DANTE Y EL PARAISO TERRENAL
JORGE DE LA PAZ(*)
(*) Departamento Editorial de la ANUIES.
Simeón ben Azzai miró y murió. Ben Zoma miró y perdió la razón. Elisha ben Avuyah (Aher, el otro) quebrantó los principios. Sólo Akiba entró al paraíso en paz y salió en paz. EL TALMUD. |
En el canto tercero del "Paraíso", Dante escribió: Chiaro mi fu allor come ogni dove in cielo è paradiso (Claro me fue entonces cómo todo en el cielo es paraíso). Para Dante el paraíso es una rosa. En el Libro del Génesis, la palabra "paraíso": gân (sumerio), connota feracidad. Alude a un lugar exuberante. La Septuaginta la traduce como paradeisos, transliteración del persa pairi-daêsa que en asirio tardío es pardisu y en hebreo pardes: "huerto". En la versión de los Setenta y en la literatura apócrifa le acompaña un determinativo: de Dios, de delicias. Es el paradysum voluptatis de la Vulgata. La palabra "edén" es una forma, tal vez, desmitologizada que ha adoptado un sentido geográfico (em Edem, en la versión griega de los Setenta), pero que tiene clara relación con el sumerio edîn y con el asiro-babilónico edinû: "estepa". Así, el paraíso sería un huerto en la estepa. Más tarde, Ezequiel, ese recio profeta, lo imagina en la cumbre intocada de un monte santo. Ahí lo encontrará Dante al dejar atrás la última terraza del purgatorio. El mito del paraíso explica la incursión del mal en la Tierra. La versión sacerdotal del Libro del Génesis no lo menciona. Es la versión yahvista -urdimbre apurada de arcaicas tradiciones-, la que lo cuenta. La versión sacerdotal, en cambio, intercala una conjetura asombrosa sobre la creación del hombre: Creó Dios (Elohim) al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó y los creó macho y hembra (Génesis, 1:27). Barrunto sin paralelo en los tempranos esfuerzos del hombre para esclarecer sus orígenes. El hombre y la mujer son creados a semejanza de Dios por la sola voluntad de su creador. Sólo el hombre -preocupación final de la creación- no ha sido formado de elementos primevales. San Agustín creía que Dios, la summa causa, pensó la materia informis y que este acto creador, coincidente con el de darle forma, introdujo el tiempo, esa réplica misteriosa de la eternidad. El sexto día: vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho (Génesis, 1 31) y descansó. Aquí, San Agustín puntualiza que: al decir [Dios] que vio que es bueno -y, si no lo viere antes de hacerlo, es cierto que no lo hiciera- enseña que es bueno, no lo aprende (La Ciudad de Dios, XI:21). Vislumbre apasionado del gran padre de la iglesia occidental. La otra versión, la yahvista, es un suntuoso tejido de antiguas y diversas tradiciones. No obstante, está animada de un espíritu propio. Fincada en un estricto monoteísmo, esta concepción -la nuestra todavía- acarrea siglos de pensamiento teológico y traduce la peculiar actitud ética y los profundos hallazgos religiosos del pueblo hebreo. Es el otro lado del naturalismo politeísta del antiguo oriente o del consubstancialismo del panteón egipcio. Es la cara cierta del mito. El hagiógrafo es un escritor con exigencias morales: Modeló Yahvé Dios al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado (Génesis, 2:7). El escriba hace suyo el mito del dios alfarero. Luego, ante la dura soledad de Adán: Hizo Yahvé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre (Génesis, 2:21-22). En el cuneiforme de los sumerios, el signo TI bifurca sus sentidos. Es costilla y es vida. No sin riesgo, podemos intuir una relación entre el hebreo Hawvah (Eva) que connota la idea de vida y NIN-TI, nombre de una olvidada deidad sumeria. Esto explicaría el origen de Eva que es la Señora de la Vida. En un antiguo texto sumerio se habla de dar muerte a un dios y se ordena que con la sangre y la carne divina mezcle Ninjursag la arcilla. En el "Ennuma Elish..." (Poema de la Creación) se cuenta Lo ataron (a Kingu, dios infame) y presentáronlo asido a Ea. Impusieron sobre él su culpa y cortaron su sangre. De su sangre modelaron a la humanidad (VI 31-33). El hombre -los