|
Toda sociedad está compuesta de diversos grupos sociales, grandes o pequeños, hasta llegar al
núcleo que conforma a cada grupo, el familiar.
El todo social es, evidentemente, una heterogeneidad de principio a fin, aunque dé la apariencia de homogeneidad,
cuando tiene proyectos por realizar.
El fruto de la heterogeneidad social es el pluralismo, la lucha por la subsistencia y, como fruto prohibido, la
lucha de clases, hija de la acumulación de solipsismos y del maligno espíritu de recogimiento que
gesta el todo para el yo y la nada, o tal vez las migajas del pan duro, para el tú, el él, para ustedes
y para ellos. Aquí, la persona se vuelve plural: nosotros, que como aglutinación rompe la dicotomía,
o mejor dicho, la teje en la unidad. Aunque el nosotros sugiere dos sentidos nos somos otros: yo soy yo y yo ya
no soy yo: Tú eres tú y ya no eres tú, porque somos una pluralidad otros, que a fin de cuentas
es una unidad. Esto, que parecería fruto del amor, es también fruto podrido, hijo del desamor que
se llama egocentrismo todo el pastel es para mí yo soy la unidad y la pluralidad. He aquí los dos
sentidos.
Esta concepción del pronombre, de la palabra que es las palabras, se verifica claramente en un tal tipo
de sociedad, muy en concreto, en la actualidad histórica, se da, preponderantemente en el concepto de nación:
Una pluralidad que es una unidad. Pluralidad hacia adentro pero unidad hacia los otros de la otredad, la de las
demás naciones.
La pluralidad, la dicotomía o pluricotomía y la unidad son un proceso que es a la vez histórico,
tensado como texto por dos postes, tensado como una cuerda de guitarra, atada por los extremos a dos postes. Las
armonías vienen de cuerdas plurales que si se pulsan con maestría, son la unidad, el sonido eufónico,
la presencia de un deseo de volver a lo que se era; porque no satisface lo que se es. En realidad es la visión
del ser como un desastre, y el deseo de ser como un contraste con el ser actual, como una vuelta al principio:
Hay que llegar a ser lo que al empezar se era, esto es, a lo uno.
En los orígenes de la mitología clásica occidental, el hombre era uno. No existía el
hombre o la mujer, sino la simbiosis; pero el ser humano clásico, tuvo deseos de ser otra cosa, buscó
sin saberlo, la dicotomía, ya no lógica, sino metafísica. Quiso escalar el Olimpo y ser como
Zeus, o tal vez, suplantar a Zeus, pero el problema fue que no midió las fuerzas de su debilidad y atacado
por la enfermedad más difícil de curar, la hybris, deseo de omnipoder, se tornó en un ser
incurable. En un momento, un solo golpe, surgido de Némesis, la sanción, conoció su mal. Así
la unidad fue cortada de un tajo por la voluntad de Zeus, golpe que sin duda vio Aristófanes y lo fotografió
con un pie de imagen: el mito del amor. Por el deseo de pluralidad, el hombre quiso romper la unidad; por la hybris,
consiguió hacer realidad su suerío, la dicotomía.
La sabiduría popular, inconsciente de la profundidad de sus afirmaciones, ya que todo enunciado dice más
de lo que pretende el emisor, pero también menos de lo que intenta decir, plasma en el "nadie sabe
lo que tiene hasta que lo pierde", la inconformidad del ser humano, y por la hybris, por el falso deseo de
progreso, pierde lo que vale en su ser y no obtiene lo que deseaba.
El ser humano, dividido en su esencia, vive condenado a la búsqueda de lo que le falta, porque lo perdió,
a la unidad que un día fue en esencia. El hombre busca a la mujer y la mujer busca al hombre para complementarse,
para llegar a ser, para constituir un nosotros, a través de la inteligencia, del espíritu y de la
palabra.
El problema es frecuente muy pocos encuentran lo que les falta, para tender a la unidad.
La falla es efecto de una causa ausente, el amor.
