CARLOS ILLESCAS
Apreciado amigo:
Una vez más llamamos a tu puerta, y en atención a la cordialidad con
que lo hacemos esperamos que nos abras, nos hagas entrar en tu casa, nos
convides a tomar asiento y en lo que se sigue departas con nosotros
sobre cualquier asunto. Tú sabes que lo que f altan aveces son palabras
mas no temas; así que sin más nos propones éste o aquél, sin duda el
de más allá es el que lleva más miga sin que el otro, sito a su lado,
languidezca por falta de interés. Y como tu precioso tiempo no está
para ser distribuido a la incertidumbre, tú mismo pones el dedo en el
asunto y dices que el tiempo de duración de la presente se invierta en
leer sonetos en lengua castellana, y que ello le exige deslizar un
concepto u otro acerca de tan bella forma a los hablantes de la lengua
de Cervantes, pero no así al Dante quien no le daba la jerarquía que
nosotros tanto le encarecemos -esta afirmación según Mario Fubini.
Y bien, elegido el tema, tranquilo el ánimo y puesto en orden el pensamiento, como en el comer y el rezar todo, pues, será empezar. Al propósito, resultaría de la mayor oportunidad aquí y ahora dar iniciación al coloquio epistolar profesando con fideísmo devoto las palabras del soneto de Lope a Violante. En él, el "monstruo de la naturaleza" cumple varias suertes de la difusión, la enseñanza y la experimentación de tal manera que podría decirse que es él, todo en una sola persona, la Universidad ideal en lo que toca a la reglamentación académica que prevé la impartición de la cátedra, la investigación y al mismo tiempo la divulgación universalizante del conocimiento en sus varios estadios y potencias apoyadas por la episteme. No llames nuestra atención por el parloteo que hemos iniciado, pero no olvides que si no consumimos palabras con gran dispendio, entonces la carta nos quedaría corta y se trata entre otros propósitos de dilatar el tiempo y el espacio de la misma hasta dar con la medida exigida por el editor. Lope, pues, es la universidad ideal con el soneto a Violante porque nos dice cómo elaborar un producto del espíritu que se llama soneto, y al mismo tiempo que lo ya diciendo va construyéndolo pieza a pieza de forma tan prodigiosa que al terminar la tarea, todo queda concluido: explicación y pieza. ¿En dónde se ha visto tal prodigio de combinación del pensamiento, la sensibilidad, la didascalia y la episteme? Sólo en el divino Lope, lo creemos, y si hubiera otro caso similar nos gustaría que tú, lector, nos lo dijeras para ampliar el embobamiento a que lleva el prodigio mencionado. No damos principio a la presente copiando el soneto a Violante porque para ti resultaría ociosa la diligencia. Te lo sabes de memoria, al extremo que lo dices, creemos, hasta en sueños, y más de una vez mientras bailabas al dulce son de un blues a la antigüita, mejilla con mejilla de la que era tu novia y hoy tu virtuosa e inteligente esposa, lo vertiste a su oído para que ella, aventajada alunina de letras, se percatara "en vivo y en directo", que Lope es un clásico de verdad porque aún a estas alturas del tiempo corre de boca en boca con la lozanía de su aparición allá por el siglo tal y tal. Tampoco citaremos en lo que se sigue otro soneto de Lope, cuya belleza infunde el temor religioso de quien descubre en el ordenamiento de las palabras en un soneto, la presencia de Dios. Y como tú, pese a los tiempos que corren, sigues golpeando tu martillo sobre el clavo del liberalismo ultra, te excusamos de ponerte en tal trance emocional ya que el hermoso caudal de hermosura que son los Cristos de Lope, podría perturbar tu ánimo en donde toda simetría racionalista halla su explicación. De manera que el Pastor que toca silbos amorosos, o el otro que pasa "las noches del invierno escuras", deben seguirte inéditos hasta que no distraigas unos momentos a tu conde de Volney y refresques los ojos avecindándote en la lectura de la mística española. Pero tú dirás, bien está que no sea Lope, pero bien podría sustituirlo el bello y dulce Garcilaso de la Vega. Pero tampoco vamos a darle cabida a los sonetos de este príncipe porque tú, sabio en letras divinas y humanas (diferencia de conceptos tan enérgica no ha muchos siglos), te has cansado de citarlos