¿Quién puede hablar, sin exponerse a burla, de ideales que inspiran una vida y que fijan al hombre una misión? Hoy se llaman metas y las inspira el pragmatismo, hoy se han vuelto apetitos. La conquista del poder o de la riqueza son las metas más altas de nuestro tiempo y detrás de ellas está, casi siempre, el ansia del disfrute. El goce antes que la sabiduría, el espíritu de lucro en vez del espíritu de servicio, tal es en todo el mundo la fiebre de nuestro tiempo. El cetro y el becerro de oro, como los más altos símbolos. Pero la humanidad no se suicida. Todo eso pasará y la aguja del destino apuntará a otro rumbo. Cierto, se requiere tiempo y sólo hay un camino. Como ya no somos primates, afirmé alguna vez, el cambio no vendrá por obra de la evolución sino de la educación. Y no será producto de unos cuantos años, requerirá el paso de varias generaciones. Pero vendrá. Fiado en esta convicción y regresando del mirador del mundo para pisar de nuevo tierra mexicana, más de una vez he soñado con el panorama de la educación nacional en el futuro cercano. Sin ser un Tomás Moro me he forjado una utopía, modesta seguramente, como adaptada a nuestras posibilidades, pero utopía al fin. ¿Por qué no? Siempre he pensado que los grandes sueños se realizan igual que los pequeños. Al soñar la he visto como una grande, una inmensa pirámide cuya base cubre todo el territorio nacional y en ella caben todos los adultos y los niños que reciben educación primaria y después, en la medida de lo dable, la educación secundaria o técnica que les permita salir armados a la vida del trabajo. Ni un analfabeto en el país ni uno tampoco que después de enseñado vuelva al analfabetismo por no tener en sus manos nada que leer ni nada que le mantenga el interés de avanzar, nada que le lleve el rumor de lo que pasa en el mundo y le haga sentirse solidario de sus hermanos hombres, los de su país y los de fuera. Para evitar ese fracaso, junto a la legión de los que enseñan en las escuelas, veo el aparato creado por el Estado que se encarga de mantener y de avivar lo ya logrado, o sea, sin volver a la escuela, la educación continua que capacite a todo mexicano para subir a lo largo de su vida en la escala social, si sabe poner en ello su esfuerzo. Nadie quedaría condenado por razón de su trabajo humilde a seguir viviendo de la pobre, casi olvidada educación primaria que recibió de niño, impotente para mejorarla. Siguen en mi visión, superponiéndose en la pirámide, los estratos de la educación media, y en los que siguen hasta llegar al vértice, los de la educación superior de todo tipo, la universitaria y la técnica, la de ciencias y la de humanidades, la que educa y la que investiga, la de los últimos niveles que van de licenciatura a doctorado. Diversos niveles en la pirámide, sí; pero no inconexos. No puedo concebirlos como ciclos independientes, en donde la formación dada por uno no termine racionalmente donde debe empezar el otro, sin fosos de carencia que los separe ni tampoco innecesarias repeticiones. El proceso de la educación es uno y el estudiante que lo recorre también es uno, ayer niño y después joven o adulto. Concibo la pirámide como un todo integral, fruto no de la simple yuxtaposición sino de una planificación colectiva que le dé carácter unitario y donde el ascenso en la formación sea suave y progresivo, no de saltos periódicos. Mi visión se detiene en el ciclo superior, el universitario, por ser el que he recorrido, subiendo todos sus peldaños. Veo la universidad de mañana no como una fábrica de profesionales y de técnicos para sostener la maquinaria que fabrica riqueza, no para dar forzados a la sociedad de consumo. La concibo como un gran laboratorio de hombres, con toda la dignidad del término; capacitados, sí, para el trabajo técnico, pero también para el cultivo del espíritu, imbuidos del respeto a la verdad y a la justicia, noblemente dispuestos a brindar ayuda, hombres en quienes la formación intelectual se equipara con la sólida vertebración moral y la conciencia clara de sus deberes sociales. Veo que en ese laboratorio-escuela que es la universidad, las técnicas de la enseñanza pueden y deben cambiar y mejorarse al paso de los años; pero no las finalidades esenciales, no los objetivos superiores, que son permanentes. La concibo inspirada en el propósito de equilibrar en la juventud la formación científica con la humanística, convencida de que no hay peor mutilación del alma en un intelectual que la carencia de cultura; que poco importa que en su ramo pueda ser un sabio si en la vida actúa como un bárbaro, ayuno de los valores que deben regir