RESEÑAS

KRISHNAMURTI, JIDDU. La urgencia de una nueva educación. Editorial Orión. México, 1974. 31 pp.

  Krishnamurti es ya un personaje conocido entre los interesados en las aportaciones de Oriente respecto a una nueva concepción del mundo que se manifieste en una vida armónica. A partir de la revolución juvenil que en la década de los sesentas tuvo su auge, ha surgido en las sociedades occidentales un interés por las actitudes vitales unitarias, intensas y diferentes de la fría racionalidad que caracteriza a nuestras comunidades. Claro que esto ha sido atrapado por la industria del consumo que todo lo vende; estamos rodeados de charlatanes y falsos mesías que ofrecen paz envasada en recetas fáciles. Krishnamurti no puede ser clasificado con estos últimos. Tampoco, aunque los materialistas lo proclamen a voz en cuello, puede ubicarse entre los ideólogos burgueses. Toda su filosofía parte y se dirige a un profundo cambio en la conciencia del ser humano, un cambio que tenga su origen en la raíz de nuestros condicionamientos, de nuestros miedos. En esta ocasión reseñamos un pequeño folleto que contiene ideas generales sobre lo que él considera "la nueva educación". 

Inicia su discurso planteando la necesidad de una acción humana que surja de la comprensión del proceso total de vivir. Esta acción, dice el autor, no puede producirse a partir de organizaciones formales externas, políticas o económicas. Los cambios emprendidos en estas instancias dejan sin tocar las conciencias; por ello, los sistemas vuelven a repetirse como si el terrible destino de las sociedades humanas fuera a caer en la opresión, en la ceguera del poder y la avidez sin límites, como si el hombre tuviera que ser constantemente controlado para no caer en la tentación del egoísmo supremo. Es necesario pues comprender la complejidad del ser del hombre, para no seguir por el camino sin final de las reformas, que siempre se acercan pero nunca logran el cambio planteado.

La revolución de que Krishnamurti habla, parte de una transformación radical de la mente humana. Esta transformación puede producirse mediante la educación adecuada que facilite el desarrollo total del ser humano. Una educación así debe acabar con las viejas costumbres del pensamiento, con la tradición y la costumbre. La mente debe aprender a preguntar, a inquirir, no a acumular conocimientos muertos en la memoria. Necesita aprender a pensar claramente, partiendo de hechos, no de ideales. La noción misma de aprendizaje requiere entonces ser revisada. No se puede aprender si se parte de conclusiones, aprender implica un interés, un amor por las cosas, sin necesidad de ningún tipo de coerción, amenaza, persuasión, competencia, recompensa, etc. La comparación, medio generalmente utilizado para "motivar" a aprender, engendra envidia y competencia, frustración y temor.

La mente necesita ser conocida. debemos partir del conocimiento de sus afanes, de sus condicionamientos, de sus empeños. Por ello el educador necesita promover la discusión, propiciar el que los estudiantes pregunten, piensen por sí mismos. Para esto, el concepto tradicional de "autoridad" como el que lo sabe todo, no puede funcionar. Educador y educando aprenden -de hecho- en su mutua relación. En todo caso el educador debe promover el que los estudiantes descubran sus propias motivaciones, libremente, sin disciplina.

La disciplina -afirma el autor- limita las posibilidades de la mente, encuadrándolas en un sistema particular, en una ideología, en una creencia. Esto acarrea el sometimiento a la autoridad. "La autoridad puede persuadir la mente a pensar en determinada dirección; pero el ser inducido a pensar siguiendo ciertas directrices, o dentro de una conclusión prevista, es no pensar en absoluto, es simplemente funcionar como una máquina humana, lo cual genera un descontento irreflexivo con su secuela de frustración y otras miserias" (p. g).

Krishnamurti plantea que si se logra el pleno desarrollo de todos los individuos, será posible crear una sociedad de iguales. Si se educa adecuadamente, la envidia no tendrá por qué aparecer. Si no se compara, no hay competencia ni afán de sobresalir venciendo al "otro". Sí, es necesario que existan diferentes funciones, pero no así diferentes rangos. Los rangos emocionales y jerárquicos son una invención de nuestras sociedades basadas en la competencia. Se trata entonces de que todo ser humano tenga la libertad de desarrollarse hasta su plena capacidad, descubriendo y cultivando sus propias aptitudes.