no tanto para mostrar al mundo tu inclinación al humanismo, sino por necesidad sociopolítica; es decir,- en cualquier ocasión que has deseado decir que el arte supremo no se produce espontáneamente sino como producto superior del trabajo humano, citas a Celinni, a Monteverdi y a Garcilaso. Y en seguida de hacerlo, dejas bien en claro que la cultura en su orden de producción de bienes de consumo, atiende en su base el tejido ideológico y en su trascender: el cambio de mercancías, el valor de uso. Cuán brillante resultas al decirlo; las pupilas de las personas ojonas se desmesuran más aún a extremos extraordinarios. ¿Lo miras, pues? Tu cultura humanista obtenida por las vías de la técnica de la política económica, nos impide incluirte a Garcilaso, siquiera aquel arrasadísimo de lágrimas soneto que refiere cómo el amante, en un acto de anagnórisis, se topa de manos a boca con las prendas olvidadas por la mujer luminosa en cualquier lugar de una habitación en donde hubo golondrinas que aprendieron los nombres de ambos: el de ella y el de él. Y bien, una vez halladas estas prendas el amante da rienda suelta a la tristeza en forma de lágrimas cansadas de recorrer largos espacios del dolor y alumbradas en sus interiores por la melancolía de vivir. Entonces el amante se da cuenta que duran más las cosas materiales e insensibles que los sentimientos humanos parecidos al amor. No lo incluimos en este todavía intento de antología para ser empezada, porque tú con ánimo latinoamericano dirías sin ninguna malicia que otro tanto ocurre en un tango argentino, crees que de Corturssi, titulado Aquel tapado de armiño, en el cual un joven haciendo mil sacrificios le compra una carísima prenda de vestir a la muchacha. Para poder hacerlo se endeuda hasta las cejas; pasa el tiempo, ella se marcha con otro y él se queda, como testimonio prosaico de la anagnórisis, con las letras que pagar al abonero que le vendió el tapado. Y lo realmente curioso es la relación que tú establecerías entre el tango y Garcilaso, sobre todo al decir que en éste lo único que queda del amor de la bella son las presencias de unas cuantas prendas, mientras en el caso del tango, la constancia de aquel amor tan apasionado a ritmo del bandoneón de Piazzola, tal vez, lo que le queda al chico son las letras insolutas. De manera que para evitarte la prosaización de las bellas letras sonetísticas del renacimiento español, evitaríamos darte semejante ocasión profanizante. Y dirás un poco confundido con este pleito de palabras que originan otras palabras, y éstas otras hasta rayar en la multiplicación de la escoba rota por el aprendiz de Brujo de Goethe, ¿y bien, por qué motivo abusar de la reticencia? Ella está bien en el juego político. No se puede concebir un secretario de estado, gobernador, director de empresa descentralizada, esmerado arpista de nóminas multiplicadas en tantas secretarías como asesorías se presten, director de organismos descentralizados, en fin' que no eche mano de esa figura de dicción pero también de pensamiento que la antigua retórica consagra entre las más importantes para el ejercicio de la política. La reticencia está bien en política pero no en nosotros. Es lo justo, todo cuanto piensas de ti mismo, pero la culpa la tienes tú. Cuando una persona llega a ser tan culta como luan José Arreola, por ejemplo, se corre el riesgo que cualquier cita o referencia llegue tarde a la estación de su eficacia, por lo tanto lo mejor es seguir buscando en algún lugar del mapa mental la llave que abra la cerradura donde se halla el dato y referencia realmente novedosos. Te veremos sonreír con agrado, mientras enciendes un habano de azulinas volutas, bebes con dilatación de movimientos lo que hace apenas un parpadeo de coñac y mover la cabeza con asentimiento al momento en que Alfred Deller emite con pureza nítida una nota, ¿un fa sostenido?, propio de una cantata de Buxtehude, autor de tantas preferencias de nuestro Carlos Chávez. Pides licencia y llamas por teléfono a la señorita Z. X. a fin de pedirle reservar dos buenas butacas en nuestro máximo coliseo artístico, Bellas Artes, en donde Verdi ("Verdi que te quiero verdi", ha dicho no sin falta de gracia José Antonio Alcaraz) dirá