cabezas negras- es aquí el hijo de la suplantación y del crimen. Los hebreos no incurren en blasfemia. Saben que la sangre es el natural fundamento de la vida, pero no comparten la perniciosa interpretación de Babilonia. Aceptan el elemento material, la arcilla, y lo enaltecen con el aliento de Dios, elemento espiritual. La pérdida del paraíso confrontó al hombre con la aridez y con la muerte. Desde entonces, los días del hombre son días arduos y contados. Polvo eres y al polvo volverás (Génesis, 319). Desgarradora sentencia que explica el profundo sentimiento de angustia que nos aqueja. Un día sombrío, retirará Dios el aliento divino y nuestra carne se confundirá en el polvo. Pero analogías a un lado -el tiamat (abismo acuoso primordial) del "Poema de la Creación" y el tehom (aguas abismales del tohu wa bohu) del Libro del Génesis-, las cosmogonías del antiguo oriente son sólo un desmedido empeño de explicar la creación de los dioses y sus pugnas atroces. En ellas, el hombre es un hecho tardío. Elohim, el dios de los textos bíblicos, domina los elementos y estructura las vastedades. Las fuerzas de la naturaleza -dioses de infinitas mitologías-, las lumbreras mayores y menores y su cortejo espléndido son aquí el sentido sobrenatural y el ornato armonioso de la creación. El hombre es imagen de Dios y el universo su morada. Gregorio de Nisa, hermano menor de San Basilio e instigador de ese estilo implacable de pensamiento que es el misticismo, aseveraba que por la gracia de esta semejanza, el hombre: no es inferior a ninguna de las maravillas del mundo y fácilmente supera a todas las cosas que conocemos (De opif. hom. PG 44, 128 A). Dios está -hallazgo inesperado de Wittgenstein- fuera de los límites del mundo, más allá del punto donde el lenguaje se desvanece. Sufren de erudición los que comparten con Mircea Eliade la idea, de una androginia primordial. Dios es perfección inescrutable. En el reino de este mundo, la imago Dei es el sólo dato posible. Así lo entendían los hebreos. La grandeza de su pensamiento no está en las similitudes, sino en las diferencias. En sus manos, los mitos cobran un rostro único. Pero volvamos al paraíso. Plantó Dios el huerto magnífico en la estepa y: Hizo Yahvé Dios brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal (Génesis, 2:9). En medio del jardín, los dos árboles se yerguen. La armonía pura de los frutos del árbol alto de la vida que es elección suave dentro del bien y el árbol del Conocimiento, la incierta elección entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, lo posible y lo imposible. Germen misterioso de la dualidad es la mujer. Ella será la que vuelva la mirada, alejándose de Dios. Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre, y lo puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y lo guardase, y le dio este mandato: "De todos los árboles del paraiso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás" (Génesis, 2:15-17). Sólo imagen de Dios, el hombre puede optar por los frutos de la Tierra, pero Dios advierte, propone un acto de fe. Y estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin avergonzarse de ello (Génesis, 2:25). Aún no vestían su espíritu de oprobio. San Juan de la Cruz nada quería en el mundo que no fuera la desnudez del espíritu. El ropaje espiritual es prerrogativa del mal. Sólo ataviado de mentira puede el hombre arrostrar la vergüenza. El mal -desesperanzado quehacer- es carencia de Dios. El Apóstol lo llama el misterio de la iniquidad. Cuando Satán -instante infinito- dice y seréis como dioses, el arcano florece. Pero oigamos el siseo de la serpiente "¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?" Y respondió la mujer a la serpiente: "Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: `no comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir'." Y dijo la serpiente a la mujer: "No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Génesis, 3:1-5). Satan, en hebreo, significa el acusador. La Septuaginta lo traduce diabolos e ironiza su sentido el