"Inteligencia es capacidad de abarcar la vida en su conjunto y el dar calificaciones al estudiante no asegura la inteligencia: por lo contrario, ello degrada la dignidad humana" (p. 11). Desde temprana edad es imprescindible alentar en el niño el ansia natural de aprender. Para ello una adecuada relación maestro-alumno, es la condición vital. El niño requiere seguridad en sus relaciones. Esto en la educación tradicional se confunde con dependencia. La dependencia en las relaciones genera temor e inseguridad, y se produce por actitudes y conductas autoritarias, dogmáticas. Es el temor lo que obliga a la obediencia, a conformarse, a aceptar sin cuestionamiento, sin decisión propia. Este temor corrompe la sensibilidad y la inteligencia del niño, su autonomía se ve coartada, su experiencia personal se anula.

Una relación basada en la confianza es la mejor garantía de la comunicación. Si hay confianza el niño se entregará al proceso natural de aprendizaje, hará lo que desea, y al hacerlo podrá descubrir lo que le interesa. Tendrá la posibilidad de desarrollar su sensibilidad. Una condición para el desarrollo de esta sensibilidad, es la experiencia de la soledad. Tal experiencia no puede ser enseñada, sino que se descubre, con todas sus aplicaciones, tales como la conciencia de la muerte. Para descubrir todo esto se requiere estar en una actitud de investigación constante; de no ser así, aprender resulta sinónimo de imitar, de apropiarse de la experiencia ajena.

"Enseñar no es simplemente impartir información' sino cultivar una mente indagadora. Una mente tal penetrará en lo que es religión, y no aceptará las religiones positivas con sus templo y ritos. La búsqueda de Dios, de la verdad, o como quiera uno llamarlo -y no la mera aceptación de creencias y dogmas- es, en verdad, religión" (p. 16). La mente que busca el conocimiento sin amor es una mente despiadada que sólo persigue la eficiencia, y que fácilmente cae presa de la ambición, de la acumulación de conocimiento muerto. El aprendizaje guiado por un interés amoroso en el mundo, comprende el desarrollo de habilidades manuales y sensoriales en general (jardinería, pintura, artesanías), aspectos que en la educación occidental tradicional son hechos a un lado por la excesiva y perniciosa importancia que se confiere al componente racional. Asimismo es necesario prestar la adecuada atención al desarrollo armonioso del cuerpo- un cuerpo desequilibrado necesariamente repercutirá en la sensibilidad y en el pensamiento; la inteligencia en su totalidad se verá entorpecida. El cuerpo -dice Krishnamurti- no es el instrumento de la mente, pero junto con las emociones, cuerpo y mente constituyen al ser humano, y si alguno se encuentra en conflicto con los demás, no puede evitarse el desequilibrio. Y es del conflicto de donde surge la insensibilidad; la exploración de la conciencia es posible cuando no hay contradicción entre la mente, el cuerpo y las emociones.

En contra de promover el desarrollo de la concentración, que es excluyente, Krishnamurti aboga por la atención. La concentración es un proceso forzado, se obliga a la mente a estrecharse dentro de ciertos límites; la atención, en cambio, es libre. "En el estado de atención, la mente puede usar, y en efecto usa, el conocimiento, de por sí resultado de la concentración; pero la parte nunca es el todo, y la suma de las partes no contribuye a la percepción del todo. El conocimiento, que es el proceso aditivo de la concentración, no trae la comprensión de lo inconmensurable. Lo total no está nunca dentro de los límites de una mente concentrada" (p. 20).

El autor define atención de la manera siguiente: "La atención es un estado en que la mente siempre está aprendiendo sin un centro en torno al cual se forme el conocimiento como experiencia acumulada" (p. 20). El aprendizaje, entonces, es resultado de una actitud atenta", sin compulsión, sin estar determinado por la memoria. Sólo así puede aprenderse en el sentido de comprender, aprehender algo nuevo, no condicionado por el pasado.

Ahora bien, ¿qué es lo que propicia este "estar atento"? Desde luego, no es algo que se desarrolle por persuasión, comparación, recompensa o castigo. Para estar atento se necesita, antes que nada, eliminarse el temor, que puede tomar diversas formas: deseo de llegar a "ser alguien", de sobresalir, de acumular, de tener "éxito". Librarse del temor no es algo que se enseña; el inicio de esta liberación reside, en todo caso, en el descubrir, comprender sus causas, de ello la atención surge naturalmente.

