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Una noche de Pascua, Emanuel Swedenborg, estimado hombre de ciencia, que -así se rumoraba- podía
hablar con los ángeles, abandona sus tareas científicas para dedicar los últimos veintisiete
años de su vida a pensar una teología que es un modelo de desargumentación.
Ese día de Pascua, en una posada de Londres, tuvo una visión conmovedora y oyó la palabra
del hijo de Dios. A media noche, en su departamento, la visión se repite y Cristo le encomienda rescatar
la Palabra y predicar el advenimiento de la quinta iglesia, la anunciada en el Apocalipsis, la iglesia de la Nueva
Jerusalén. Como Dante, también es invitado a visitar los cielos y los infiernos, concesión
desusada, pero creíble.
Desde la noche de la revelación, Swedenborg consagra su tiempo y su entero saber al estudio de las Escrituras.
Renueva con espíritu fuerte sus anquilosados conocimientos del hebreo y del griego y alterna sus laboriosos
afanes con visitas al cielo y al infierno y con visitaciones del otro mundo. Más tarde, habrá de
tejer y destejer con la pluma la fábula incierta de su teología descomunal.
Los veintitantos volúmenes de su obra teológica son un arcano. Los hombres de su época no
lo entendieron y esa posteridad que somos nosotros no ha sabido qué pensar de un hombre que afirmaba vivir
al mismo tiempo en este mundo y en el otro. Emitir un veredicto sobre su obra es ciertamente un riesgo. Su persona
ha sido piedra de escarnio y sus escritos han permanecido en ese olvido que es la memoria de Dios.
Kant lo refutó con violencia, pero finalmente concedió que es posible un mundo inteligible donde
los espíritus estén en contacto y en relación mutua.
En desacuerdo con Swedenborg, especialmente con su libro El Cielo y el Infierno, William Blake, su discípulo
y antagonista, escribió El Matrimonio del Cielo y el Infierno, libro paradójico y violento. A la
necesidad de que el hombre sea justo para salvarse, Swedenborg añade otra exigencia debe ser inteligente.
Blake impone un tercer requisito el hombre también debe ser artista para alcanzar el cielo.
Emerson que lo consideraba el prototipo del místico, intuye la grandeza de Swedenborg, pero no está
de su lado. Paul Valéry tampoco lo entendió. Su rala interpretación de Swedenborg no agrega
nada.
Karl Jaspers en un estudio sobre Strindberg, van Gogh, Swedenborg y Hölderlin, elabora una ardua e inútil
trama de razones para convencernos de que Swedenborg padecía una seria disociación psíquica.
Empeño vano. Nuestro teólogo era una persona afable que con fino humor y lúcida actitud suspendía
la incredulidad de los que lo consideraban un farsante o un loco.
Papini escribe, entre convencional y convencido: "Un hombre que ha sido discutido por Kant y Schopenhauer,
estudiado por Balzac y por Emerson, por Poe y por Valéry no puede pasarse por alto" (Diario, 20 de
junio). Tiempo después, en su Juicio Final, nos dará una imagen de Swedenborg que es una sugerencia
diabólica.
Czeslaw Milosz descarta argumentos y arguye, rehuyendo toda definición, que Swedenborg se ha ocupado de
esa energía que se origina en la interacción constante de la imaginación con las cosas que
perciben nuestros sentidos.
Y Borges afirma -el juicio más hermoso- que la obra de Swedenborg es una invitación a enriquecer
nuestra vida aquí en la tierra. Afirmación coincidente con otra de Kafka "Nadie elabora aquí
más que su posibilidad de vida espiritual" (Cuadernos).
Hijo de Sara Behm y de un profesor de teología de la Universidad de Upsala, nace Swedenborg el 29 de enero
de 1688 en la ciudad de Estocolmo. La atmósfera familiar -aunque prevalece el fervor religioso-- es culta
y propicia las inclinaciones intelectuales del hijo. Sus años de formación son de filosofía
y de derecho. La lengua de la universidad es el latín. En una deslucida prosa latina escribirá más
tarde toda su obra. Yeats, el poeta irlandés, supone que Swedenborg escribió esa prosa abstracta
y fría como consecuencia, tal vez, de su preocupación por las piedras y los metales. Y añade
que el cultivo asiduo de una lengua muerta pudo deteriorar su estilo. Afirmación, como tantas otras, difícil
de valorar. Es en esta época cuando el joven Swedenborg escribe poesía y estudia música. Aprende
también el hebreo y el griego. Años después, entre viajes y estudios, se familiariza con el
inglés, el francés, el italiano y el holandés.