difamador. Diablo, diable, devil, teufel derivan del latín diabolo de la Vulgata. En el Antiguo Testamento, la primera mención de Satán está en Zacarías. Josué está en pie delante del ángel de Yahvé y tiene a su diestra a Satán, el acusador (Zac., 3:1). Otra mención está en el Libro del Génesis. Como puntual cumplimiento de un hábito despiadado, Dios exige a Abraham el sacrificio de su hijo. Abraham corta la leña para el holocausto y se pone en camino. En la cumbre del monte señalado levanta el altar. Ata a Isaac y se dispone a cumplir la palabra de Dios. De pronto, la palabra de Satán lo envuelve. Abraham levanta la mirada. La retórica infernal no lo conmueve. Empuña Abraham el arma y extiende el brazo, pero, señal altísima de amor, el ángel de Yahvé detiene su mano. Dios ha abolido los sacrificios humanos. Tiempo después, exclamará Tertuliano Crueifixus est Dei filius (El hijo de Dios ha sido crucificado). La mención más bella está en Job, raro y grandioso libro de estilo ceñido y con un léxico fecundo en hapaxlegómenos que han propiciado la corrupción del texto. Los hijos de Dios se presentan ante Yahvé para acusar a Josué y entre ellos está Satán. Yahvé elogia a Job, varón justo y alejado del mal, pero Satán, dueño de la palabra infernal, propone despojar a Job de sus bienes y dispersar su inocencia. Yahvé accede y Job permanece fiel. Satán decide entristecer aún más los ojos de Job y sugiere dañarlo en sus huesos y en su carne. Yahvé -alarde de amor divino- accede. La justicia es un hecho sobrenatural y el sufrimiento del justo es la verdad. Job padece la impaciencia del alma. Grande es el sufrimiento y corta la verdad Job enmudece. Sus ojos envejecen, pero meditan sabiduría. Ha visto a Dios. La inocencia del justo ha de arder en el fuego cándido del sufrimiento. Eva empañó la providencia. Adán no sufrió. Eran simplemente inocentes. Pero es en el Libro de Sabiduría, escrito en griego el siglo primero antes de nuestra era, donde hallamos la conexión diabólica. Uno y el mismo son Satán y la serpiente "Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sab., 2:24). Serpens autem significat diabolum, comenta San Agustín. Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él la sabiduría, y tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió (Génesis, 3:6). Desdeñando el espíritu, comen ambos del fruto terrenal y se llenan de muerte. Han abierto las puertas del infierno. La armonía está rota. El mal -infracción del orden natural- es una honda negación del ser, una aproximación a la nada. Eva se ha negado a sí misma. Ella era la Señora de la vida. Menor es la culpa de Adán. San Juan Crisóstomo, padre mayor de la iglesia oriental y predicador luminoso de ideas inmortales, decía ...[Dios] no llamó a Eva, no llamó a la serpiente, sino al que más levemente había pecado (Hom. VII, acerca de las estatuas). Satán, ese arcángel inexplicado, seduce a Eva y ella, eco del oráculo del infierno, induce a Adán. Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores (Génesis, 3:7). Vieron su desnudez y cubrieron sus vergüenzas con la mentira. Sin descuidar la paradoja, leamos enseguida: El hombre llamó Eva a su mujer, por ser la madre de todos los vivientes. Hízoles Yahvé Dios al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió. Díjose Yahvé Dios: "He ahí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y comiendo de él viva para siempre." Y le arrojó Yahvé Dios del jardín de Edén, a labrar la tierra de que había sido tomado. Expulsó al hombre y puso delante del jardín de Edén un querubín, que blandía flameante espada para guardar el camino del árbol de la vida (Génesis, 3:20-24). Desnudos de sabiduría y vestidos de muerte quedan solos y abandonados en la estepa árida. Dobles serán ahora sus caminos. Un querubín, dueño del esplendor eterno, ha de guardar el camino singular del árbol de la vida. Una monodia perenne es el mito del paraíso donde el misterio recurre incesantemente dentro de un expresivo laconismo. Tejida con hilos de silencio, una oculta elocuencia es la