su conducta y que le permitan distinguir lo que es bueno y lo que es justo. La veo huir de la superficialidad en los estudios y del pragmatismo como filosofía de la enseñanza; si así fuese el estudiante aprendería técnicas, pero ignoraría la doctrina científica en que se fundan. Eso degradaría cualquier profesión convirtiéndola en oficio. Sería el navegante de que hablaba Leonardo da Vinci, sin timón y sin brújula, que navega pero no sabe a dónde va. Riesgo social enorme, porque nada es más peligroso que un profesional ignorante, igual que nada es más dañino que un intelectual carente de sentido ético. Veo la universidad futura inspirada en la convicción de que más que la masa de conocimientos que adquiera el alumno, lo que importa es despertar en él el interés por adquirirlos y después el interés por renovarlos. Que él sea no el receptáculo del saber vertido en la cátedra, sino el elemento activo, el artífice que participa en su propia formación. Una preparación así lo capacita para proseguir y mejorarse a lo largo de su vida. La veo lograr estas metas elevadas imponiéndose normas, que son limitaciones que no puede violar, so pena de pagarlo mañana con un fracaso. No recibir más alumnos de los que pueda razonablemente educar, es una de ellas, la primera en urgencia. La plétora forzada sólo conduce a la asfixia y a la frustración. La universidad no puede hacer milagros y si aumentara el número de inscripciones al doble o al triple de sus posibilidades, desembocaría fatalmente en el abatimiento de la calidad de su enseñanza. Triste forma de abdicar de su misión y triste engaño a la juventud. Por ello la veo, como es natural, seguir otros caminos, como éste que felizmente se está ya recorriendo. Hablo de multiplicar sus centros escolares y robustecer las universidades de los estados, que merecen apoyo similar; pero siempre de acuerdo con las demandas justificadas de ingreso y en consonancia con las necesidades del país. Sería una dolorosa equivocación cerrar las puertas a quienes tengan capacidad probada para traspasarlas, igual que lo sería lanzar oleadas de graduados que no encontraran mañana acomodo social dónde realizarse y fuesen a parar al proletariado profesional. Crecer, sí; crecer las universidades en la medida en que crezcan el país y sus urgencias de científicos y de técnicos; pero no crecer para albergar juventudes desorientadas, llamadas al fracaso escolar o, peor aún, al fracaso ulterior en la vida. Para ellos, para los no preparados que no tengan cabida en las universidades, el camino sería abrir escuelas técnicas diversificadas, en consonancia con las regiones del país y sus demandas. La oleada demográfica, con la exigencia natural que impone, con su presión ineludible, amenazantes, en vez de abatirse sobre la universidad y de asfixiarla, se distribuiría en centros numerosos y a niveles diferentes. Todo aspirante encontraría así su salida de acuerdo con su vocación y con sus aptitudes. Al crecer y multiplicar sus centros, veo mi universidad de mañana preocupada, antes que de levantar muros, en preparar a los hombres que allí vayan a enseñar. Los muros se levantan rápido, los equipos se adquieren pronto, pero los profesores reclaman años de recia formación. Nadie confiaría un avión a un hombre sin capacidad probada de piloto. El profesor improvisado e inepto no es menos peligroso para confiarle la formación de la juventud. La improvisación conduce fácilmente a la simulación y puede desembocar en fraude a las generaciones jóvenes. En el profesorado de esa universidad de mi utopía miro un grupo selecto de hombres preparados, sabios muchos de ellos, que al mismo tiempo que prodigan su saber son mentores que aman su tarea y la elevan a la misión más alta que pueda tener un hombre, la de plasmar la juventud que deba crear el mundo nuevo que anhelamos : profesores que sean maestros, guía y ejemplo para los jóvenes que educan. Veo también al estudiante de mañana consciente del privilegio que significa alcanzar los grados superiores de la educación en un país donde apenas lo logra el 1% de la población. Consciente, por lo tanto, de la deuda moral que tiene con su pueblo, que si pagara su educación es para tener más tarde conductores ilustrados que lo guíen y técnicos calificados que lo ayuden a mejorar. Consciente, entonces, de que su obligación primera es estudiar y aprender y prepararse para rendir mañana el servicio calificado que de él se espera. Veo que en esa universidad no sólo se permite sino que se incita a los alumnos a asomarse con interés al mundo que los rodea y a interesarse por la política, ya que eso forma parte