Dueño de una vocación abierta a todos los vientos del conocimiento, se esfuerza con raro empeño
en abarcar todas las ciencias. En 1710 se inician los años de viaje. En Londres, los oficios atraen su curiosidad.
Nada le es ajeno. Los treinta y cinco primeros años de su vida son la historia de una formación exorbitante.
Espíritu reacio a las oquedades de la teoría, elige siempre, como Sócrates, los aspectos del
conocimiento que iluminan la realidad del hombre.
En 1716, Carlos XII, ese monarca, vencedor de Pedro el Grande y compañero de fuga de Mazepa, al que Voltaire
le da una dimensión inmoderada, lo nombra asesor extraordinario del Real Colegio de Minas. Ocupa también
un asiento en la Casa de los Nobles. Mente fértil, hábil artesano, hombre dotado de un talento prodigioso
alcanza un lugar de privilegio en la ciencia de sus días. Se adelanta a algunas hipótesis (la teoría
nebular de Laplace-Kant) y descubrimientos (la máquina de vapor). Es el fundador de la cristalografía.
Se esfuerza -preocupación sin fin de Descartes- en hacer una descripción unitaria del cuerpo y el
alma. Construye una máquina que puede transportar barcos por tierra, artificio que fomentará los
audaces y desacertados planes de guerra de Carlos XII. Swedenborg vivió muchas vidas y escribió una
saga portentosa. La palabra "místico" con que lo define Emerson es estrecha; es como una niebla
que nos impide ver la realidad, signifique esta última palabra lo que signifique.
En el pensamiento de Swedenborg, Dios es infinito porque está fuera de la Creación, porque "fue"
antes de que existieran el tiempo y los espacios. En el momento de la Creación, Dios introduce el tiempo
y el espacio se parcela, se convierte en algo mensurable. Así, las cosas son receptáculos y los hombres
imágenes del infinito.
Dios es uno. La idea de Dios es la de un hombre porque el cielo tiene la forma de un hombre, pero la única
forma de pensar en Dios es deshabitar el tiempo, hablarle en espíritu. El espíritu es polvo resucitado,
es atemporal y no conoce el espacio. El espíritu está en ese "ahora" donde coexisten las
cosas pasadas y futuras, la eternidad y el infinito.
De la sabiduría y el amor, esencia misma de Dios, el hombre deriva el intelecto y la voluntad. Entre las
cosas del hombre y las cosas del universo existe una correspondencia. El hombre es también un universo que
contiene el cielo y el infierno.
Así, para Swedenborg, los dos mundos, el espiritual y el natural no derivan nada el uno del otro. Son distintos
y están enlazados solamente por medio de las correspondencias. El hombre conlleva ambos mundos angélico
es el espíritu y mundano el cuerpo. La actitud espiritual puede concebir a Dios porque es un estado, algo
vacío de espacio. Una concepción natural, en cambio, no puede pensar a Dios porque la Divinidad está
omnipresente, más allá de los límites del espacio. Los espacios terrestres son fijos, inmutables,
susceptibles de medición. La correspondencia de estos espacios en el cielo, son apariencias que se alargan
y se acortan, que cambian y sufren variaciones, son distancias del bien y de la verdad. El hombre sólo puede
entenderlo si piensa su espíritu y no su cuerpo. La carne es un reto trivial, pero vivir en la carne es
un lazo diabólico. La carne no es un cuerpo, sino un crecimiento doloroso. El estado de vida después
de la muerte depende de la idea que tenemos de Dios. Lo contrario, la negación de Dios, es el infierno.
La Caída, ese mito que Dante ha embellecido, es, en la teología de Swedenborg, un llamado a la cordura.