por enésima vez que Otelo fue víctima de un personaje experto en reticencias corno Yago, cuya profesión de fe maligna lleva al azora- miento del ánimo. Y dirás también que Desdémona debería morir porque el destino de las mujeres bellas es siempre menos favorable que el de las mujeres que disimulan sus encantos impartiendo la asignatura de Derecho Administrativo en cualquier academia de cursos rápidos, v. gr., las Academias Vázquez. Esto hará Verdi al matizar los destinos humanos. Y tú, lector, satisfecho porque obtendrás las butacas adecuadas, vuelves a nosotros y nos pides que por fin digamos el soneto que abra la antología que tenemos prometida. Decimos iluminados un súbito fulgor del entusiasmo, Quevedo. Tú sonríes, aplaudes. Bebes un poquito más de lo previsto de tu copa y dices, "sí, eso es, Quevedo". Añades "Ah, el picarazo de Quevedo; yo de él me sabía muchos cuentos verdes. . . " Y por ahí te vas mientras nosotros esperamos que sobrepujes la versión casi tepitefía del autor de Los sueños. Te percatas que te estamos observando y entonces notas asimismo que tu excursión por la versión lagunillera de Quevedo ni corresponde a tus progresos en materia de servidor público en una secretaría clave, ni a tus merecimientos ganados a pulso durante años de frecuentar la mesa de Sanbom's del centro en donde departen tantos y celebrados ingenios. Sorprendido involuntarlamente por nosotros, incurres en la atinencia de enrojecer y entonces dices, "Claro, no vamos a incluir al Quevedo que todo el mundo indocto ha deformado, sino al otro, aquel que hizo del conceptismo base del pensamiento español. Te golpeas la frente y añades -Vamos a referirnos aquí al Quevedo del Marco Bruto, cuya prosa de granito, pero al mismo tiempo la más flexible y hermosa, no halla parangón-." Y así, por este camino se va el tiempo y el humor y el resultado es que la proposición que deseaba compartir contigo la transferimos para otra ocasión. Y nada menos el soneto aquel en el cual Quevedo dice que el amor todo lo puede, y así hayan de acabarse las cosas, el cuerpo de quien ha tenido un alma en la cual cabe todo un Dios habrá de perpetuarse en cada medula (que no médula) mientras el polvo que es la última instancia en un juicio en el cual el acusado es la vida y el fiscal la muerte, tendrá sentido y eso sí, muy polvo puede ser, pero un polvo enamorado. De este soneto que dicen que digo y andan diciendo la versión más inmediata a la de Quevedo es la de Douvigny, poeta de la Pleyade francesa. Y se añade que el soneto en francés no tiene ni siquiera lejanamente la sabiduría y la reciedumbre conceptual que el soneto quevedeano. Como queriendo conciliar algo que ni tú ni yo sabemos qué pueda ser, pides que de Quevedo traigamos a cuento la pieza aquella en la cual un amador de ardiente imaginación sueña que gozaba a su chica, y es tan vivo el sueño que al despertar no sabe si prosigue en la inconciencia onírica o todo ocurrió durante una vigilia tan fúlgicamente real que el acto amoroso hasta pareció sueño. Nosotros, con la finalidad de mostrar esa cultura que nos prestan los manuales y no las ediciones príncipe, decimos que el soneto tiene por protagonistas además del autor a una joven llamada Rosalba, y aquí te damos ocasión de enmendar el yerro tan frecuente entre impresores y correctores desalertados. Dices: "No es Rosalba, es Floralba. Suelen ocurrir estas aliteraciones que más que actos fallidos son parte de una dislalia en la cual cabe el calambur y el retruécano." Soy yo quien enrojezco ahora y me hago la promesa de acudir al maestro de tantas y sabias cosas don Arrigo Coen, con el buen propósito de que él tome ambos nombres, los confronte, los descomponga en sus partes y le dé a la lingüística el vuelo necesario para decir al final el tronco común de ambos nombres y al mismo tiempo sus diferencias sustantivas por razones de proliferación y polisemias que devienen modificantes con el uso reiterado de los nombres. De manera que Rosalba y Floralba no nos dejarán por un largo rato, pero eso sí, seguirán siendo bellas y dignas de habitar tanto el sueño como la vigilia de un cristiano seguro de un mejor destino. A estas alturas, el coñac revela que es para ser consumido. Lo