Después de contado el cuento, lo tomó el hombre como cuento; no lo creyó realidad. Olvidó
que la enumeración literaria es más real que la realidad, a pesar de que no fotografíe lo
real, ni arguya con las premisas de la filosofía, ni enuncie con los sucesos de la historia. No supo ver
por detrás de lo que está y quiso representar otro drama que después se convirtió en
cuento: Construyó la torre, siendo horizontal, hablando la lengua del espíritu, de la inteligencia,
de la palabra para todos, la unidad. El edificio de Babel se cimentó sobre la tierra movediza para alcanzar
la marina celeste y su sueño, al fin proyecto irrealizable, cayó ladrillo a ladrillo, piedra sobre
piedra y enterró al hombre. Repuesto del descalabro volvió a la vida, ya no la misma, la de la intelección,
el espíritu y la palabra común. La lengua de todos, la lengua una, quedó hecha añicos.
Todos los sobrevivientes de la catástrofe se expresaron, se vieron a los ojos y se encontraron llorosos.
Nadie se entendía, ya no se veían el espíritu ni en los restos del espejo. Su nuevo acto de
hybris fue sancionado por medio de la moderna Némesis con el aislamiento.
Uno por uno, cada hombre emprendió su camino por senderos diferentes, opuestos, sinuosos y escarpados. Cada
quien se fue encontrando, a su paso largo y tendido, con algo de su otredad, con lo indefinido, con la tercera
persona, con él, y por medio de la deixis, empezó cada quien a integrar su grupo, su lengua, a poner
el cuerpo en marcha hacia el origen, la unidad.
Surgieron los grupos, las razas, las naciones, la sociedad plural, pluricotomizada, y crecieron las naciones pluralidades
hacia adentro; engañosas unidades hacia afuera.
Pero ni las argumentaciones de Spengler y Borges, de Max Planck y de Einstein, de Tamayo y de la palabra engendrada
por un yo poético tan inmenso como una comunidad y tan personal como un yo, han valido para nada.
Cierto. Es triste ver las adoraciones del hombre diacrónico en cada sincronía. ¿Por qué
asombrarnos del ser que se hinca ante el becerro de oro? Hace un momento, ahora y en la mañana de cada mañana,
el sol se seguirá ocultando, la noche se hará constante, mientras el hombre siga dejando que se le
marque la frente con el signo de la ganadería del desastre, el del fonema quebrado, engañoso por
superfluo, por ser falacia desde la misma graficación, el dinero $, que le quema, le hace arder en deseos
de acumulación y subir los escalones de la tambaleante pirámide del tener, fruto del embarazo de
la fantasía. Cuando leemos por primera vez a los actantes de un hecho que parece ocurrir como literatura,
Sodoma y Gomorra, Apolo y Dionisio, nos transportamos a la orilla de la poesía. Sin embargo estamos hundidos
en las arenas que se mueven y nos hunden, nos tunden y nos confunden. No se trata de una historia bíblica
o mitológica, sino de la cotidianeidad. El yo, el de aquí, también es el de allá; al
leer el tejido de los signos lingüísticos, su propio ser se convierte en emisor, ser que canta y llora
en mensaje, porque es el actante que se encuentra desde la plataforma del lector; y al mismo tiempo, se contempla
como ser receptor.
Cantor, canción y audición del oyente son una pluralidad, que en sí son la unidad. El yo es
Sodoma y Gomorra, es el yo apolinio y dionisiaco, báquico y trascendente. El yo es definitivamente, un ser
simbiótico. La realidad se funde desde hace siempre en el yo, desde su posibilidad de existencia, hasta
el instante de la grafía, la escritura y la expresión.
El egocentrismo que ha represenciado el hombre en la línea diacrónica, le toca al yo como sincronía,
y le toca a todo ser humano, familiar, grupal, social y de nación-mundo.
El yo es el genial rey David y el maligno reyezuelo david, que se ama más a sí mismo que a su otredad.
El yo vive más en esta orilla que es la vida solipsista, que en la otra orilla que es el instante fugacísimo,
llamado totalidad, plenitud, felicidad, trascendencia. Puede, de hecho tiene otros nombres, lo esencial es que
se trata de una experiencia única y pocas veces repetible. Se resuelve en la inteligencia, por medio de
la ciencia, la verdad que es bien para todos; en la religiosidad: bien místico; en la poesía don
del deseo por la palabra, el pincel, la música, el cincel y la vida; por el amor y la libertad Caminos aparentemente
trillados, pero aún vírgenes de virginidad metafísica, física e intrascendente, mientras
no se coja el machete, el hacha y el cuchillo, para deshojar, destrampar y allanar el camino no pisado para que
pueda ser cruzado por la otredad y por el yo.