El descontento y la insatisfacción son, para el autor, motores de la atención; es lo que nos lleva a preguntar, a indagar. Si los sofocamos, caemos en la conformación de esta sociedad egocéntrico. Si los disipamos, caemos en la persecusión sin fin del "más". Más experiencia, más placer, más poder, más posesiones, más conocimientos, más títulos. La comparación y su secuela, la envidia, son las que alientan este descontento superficial.

Las generaciones que puedan ser educadas de esta manera, podrán deshacerse de la herencia social de miedo y ambición; por lo tanto, podrán desarrollar sociedades radicalmente nuevas. Para que un grupo de seres humanos se inicien en esta tarea, deberán estar unidos necesariamente por la percepción de la verdad o su interés en lograrlo. Reunirse en torno a ideas o creencias no resulta nada consistente, pues se trata de opiniones, de posiciones que por algún tiempo pueden cohesionar, pero que a la larga pierden su fuerza ante los hechos. Una comprensión común de la verdad, lleva a una acción solidaria. No hay necesidad de persuasión, convencimiento o agitación. El sentir una necesidad en común es lo que moviliza, nadie puede descubrirle la verdad a nadie, se trata de un apelar a la conciencia insensibilizada por generaciones de opresión.

Hay que trabajar juntos -propone el autor- como si construyéramos una casa, nuestra casa, la que todos necesitamos y todos habitaremos. Para hacerlo habremos de comprender esta necesidad común de un vivir armónico.

Para lograr un desarrollo integral del individuo mediante la educación, debemos promover el conocimiento tanto del consciente como del inconsciente; generalmente nos ocupamos sólo de transmitir información (aunque nunca es información pura, inevitablemente se transmiten valores), nunca se toca la mente "oculta". "Todo lo que la llamada educación hace es superponer una capa de conocimientos y de técnica, así como cierta capacidad para adaptarse al medio" (p. 28). La mente oculta o inconsciente existe, y posee una vitalidad sorprendente. Es el depósito de prejuicios, tradiciones, supersticiones, aspiraciones, miedos. Todo lo que ella guarda y maneja, las creencias ocultas que anhelan seguridad antes que nada, influyen en el presente y en el futuro. La mente superficial se ve constantemente afectada por ello; en realidad se trata de dos aspectos de una sola mente. Aunque la mente superficial se empeñe en ocultar o controlar este depósito activo, no puede negarlo ni alejarse de su influencia. Por ello surge la contradicción, y esta zanja busca ser salvada por disci- plinas, por especialistas, sin lograrse nunca.

El camino propuesto nuevamente por Krishnamurti, reside en la comprensión de los poderes y capacidades de la mente; de esta comprensión nace la inteligencia. Así finaliza el discurso del autor acerca de la importancia de una nueva educación. Nos ha demostrado todas las aplicaciones que el "educar" conlleva.

No podemos negar que gran parte de nuestra vida se ve determinada por la educación que recibimos en la infancia, padres y maestros son los grandes artífices del mundo que vivimos. Se convierten en una especie de filtros a través de los que percibimos la realidad, y a nosotros mismos. Y si coincidimos en nuestras apreciaciones, la educación que la gran mayoría de nosotros hemos recibido se basa en la autoridad y por ende en el temor. En la compulsión del comparar, del castigo-recompensa que mata nuestros primeros intentos de conocer el mundo jugando. Las materias escolares son entes muertos a memorizar. La mitad de nuestro ser se pierde por la unilateralidad del desarrollo racional y memorístico.

Nuestra educación nos aleja de la experiencia autónoma, destruye la seguridad en nosotros mismos. Por ello andamos siempre a la caza de maestros, de libros, de títulos, de autoridades de toda índole que nos brinden al menos una seguridad ilusoria. Nuestra educación repercute en todas las relaciones que establecemos con la realidad, una enseñanza competitiva y amenazadora sólo engendra sociedades como la que vivimos. Estamos fragmentados y así vivimos, dividiendo, en conflicto, entre la búsqueda de una seguridad que mata la vida, y el miedo atroz a quién sabe qué fantasma. Aprender significa en última instancia lograr la integración consciente de nuestra propia experiencia. Y, como dice Ronald Laing, si nuestra experiencia está destruida, nuestra acción será destructiva. A nuestro parecer, esta pequeña obra no necesita mayores recomendaciones.

ALICIA LOZANO MASCARÚA.