que antes fue cosa así de medio litro, se reduce a una ridícula fracción y hasta Deller parece que desafina, las notas anteriormente puras como agua de manantial le salen trabajosas continuando falsetes atiplados como invitados fuera de hora a una fiesta en donde hay bostonianos millonarios pero cuáqueros. Todo pinta ya los pijamas del surrealismo con colores que ni siquiera el crítico Nouvillate ha mencionado en sus ricas crónicas. El humo azulino del habano más bien es errata del smog, y las llamadas telefónicas se suceden para informar al dueño de casa que la sesión de ópera ha sido suspendida debido a que Desdémona contrajo de manera impensada un estado de gravidez del que debe velar durante varios meses. Todo esto se produce porque el camino del clasicismo impugna la reticencia. ¡Guay, dicen las reglas aristotélicas, por no ir directamente al grano! En el momento en que alguien deje el camino recto que lleva al real por seguir la vereda que conduce a cualquier parte, el barroco se precipita como alud de nieves que lo tienen todo, incluidos los versos y manifiestos de André Breton. En este momento, querido lector, tú podrías cortar por lo sano y decir con ánimo severo, tal como decimos los mexicanos del altiplano: "Bueno, creo que las visitas tienen sueño", y nosotros entendemos la indirecta y en seguida empezamos a despedirnos con los ojos puestos en el pomo (vulgarización de alcuza o botella) diciendo: "Bueno ya otra vez hablaremos sobre el tema. Conviene siempre llevar notas en mano, los ejemplos memorizados y en su caso, escritos en tantas hojas de papel como de sonetos ejemplificantes se trate." Así diremos y lo haremos con tan dilatada acción que el coñac empezará a operar al revés, porque Deller habrá vuelto a recuperar sus facultades vocalizadoras, ahora le salen los madrigales monteverdianos como ágiles alondras que buscan sauces llorones donde cantarle a la luz del día. Y debido al cambio de ánimo tanto en ti como en nosotros, proseguimos charlando sobre el tema y olvidados de Floralba, Lise viene a la memoria, y tú dirás que ella fue la chica a la cual Quevedo tanto alabó pero también tanto maltrató. Ya sabemos en qué medida el amor a las féminas en Quevedo incluye el misoginismo. Al final convenimos en que en otra ocasión, ya más tranquilas las cosas, revisaremos al maestro en el orden de sus sonetos a fin de elegir uno, dos y los necesarios al fin, para dar la visión justa del genio de nuestro máximo intelectual. Y como la buena voluntad prosigue, mediante la información telefónica sabes que la soprano que iba a hacer el papel de Desdémona no tuvo tal percance, y que sí cantará su papel en la fecha señalada y vuelves a sonreír. Te percatas que nada hay sobre la tierra como la eficacia femenina y sin más dices que ahora sí va en serio la sugerencia antologadora. Mencionas a don Luis de Góngora y Argote. Yo solamente digo Góngora, pero tú insistes en recordar que una persona merece ser nombrada con todos sus apellidos. Aquel soneto del maestro en que la vanidad humana queda reducida a polvo, a sombra y nada, te entusiasma, te persuades de que el barroquismo no es cosa gratuita, o simple rabieta de unos cuantos contra el clasicismo. Dices que tal muestra gongoresca (nosotros hemos dicho gongorino) es la operante, porque mostrará al mundo que el "polifemo" de la literatura en lengua española que se llama don Luis de Góngora y Argote, es uno de los mayores campeones de la poesía. Siempre nuevo, aventaja al lector a veces en millas, a veces en solamente un segundo, pero la verdad es que siempre está adelante de quienes le seguimos. Aquí dices que cuando hagamos la antología del soneto en lengua castellana, establezcamos una alegoría en la cual el dato real sea Góngora y el literario la aporía de Zenón el eleático. De inmediato expresarás que de la misma manera de que Aquiles, el más ágil de los hombres, no alcanza a la tortuga a la que dio ligerísima ventaja, así los lectores o seguidores de Góngora nunca lograrán apartarse con él, debido también a que cuando un lector avanza una página, ya Góngora lo aventaja con media; y que cuando el lector lee o trata de imitarlo en media página, ya Góngora vivió, habitó, creó, inmotalizó