Esta singularidad del yo está en su propia dicotomía. Así, en ella crece, se educa y morirá,
porque nació en la concepción occidentalista del hilomorfismo Terrible dicotomía que separa
al yo.
El yo, fruto del hilomorfismo, ser en el cristianismo que desde toda plataforma ha señalado la dicotomía
Vida-muerte; luz-tinieblas; cuerpo-alma; ha olvidado que todo es unidad, que se llama hombre, naturaleza, vida,
tiempo, amor...
El hombre ha dejado aparte la visión de la unidad; proviene de la luz y va a la luz; engendrado en el útero,
experimenta inconsciente, tal vez, el lugar cerrado al cual regresará; ya no al vientre materno hecho carne,
sino al seno mortaja que es la madre tierra, desde la cual florece la vida y sube, movida por el viento, el agua
y el deseo hacia la unidad total. Esta orilla que se llama, si se quiere, vida, es la otra orilla que, de modo
inminente, siempre se llamará vida.
Esta orilla es la otra orilla, si se tejen los hilos de los puentes para que se tiendan sobre el vacío.
El paso seguro sólo se da en la verdad del científico, en la trascendencia del ser desde sí
mismo, desde su pluricotomía hacia la unidad, probablemente, por medio de la experiencia religiosa, mística
o con más regularidad, ascética, porque la experiencia mística no le es dada como normalidad
al hombre, simplemente le sucede, ocurre como don a muy pocos seres, aunque se puede presentar una disponibilidad
a través de la ascesis el camino del ejercicio, la vía para todos.
El puente entre las dos orillas se llama también arte. La creación del hombre no es sólo una
analogía, sino un sacar de la nada. Por tanto no se trata de una transformación, de una deducción
o de una comprobación surgida del enunciado de una o varias hipótesis, de un interrogante bien formulado
como problema y de la secuencia de una metodología científica.
El hallazgo se da en el arte como efecto de una emoción, que surge de un enunciado hecho verso, pincelada,
armonía o golpe de martillo sobre la piedra, pero requiere trabajo. El primer verso, que tal vez no quede
como primero en el poema, posiblemente venga del duende lorquiano, de la musa, del ángel o de la inspiración,
pero los demás saltan al papel fonema a fonema, gracias al triunfo obtenido por el poeta en la esgrima con
la palabra, con las palabras.
Es verdad que las palabras ya existían, aunque no todas, porque el poeta también es inventor de palabras,
nombrador de seres, de los cuales desconocíamos los nombres. Pero también es claro que si bien existían
las palabras, no así los versos y mucho menos el poema. Por ello el poeta, es creador, ya que de la nada
de poema ha escrito el tal poema.
Otro de los puentes que fusiona las dos orillas es el amor. El amor es el encuentro del yo en el tú. La
primera persona, el sujeto, plataforma desde la cual el ser humano dice lo que es su mundo, al cual lo cree el
mundo, capta, entre el ámbito de las personas indefinidas; viven en la tercera persona, él, a un
ser humano y lo llama tú, objeto del amor, pero ese tú, también sujeto, yo desde el cual se
ve otro mundo, sucede que se ubica en el mundo del otro y, misteriosamente, se trata del mismo mundo; el yo y el
tú, sujeto y objeto al mismo tiempo, se funden en una nueva persona, que tiene también su plataforma
El nosotros, en donde yo ya no es yo, tú ya no es tú, es uno y otro, son otros. Nos somos otros;
pero hay una leve falacia porque el nuevo ser no es un yo, sino un nosotros. El ser uno, está compuesto
de dos. Misteriosamente, por la llamada del amor, el yo y el tú han salido de sí y la dicotomía,
o mejor dicho, la pluralidad, ha creado la unidad.
Es evidente que el amor se llama tú, y que en el entorno del sujeto, la experiencia amorosa recibe todos
los nombres, producidos por la pareja: Padre-hijo; amigo-amigo; hermana-hermano; amante-amada. No se trata, por
tanto, de una relación de sexo, únicamente, sino de una expresión, una comunicación;
diálogo que es atravesar el mundo por la palabra, por el afecto, esto es, la dirección de uno hacia
otro con un proyecto común que constituye el nosotros. El proyecto se llama estar unidos porque queremos
estar unidos. Es pues, más bien, un estar; estar a gusto, que un hacer; vamos a hacer algo.