de su formación de hombres. Interesarse, sí; pero no para suplantar el estudio con la actividad política, que debe ser el complemento, si se quiere, del proceso educativo, no la actividad dominante en la vida escolar. La palabra "aprender", enseñó Lenin, es la palabra clave de los deberes del estudiante. Y Mao Tse Tung reclamó a los alumnos : "su fervor revolucionario no nos compensa de su incompetencia técnica". Estudiar y aprender y prepararse para contribuir después a los cambios sociales que mejoren el mundo, eso es lo que reclaman los educadores. Además, crecer y formarse en un ambiente de libertad y tolerancia para todas las ideas, con tal de que sean sinceras y honradas, y admitir todas las corrientes ideológicas siempre que no degeneren en fanatismos agresivos. He aquí, en gruesos trazos, el perfil de la universidad que presiento para el futuro próximo. Utopía, utopía, podrá decirse. Y sin embargo, nada hay más hacedero. Llegado aquí, advierto un error que he cometido y por el cual pido perdón. Creyendo hablar de la universidad futura con que sueño, veo que tracé el perfil de la universidad que apenas ayer me esforcé por conseguir. El mismo trazo de su imagen, el mismo contenido y aún he empleado a menudo las mismas palabras que entonces pronuncié para realizarla. Mas si esto fue un error de mi parte, es en cambio una prueba de que no es utopía irrealizable, puesto que tuvo vida, así fuese fugaz y en algunos aspectos apenas esbozada. Si un viento áspero de no sé qué desierto sopló entonces y apagó la antorcha, el tiempo es ancho para reencenderla. El futuro de México está íntimamente ligado a eso. Señor Presidente del Senado, En el recinto de este Senado tuvo lugar hace 62 años el hecho memorable y ejemplar que se conmemora. Ese día la verdad de México cobró voz en los labios del héroe civil que fue Belisario Domínguez. Fuera del recinto la voz se hizo grito y el grito cobró estruendo de tempestad en defensa de nuestras libertades. Nadie puede hablar aquí que no sea diciendo su verdad. Y yo quiero, para ser digno de la presea que recibo, decir la mía, no por pobre menos verdad, honrada y leal. Quisiera además hacerla grito para reclamar el esfuerzo heroico de todos en lograr la educación superior que el país necesita; para ayudar a la universidad a vencer los obstáculos que le legó el pasado y que el presente tumultuoso, anarquizante a veces, le levanta. Obtener de este gobierno y de los que lo sucedan todo el apoyo, moral, económico y político, para que la educación alcance sus metas superiores. Sacudir la conciencia pública para que venga en ayuda. Va en ello el futuro de nuestros hijos, el futuro del país. Pobres de los pueblos, dije alguna vez como admonición, pobre de los pueblos que nieguen su apoyo a las tareas de la cultura superior, al desarrollo de su ciencia y de su tecnología, porque de ellos será la cadena perpetua del coloniaje. Por fortuna México ha llegado al momento, por el desarrollo de sus instituciones y el valor de sus hombres, de poder imaginar en grande en el campo científico, de planear en grande y de realizar en grande. No queda sino ponernos todos a la tarea, unos al trabajo esforzado, al esfuerzo heroico, los otros al apoyo generoso y comprensivo. Para México será la gran cosecha. Junto a esta obra de educación superior y dentro del mismo marco de las instituciones científicas, el Instituto Nacional de Cardiología, al que se honra hoy en la persona del más antiguo de sus miembros, se apresta gozosamente a iniciar la segunda etapa de su vida. Confiamos en que el C. Presidente de la República, que puso la primera piedra de los nuevos edificios, nos honrará descubriendo la placa de inauguración el año próximo. El Instituto proseguirá su marcha, robustecido, modernizado, atento a los mandatos que han galvanizado su vida. El que ordena a los médicos : "estudia cuanto puedas, enseña cuanto sepas; no olvides que el que guarda avaramente su ciencia corre el riesgo de que se le pudran juntamente la ciencia y el alma"; y el que ordena a los investigadores : "debemos crear nosotros mismos; hacer ciencia nosotros mismos; no pasarnos la vida repitiendo las verdades y los errores que nos legaron otros. Mientras no hagamos eso seremos los eternos ignorados en el mundo científico y los eternos incapaces para resolver nuestros problemas". Ahora, más que nunca, estimulado con el reconocimiento de su obra, puedo comprometer ante la nación que el Instituto sabrá seguir en las avanzadas de la medicina nacional y de la internacional, en ascenso permanente de su obra. Su reconocimiento se suma al mío, rendidamente. |