un octavo de página, y así hasta el infinito. La idea te entusiasma, porque dices que en la tarea abonas el campo de la interdisciplina, ello debido a que tanto en Góngora como en la aporía de Zenón las matemáticas juegan un papel de primerísima importancia. Lleno de gozo, piensas, la aporía que consume pero al mismo tiempo desipostasia el sentido dicotómico en el tiempo y en el espacio, haciendo de ambos una sola expresión matemática, en el caso de Góngora canaliza el concepto de tiempo a la lectura y el concepto de espacio a la literalidad de la escritura. Querido lector, nos vas a observar de hito en hito y debido a que tu coñac permite ésta y otras confianzas, sin más decimos algo de "mafufez", pero sin ánimo de ofenderte, sólo como un adjetivo calificativo, de esos que nos enseñaron a aplicar en la escuelita cuando aún no existía la gramática estructuralista pero sí el libro de don Andrés Bello con sabias anotaciones de don Antonio Cuervo, de quien dices tú que ni fue amigo y mucho menos escribió el poema que hizo doblemente célebre a Edgar Allan Poe. Por fortuna otra llamada telefónica proveniente de tu amada; ella dice que "siempre no" va a hacer función de ópera, porque ahora el tenor dramático que hace el papel de Otelo, haciendo honor a su nombre, ha empezado a averiguar debido a qué causas su esposa, la soprano que haría el papel de Desdémona, dijo lo que dijo sin consultarlo a él que es quien podría dar mayores datos. Empeñado en su papel de Otelo trata de averiguar cosas cuya mención caben solamente en los vodeviles, esos que las hermanitas Blanch interpretaban con tanta gracia en el teatro Ideal. Regresas a tu asiento, sabia poltrona que te comprende y te acoge en toda su profundidad de cojines y resortes dóciles. Al cabo de corta discusión decidirnos que mejor dejamos a Góngora, porque muchos ignorantes no han cesado de pensar que don Luis imita a Sor Juana y que por lo tanto su originalidad es cosa de apariencia solamente. Tampoco permites que hablemos de Sor Juana. Refieres que mucha gente no acaba de entenderla, se pierde en vericuetos conceptuales, y que ella a lo mejor sí estuvo poseída del demonio como no deja de sugerirlo con vasta malicia Sor Filotea, la de la epístola famosa que tanto imita la literatura de derechas. Bueno, ahora sí parece que lo mejor es despedirnos, pensamos ambos, nos hemos puesto en pie, miramos hacia el exterior a través de la ventana de eso que llamas penthouse y distinguimos en una montaña lejana brillar el sol que quiere caer ya. Comentamos tú y nosotros cómo pasan las horas. En este punto casi nos obligas a tomar asiento porque has pensado que la antología bien podría empezar con aquel soneto de Calderón de la Barca en el cual al ver las flores, dice el autor que en la mañana son pompa y alegría, pero que ya al caer la tarde son sombra vana y muerte. Acudirás a tus bien poblados anaqueles, rebuscarás en uno y otro tramo hasta dar con el tomo deseado; vendrás con él, verás la botella con cierta ojeriza y después de hojear el libro durante dos o tres minutos de seguida, dirás que curiosamente el soneto previsto no se halla en dicho libro. Hablaremos del mal gusto de muchos antologadores que por cuestión de simpatía menos, simpatía más, omiten consignar piezas famosas en libros famosos, dañando de pasada su buen nombre y el humor de lectores atentos que necesitan ejemplos, los más célebres para alumbrar su mundo. Al final, no te entregarás a la desesperación debido a que sabes hacer de las derrotas triunfos señalados, al igual que los partidos de la oposición que en las urnas no ganan nunca, pero sí en el momento de las negociaciones con el partido o partidos mayoritarios. Perfectamente aligerado de penas, sacas del fondo de un arcón otra botella. El terror se pinta tal vez en nuestros rostros, porque la guardas de inmediato y dices que todo obedeció a un acto puramente mecánico. Sonríes cuando por quítame allá esas pajas sale a relucir el biólogo soviético Pavlov y su seguidor Lizenko colega de Michurin y otros sabios que "le dieron en la torre" (palabras tuyas) a la psicología experimental debido a que trazaron el camino al conductismo. Cuánto no preferiríamos nosotros que tú mejor bebieras