RESEÑAS

LIZALDE, EDUARD: Memoria del tigre. México, Editorial Katún, 1983, 265 pp.

  Libro de libros, esta Memoria del Tigre compendia el trabajo poético de Eduardo Lizalde (1929), realizado durante veinte años o más, a decir del propio autor en la nota preliminar del texto. En realidad, se incluyen aquí las obras que Lizalde considera "hechas", descartando sus inicios dentro de la poesía, testimoniados incluso en forma de libros. La furia blanca (1956), La mala hora (1956), La tierra de Caín, al lado de Enrique González Rojo y Raúl Leiva (1956), Odesa y Cananea (1958), La sangre en general (1959).

Es a partir de Cada cosa es Babel (1966) donde Lizalde advierte, en retrospectiva, los gérmenes de su madurez literaria, la huella inicial de una línea y un programa congruentes con su propósito general. Autocrítica que comparte la crítica ajena, Cada cosa es Babel representa en la obra de Lizalde el primer paso firme de un poeta no tan joven e inmaduro como lo hace suponer la publicación de un primer libro. Quizá podamos ignorar el producto de esos esfuerzos arriba mencionados, pero no dejan de ser interesantes los esbozos teóricos que acompañaron esa tentativa que Lizalde y otros poetas como Enrique González Rojo, Marco Antonio Montes de Oca, Rosa María Phillips y Arturo González Cossío, entre otros, denominaron "poeticismo".

Este fugaz movimiento, nacido en la década de los cincuentas, pretendía racionalizar las diferentes técnicas de la construcción poética, con el fin de asignarle un valor finito a cada uno de los componentes del poema. Muchos años después, Lizalde, en Autobiografía de un fracaso (1981), opinaría: "El poeticismo era, más que un proyecto ignorante y estúpido, un proyecto equivocado, que se salió de madre a destiempo. Partía ( ... ) de una idea en el fondo mecánica y conceptual de la creación literaria ( ... ); pretendía la inteligibilidad, la 'univocidad', como decíamos, de lo poéticamente expresado, para combatir la facilidad, la vaguedad significativa, la imprecisión verbal y conceptual de la poesía que imaginábamos en boga."

Volviendo al libro que nos ocupa, sólo diremos que en él están las obras más importantes de Eduardo Lizalde: Cada cosa es Babel, El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979); más una muestra de poemas sueltos, escritos en épocas ya recientes e impresos, contemporáneamente, en diversas publicaciones periódicas, así como el poema largo Tercera Tenochtitlan (1982), editado anteriortnente en forma de plaqueta.

El indudable mérito de esta recopilación se ensancha por la reimpresión de Cada cosa es Babel y de El tigre en la casa: las dos ediciones originales de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad de Guanajuato, respectivamente, aun cuando no se encuentran agotadas son casi imposibles de encontrar.

A pesar de la tremenda carga irónica con que Lizalde enjuicia la maquinaria poeticista, sabemos que ésta no se herrumbró, en su totalidad, por falta de uso. Si atendemos cuidadosamente al tejido exhaustivo de imágenes que integran el corpus Cada cosa es Babel, encontraremos, si no el esqueleto completo, sí algunas astillas del proyecto poeticista. Sólo que aquí, el afán experimentador de Lizalde le anima a ahondar en la superficie misma de la palabra, mientras que en el pocticismo, las metas se dirigían hacia el encuentro sistematizado de fórmulas y conceptos inamovibles, que permitirían al poeta mecanizar el poder expresivo y subyacente de la metáfora.

La cita de Machado, que sirve de epígrafe al poema, delata los propósitos del autor y lo involucro, a la vez, en uno de los preceptos más ambiciosos de Stephane Mallarmé en particular, y de la poesía moderna en general. hay hondas realidades que carecen de nombre; el poeta debe nombrarlas. Empresa de riesgos, Lizalde escoge el más obscuro e irresoluble de los problemas que la expresión y el sentido poéticos hayan tenido a través de los tiempos. Conflicto remoto, acentuado en el carácter filosófico que encierra, el choque inevitable entre los objetos de la realidad y el nombre que los designa; la muerte de las cosas en el momento de ser bautizadas, puestas a marca por el lenguaje; la inmortalidad de las cosas frente a la inutilidad perecedera de los nombres, es el tema. Paradójicamente, serán las palabras el único medio que posibilitará atisbar ese combate: "Dime tu nombre, cosa, / tu desnudo tejido / por el nombre y sus cáñamos seguros." La complejidad de esta poética trasladada al interior del texto no invalida el alto contenido estético que, apoyado en el uso eficaz del verso libre y del ritmo, consigue resaltar la particularidad de la poesía como materia verbal, es decir, como un objeto más de la realidad: "El nombre deja marca / trastorna el laberinto digital, / cicatriza y se abre / su herida terminada en o, / como la piel del lago con la quilla / de la palabra guijarro."