El problema del yo y del tú en el amor se da cuando ya no saben estar, cuando quieren hacer. Entonces cada
sujeto se ubica en su persona y olvida la plataforma creada por la relación: la del nosotros. Salta aquí
la presencia del ser persona primera, en donde los dos seres se definen desde su yo y ninguno desea estar en la
plataforma de la segunda persona, la del tú. Cuando el yo le dice al tú: "Tú eres mi
tú", el tú le afirma lo mismo al yo, pero en ese momento los papeles se invierten. Es claro
que el yo no puede ser tú ni el tú puede ser yo. Esta dificultad sólo se soluciona por el
respeto, por el sentido de los ojos que se dirigen hacia el otro y no hacia el mí, que es el yo. Respetar
es, pues, ver por el otro. Así se puede volver al estado, esto es, al saber estar, más que al pretender
hacer.
Hacer sugiere la presencia de un yo, pero ese yo, en el nosotros, es por lo menos dos, o sea, una pluralidad. Hacer
desde el yo personal es una cosa, y hacer desde el yo plural, es otra. El yo singular puede hacer lo que quiera;
el yo plural lo que pueda, si logra fundir en un yo común, ya no fruto sólo del afecto, a los otros
seres que habitan en el grupo, al yo plural, en un proyecto "Yo, que soy nosotros - enunciado extraño
porque el sujeto se diluye, parece un acto de enunciación de algo que pretende llamarse alguien-, quiero
hacer esto." Desafortunadamente el yo plural tiene cabeza, con ojos, nariz, boca, oídos; tiene cuerpo,
manos y tiene sentimientos que ni en la filosofía o en la psicología analítica se podrían
descubrir como la lógica de la unidad.
Procurar la existencia del yo plural es necesario para que se hagan cosas, para que el ser humano crezca, pero
si se pierde de vista la presencia del ser humano, ese yo plural, tal vez manipulado por la egolatría de
un ser singular, inscribe al grupo en el deseo de poder, de dinero y de claro desamor.
El rostro del yo plural, al tener los rasgos del ser humano, puede dar la apariencia de que ve, oye y entiende;
sin embargo, la imagen de unidad que proyecta hacia afuera, se desvanece, atrapada por las individualidades que
componen la pluralidad, ya que se da una pluralidad de predicados de deseo que sólo constituye la unidad
aparente. Cada miembro del yo plural quiere lo mismo, pero para sí; lo que los une es la persecución
del poder y del tener. Así, pues, se vinculan en la manipulación, la indisponibilidad y la mentira.
Estos ingredientes son el principio de sustentación del yo plural, que tiene, por tanto, todas las caras,
sin ostentar ninguna. Es un rostro sin rostro; es un compromiso sin compromiso; una identidad sin identificación.
Lo que los une es el interés por conservar una posición individual, que se llama status, sea de poder
o de salario. Es evidente que este tipo de grupo hace algo, porque tiene que justificar su existencia. De hecho,
la justifica claramente si se examina su actuación bajo los lentes de la producción y del mercado.
Basta ver la textura de los dirigentes en la burocracia, la industria, la banca y aun la educación y el
campo, para convencerse de la forma de ser del grupo en el poder. Mientras miembros menores del yo plural que se
pueden llamar X, Z, Y, dejen hacer y sean dóciles a las leyes, políticas y caprichos del sector privilegiado
del yo, que obviamente detenta el poder y le ejerce aun represivamente si es preciso, todo marchará en silencio.
El problema ocurre, cuando se quiere jugar a la democracia, y se permite una leve participación de los miembros
menores en la expresión de algunas opiniones y de algún pequeño acceso a la información,
porque los pronunciamientos verbales que conllevan un pensar y un sentir de los miembros menores pueden, aun en
buena lid, cuestionar posturas y actitudes despersonalizantes de los miembros mayores, selectos, autodivinizados.