la botella, toda o en partes, a fin de que evitaras opinar sobre materias que como sociólogo conoces en la misma proporción informativa de un economista metido en los terrenos de la odontología. Pero tú lector, siempre simpático, amador de la música, de los hermosos libros sobre todo si best seller sea en el idioma que sea, aficionas todas tus potencias a la interdiscíplina y colocado en esta atalaya disertas sobre cualquier tema que se te ponga por delante. Durante un rato largo debido a circunstancias levemente etílicas, como su nombre lo indica, hemos olvidado a los sonetos; las catorce líneas que Violante vio reunidas un día debido al genio de Lope de Vega. Y a cambio de ello el olvido busca dónde corporeizarse y se hace charla obligada sobre la inflación, el costo de la vida, lo caro que están los libros, los intelectuales de capa caída, los de capa en ascenso, los políticos que esconden el puñal en la manga, y por asociación de ideas las mangas de chapulín, y las mangas del chaleco, y las mangas que forman el femenino de mango, y los mangos como representación emblemática de las muchachas bonitas, y Silvana Mangano, aquella que por los años cuarenta sedujo al mundo sirviendo el arroz amargo a quien se atreviera comprobar su cocina italiana. "Los sonetos, los sonetos, por favor", diremos nosotros ya medio conscientes de que en el mundo a mayor locura se impone mayor cordura, aserción bastante mecanicista como dictada por los neopositivistas, más bien filósofos orgánicos que reducen a las leyes de Newton los fenómenos del espíritu. Pero los sonetos no se producen. Quedan en donde habían estado, en el silencio, en la reticencia, en la omisión, en lo fantasmal, porque sólo atrevieron sus formas o figuras, pero no aparecieron en todas sus entidades corporeizadas. Ya decididos a que el surrealismo llevado a sus últimas consecuencias se salga con la suya, nosotros empezaremos a decir un soneto, aquel de Juan Ramón Jiménez en el cual él se halla echado frente al paisaje de Castilla, y luego habla de un claro sol poniente. Pero no podremos hacerlo porque de nuevo la amada a quien encargaste los boletos vuelve a llamar, ahora para prevenirte. El tenor, el Otelo de la obra verdiana, vendrá a tu casa en tu busca, porque la soprano le ha dicho algo en torno a tu persona que lo ha puesto fuera de sí.. Regresarás lector amigo, y nos pedirás que demos por terminada la conversación. Nosotros no lo permitiremos porque queremos decir por lo menos el soneto de Juan Ramón. En esta pequeña discusión nos llevaremos una hora, el tiempo suficiente para que el tenor llame a tu puerta. Lo hace de manera wagneriana: con tanto vigor que desprende un retrato de familia de la pared, el cual al caer al piso mete tal estruendo que cualquiera diría que se trata de un paisaje. Tú, precavido, nos pedirás que abramos la puerta mientras tú trepas con agilidad por una escalera situada en un lugar excusado de la cocina. Una vez que llegas al techo nos haces señas de que operemos estratégicamente abriendo la puerta al tenor verdiano. Al momento de hacerlo nosotros le disparamos al tenor el soneto susodicho, con tan buen efecto que éste sonríe con amabilidad, toma asiento, pide un coñac y pregunta por ti, caro lector. Le informamos que estás de viaje, que atraído por las islas Molucas has emprendido una excursión que te consume los pocos dólares que aún te quedaban. El tenor, termina de tomar su copa y se marcha; deja como olvidados sobre la mesa dos boletos para el teatro: dos magníficas butacas. Antes de terminar de salir nos pide le repitamos el soneto de Juan Ramón, se lo declamamos y él, lector amigo, se muestra absolutamente calmado. Al cerrarse la puerta lo escuchamos alejarse escaleras abajo mientras el teléfono ha empezado a repiquetear; es tu novia, lector luminoso, quien confunde nuestra voz con la tuya. Nosotros no sabemos por qué motivos arcanos, le decimos algo que le aquiete el ánimo; y así, sin más vertimos en la bocina telefónica esta memoria que guardamos de Quevedo: Amor me ocupa el seso y los sentidos: Esplajóse el raudal de mis gemidos Todo soy ruina, todo soy destrozos Los que han de ser y los que fueron antes Con un saludo, cariñoso, hasta la próxima, |