palabra de Dios. El espacio y el tiempo se entrelazan sin término y fluyen de las plumas indefinidas de los escribas hebreos. Monódico es el estilo de la Biblia y la omisión es su técnica. El misterio no está en las palabras porque Dios es el misterio. El paraíso terrenal -como Sodoma y Gomorra- era, hasta Dante, el deshabitado recuerdo de nuestras culpas. Ahora, una mujer espera ahí. Guiado, esta vez, por Beatriz, el poeta visitará los cielos, esos estados de alma que son espejo de Dios. Dante, que ha hecho la fatigada ruta del infierno y el ascenso de las almas penitenciadas del segundo reino, llega, acompañado de la aurora, a la divina floresta. Virgilio le anuncia que los ojos bellos de Beatriz le esperan. La triunfal alegría de la procesión santa estremece al poeta. Aparece Beatriz en medio del festejo angélico. Dante, quebrantada la voz y temblando, arde en la llama viva del amor: Men che drama di sangue m'è rimaso che non tremmi: conosco i segni dell'antica fiamma (Una gota de sangre no me queda que no tiemble conozco el signo de la antigua llama). Purgatorio, XXX: 46-48. Después, se humilla. El amor de Dante es largueza de la gracia divina. En un sentido Beatriz es el paraíso. En otro, la rosa terrenal. Sus ojos, hechos con luz de la primera aurora, reflejan el espíritu inmortal del poeta. Por él, encendida de amor, peregrina ella hasta el portal de los muertos. Sus lágrimas conmueven a Virgilio. El dulcísimo maestro conducirá a Dante hasta ella. Le mostrará al poeta no las penas -la fe y la incredulidad son modos de ser-, sino los estados de alma del infierno y del purgatorio, espejos deplorables de la Tierra. Dante inicia la ruta del trasmundo en el 1300. Diez años ha sido Beatriz ocupación apasionada de su memoria. Con su canto la ha seguido desde el primer día que vio su rostro. Cuando ella muere, exclama -palabras de Jeremías- Quomodo sedet sola civitas plena populo! (¡Cómo está sola la ciudad llena de gente!) Vita Nuova, XXVIII:1. Más tarde, pensando en ella, dibuja ángeles y al ser interrumpido se disculpa Altri era testé meco, pero pensava (Conmigo estaba ahora otra persona; por eso pensaba) Vita Nuova, XXXIV:3. Se ha propuesto a Beatriz como solo argumento de todo lo que escriba, pero, finalmente, decide: Non dire piùdi questa benedetta infino a tanto che io potffse più degnamente trattare di lei (No diré más de esta bienaventurada hasta que no pueda dignamente tratar de ella) Vita Nuova, XLII:1. Parte el poeta, acompañado de Virgilio, hacia el otro mundo. Lleva la Tierra en las manos y la pasión en el alma. Cuando regrese del trasmundo, habrá visto a Dios. Traerá el cielo en la mirada. Escribirá entonces -desatando luz para abolir las sombras- la Divina Comedia, esa historia de los ojos infinitos del poeta. La mirada y la sonrisa de Beatriz -alpha y omega de su desacompasado vivir- han sido norma cierta de la eternidad y la vastedad de su esperanza. El amor de Dante es una realidad que ha atravesado sus sueños y que ha derrotado a la muerte. El paraíso terrenal es el cimiento ilusorio de la armonía del poema. El cimiento cierto está en el infierno Paolo y Francesca. El peso alegórico de la arquitectura trinitaria del poema no contradice el humano trasfondo. La amada inmortal es el tema. Lo arquetípico son sólo las infinitas variaciones del alma enamorada del poeta. Ha escrito para ella, para decir de ella lo que jamás de nadie se haya dicho: si che, se piacere sarà di colui a cui tutte le cose vivono, che la mia vita duri per alquanti anni, io spero di dicer di lei quello che mai non fue detto d'alcuna (Así que si le place a aquel por quien toda cosa vive que mi vida dure algunos años, espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho) Vita Nuova, XLII:2. El reencuentro en el paraíso terrenal señala el momento en que el olvido está vencido para siempre. el poeta se despoja del mal en las aguas del olvido y reanima sus virtudes en las ondas del recuerdo. Ahora está puro y dispuesto para las estrellas. Ascenderá con Beatriz la escala de Jacob.
|