Por otra parte en el plano de la sugerencia, hija del inconformismo, de la dignidad de la persona, del amor y del
necesario vivir, pueden ocasionar malestares profundos en los directivos del yo plural, y generar, por tanto, un
entorno ulcerante para aquellos que se atrevieron a pedir, opinar o peor aún, cuestionar. Esta situación
gestará evidentemente, la lucha de clases, la lucha por el poder y por el dominio constante de la otredad,
incluso con la violencia. Aquí el sentido del yo plural, aunque fuera tenue, desaparece, porque se busca
su destrucción, aunque sin un grado de conciencia de los miembros de la pluralidad, especialmente de los
miembros menores, al no soportar la presión del desamor. Es claro que al no existir una armonía entre
las notas del yo plural, el ser se desafina, el canto es multivociferado, se pierde por ello la visión de
la unidad y la audición de la melodía. Es lógico así, el surgimiento de la tensión
de las cuerdas atadas a los postes, a un estiramiento tal que se revientan. ¿Quién puede, entonces,
hablar de ritmo, de tono mesurado, de cromatismo? Las notas se caen del pentagrama y ruedan, corcheas quebradas
por la raya y el punto, sin posibilidad de volver a su estado anterior, en donde sabían estar, les gustaba
estar, cada una en su línea, con su llave, que era la llave para todas, al entonar el canto con armonía.
Solas no van a volver al pentagrama. Hace falta un nuevo yo, que al crear, las ponga de nuevo en su sitio, en el
cual brillan, se escuchan y dicen. Así del pentagrama, multiplicidad de líneas, al fin pluralidad
hacia dentro, se constituye la unidad, partitura, textura, canto.
Otro de los puentes que puede fundir las dos orillas, la de la cotidianeidad y la de la plenitud, es la educación,
siempre y cuando se inscriba en la búsqueda de la verdad, en la construcción de la libertad y en
la presencia del amor, dentro del entorno de la vida en que se habita.
Una de las concepciones más sencillas y profundas sobre educación, nos la refiere La Belle, ha sido
emitida por un campesino de República Dominicana "Lo más importante que necesitamos es la educación.
No importa cómo usted la busque o no, creo que la educación es el primer paso... Trabajar juntos
es una educación. Unir mano con mano es otra educación. Intercambiar ideas es una educación.
Bueno, las cosas que usted no conoce, alguien las conoce, y le habla a usted sobre ellas, es una educación."
Al codificar el mensaje referido, se puede ver que en él cabe tanto la educación formal, como la
educación no formal; al considerar algunos aspectos de la educación formal a nivel universitario,
se puede observar que en muchos casos se busca la obtención de un título, se enseñan datos
y se trabaja para satisfacer más bien demandas que necesidades sociales, entre otros múltiples factores.
Sería larga la lista de enunciados del trabajo que se realiza dentro del ámbito de las equivocaciones.
Sin embargo, tal vez fuera oportuno preguntarse, en cada disciplina, qué es lo importante, qué es
lo que hay que saber y cómo hay que aprenderlo. De esta manera, con la formulación de preguntas pertinentes,
posiblemente se pueda descubrir que no todo es importante, que hay que conocer un lengua je común, que cada
quien puede manifestar lo que le interesa, así como la forma en que desea caminar en el conocimiento.
A partir de proposiciones aceptadas por el estudiante, se podrían abrir buenas probabilidades de diseño
de cursos y de modos de facilitar el aprendizaje. En este renglón habría varios caminos por reconocer,
algunos ya experimentados con buenos resultados. En concreto puede haber una gama de posibilidades; lo esencial
sería siempre la actitud humana, en el sentido crítico, la axiología y la conciencia de que
nadie tiene la omnilateralidad de la visión. El objeto puede ser contemplado desde diferentes plataformas.
La mejor aproximación hacia el objeto es la de la apertura y la de la recepción de la pluralidad
de visiones, a través de la comunicación de amor y vida que son los rasgos fundamentales de toda
educación.
El trato de persona a persona es la educación, el saber estar; para tratar de hacer como un verdadero nosotros.
Sin buscar soluciones que puedan servir para todo caso, porque sería utópico, resultaría de
mucha utilidad el escribir las experiencias educativas formales e informales y dejarlas sobre el tapete del tiempo,
para que cada quien recoja lo que vea que le sirva.
En una síntesis, parece que educar es, tal vez, lanzarse con el otro en la aventura del amor que se llama
vivir, esto es saber estar, para desde una plataforma, subir los dos al unísono; y si se asciende desunido,
tratar de regresar a las raíces que se llaman, de nuevo, saber estar; pero enriquecido
por la experiencia de la dolorosa dicotomía que sufre el nosotros
como pluralidad, siendo en esencia, una unidad.
Contenido
|