La pretenciosa idea de saber por medio de los sentidos le parece una ocurrencia insensata. Es -nos dice- como intentar
que un camello pase por el ojo de una aguja. El bien y la verdad sólo se alcanzan a través del espíritu,
ya que la palabra de Dios no está en el mundo de la naturaleza. Comer del árbol de la Ciencia del
bien y el mal es llenarse de muerte. Swedenborg nos cuenta que los primeros hombres hablaban el lenguaje sobrenatural
de los ángeles, lenguaje espiritual que sólo percibía lo bueno y lo verdadero. Cuando el hombre
optó por el árbol de la Ciencia, esta percepción se volvió conciencia natural. Así,
la revelación, única forma de conocimiento de Dios, se convirtió en doctrina. Perdida esta
capacidad interna de aprendizaje, lo externo tomó su lugar, introduciendo el tiempo y la memoria. Es un
cambio de percepción lo que motiva la Caída y la pérdida del Paraíso. Kafka pensaba
que el problema no era haber comido del árbol de la Ciencia, sino no haber comido aun del árbol de
la vida. Swedenborg insistirá en que Dios solamente es la vida.
Dios, que es uno, descendió y se hizo hombre para redimir al hombre. El mal -ese gran arcano- es hereditario.
Así, el Señor, afirma Swedenborg, al nacer de mujer, heredó ese mal que concierne al hombre
externo. El mal que heredó de su padre es interno y está en la eternidad. El Señor no heredó
este mal, ya que internamente es Dios. Al vencer la tentación, erradicó el mal heredado de su madre.
Después restauró la Palabra para que fuera preservada hasta el fin de los tiempos.
En la historia del hombre, la cruz es el símbolo luminoso, pero el hecho perdurable es la resurrección.
Tertuliano -cita predilecta de León Shestov- escribió "Et sepultus resurrexit; certum est, quia
impossibile est" (Habiendo sido sepultado, resucitó; cierto es porque es imposible). Ese imposible,
la resurrección, es la consumación de la esperanza.
El mal se origina en el Paraíso y con el mal nace el libre albedrío y se abren los cielos y los infiernos.
El libre albedrío en esta peculiar teología no cesa con la muerte. Swedenborg considera que el purgatorio
es una ficción babilónica. Al morir, el hombre entra al mundo de los espíritus que es una
etapa intermedia entre el cielo y el infierno. Es aquí donde elige ser un demonio o un ángel. Al
principio, no sabe que ha muerto y hace su vida habitual, pero día a día el mundo se torna más
luminoso. Entonces, lo visitan los ángeles y los demonios. Es un lugar donde hay grietas superiores e inferiores
que conducen a los cielos o a los infiernos. Los ángeles y los demonios son hombres que han alcanzado o
han perdido el cielo. Durante meses o años conversa y pasea con ellos hasta que escoge la compañía
de aquellos que más le atraen y juntos se marchan por la grieta sin retorno.
Los innumerables cielos en su totalidad o en parte tienen la forma de un ángel. Grupos de ángeles
forman estos cielos y cada ángel es un cielo. Los ángeles no conocen el tiempo ni tienen noción
de lugar o de espacio. En el cielo no hay tiempo, sino cambios de estado. Está gobernado por el amor a Dios
y al prójimo. Elegir el cielo supone una vida plena, justa e inteligente Vivir en el amor es atesorar en
el cielo. San Agustín tiene una breve y certera definición de la virtud "Es la forma del amor."
(La Ciudad de Dios.) El infierno es el otro lado del cielo. Tiene la forma de un demonio. Está gobernado,
como el cielo, por Dios. La existencia de estos dos mundos es el soporte del libre albedrío. Ni el cielo
es una recompensa ni el infierno un castigo. Se trata de una elección personal. De aquí, la importancia
de la inteligencia. Con nuestros actos estamos haciendo un cielo o un infierno aquí en la tierra. El cielo
no es un acto de fe, sino de vida. El que elude la vida, empobrece su espíritu.
En uno de sus prólogos, Borges comenta "Creamos o no en la inmortalidad personal, es innegable que
la doctrina revelada por Swedenborg es más moral y más razonable que la de un misterioso don que
se obtiene, casi al azar, a última hora. Nos lleva, por lo pronto, al ejercicio de una vida virtuosa."
La influencia de Swedenborg ha crecido con el tiempo. Citar nombres aquí sería una preocupación
ociosa. Hay sólo uno que quiero destacar Dostoyevski. La presencia de Swedenborg en Crimen y Castigo es
evidente y tiene la forma de un ángel.
Emanuel Swedenborg murió un domingo del mes de marzo de 1772. Teólogo singular, hizo una sorprendente
lectura de la Biblia. El derecho le asiste y nuestra admiración le acompaña. Cada lector de las Escrituras
es una interpretación. Dios las dictó para todos.
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