A diferencia de Huidobro -en Altazor-, Lizalde no busca exprimir el lenguaje hasta despojarlo de toda propiedad coinunicante sino comprimir la imagen a sus consecuencias últimas. Su ejecución poética podría ejemplificarse con el funcionamiento elemental de la proyección cinematográfica, sólo que invirtiendo sus fines. En vez de exhibir una secuencia de imágenes fijas cuya alteración transcurre a partir del movimiento,  Lizalde nos presenta una sucesión de imágenes sujetas a lo pétreo,   a lo inerme: "Hasta que la palabra / -un dardo negro- / cruza de lado a lado por la roca solemne." Como vemos, la metáfora ya no crea alusiones exactas, análogas de objetos determinados; va más allá, desnudando de toda referencia externa, objetiva, a ese objeto que es, por sí solo, la palabra. Cuatro años después, aparece El tigre en la casa, volumen de poemas unificados por una temática central: el infortunio amoroso. Esto, a simple vista, podría ser tomado como un abordaje más entre la innumerable cadena de poemas que han tratado este asunto desde siempre. Sin embargo, el mundo que habita este libro, la forma precisa que lo envuelve y la intensidad del lenguaje, lo han convertido en una de las obras más originales y destellantes que se hayan escrito en México durante los últimos tiempos.

Su originalidad no está sustentada, como en otros casos, en las transformaciones radicales de la forma; por el contrario, la armonía sintáctica y un lenguaje llano, prosaico, describen, en un orden cuidadosamente equilibrado, la descompostura orgánica del personaje poético que se dibuja -y nos habla- desde la fiera que lleva consigo: "Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro al que lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro, / y es enorme. / más largo y más pesado / que otros gatos gordos / y carniceros pestíferos de su especie, / y pierde la cabeza con facilidad, / huele la sangre aun a través del vidrio, / percibe el miedo desde la cocina / y a pesar de las puertas más robustas."

Queremos llamar la atención en este "retrato hablado de la fiera" acerca de las particularidades que rigen la simetría interna del poema: la sonoridad de los vocablos en "ese" alternando con la variación tónica de "eres" y "erres", por un lado; y por el otro, la sobrecarga de adjetivos certeros y el uso agobiante de la preposición que, lejos de dispersar la tensión acumulada, consiguen exacerbarla hasta tener completa una sensación amarga que ya no decaerá sino bajo la última línea.

Los demás poemas que conforman "Retrato hablado de la fiera" (primer seginente del poemario) no escapan a la observación anterior, pero, asimismo, el contenido y la construcción de cada uno de ellos nos mueven a inventariar sus otras cualidades.

En el poema 3, el tigre extrae de sus recuerdos la evocación lírica de su antiguo poderío, preparando una embestida exabrupto, cargada de rencor e impotencia.- "Recuerdo muy bien todo eso, amada, / ahora que las abejas / se derrumban a mi alrededor / con el buche  cargado de excremento." Los versos encabezados por el número 4 merecen un comentario especial, no sólo por sus características propias sino también por las equívocas interpretaciones que una mala lectura puede propiciar. Este, quizás el poema más conocido del libro, contiene en su planteamiento una serie de premisas que podrían alterar el verdadero fin del tema. Transeribimos íntegra la primera estrofa. "Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses; / que se pierda tanto increíble amor. / Que nada quede, amigos, de estos mares de amor, / de estas verduras pobres de las eras que las vacas devoran lamiendo el otro lado del césped, / lanzando a nuestros pastos las manadas de hidras y langostas / de sus lenguas calientes." Detengamos aquí la lectura. Alguien parece exigirles a la naturaleza y al amor su destrucción total. Que todo el amor se extinga, parece invocar, desear. Pero las últimas líneas: (Es esto, dioses, poderosos amigos, perros, / niños, animales domésticos, seiíores, / lo que duele.") convierten todo lo anterior en un desesperanzado catálogo de efectos irreversibles, en los que el amor ha incurrido.

Carente de la tensión contenida en los anteriores ejemplos, el poema 5, recoge el tono epigramático para hermanar al amor con la muerte "porque es la muerte él mismo". Esta contundencia, empero, opaca la sobriedad de imágenes como ésta: "Y vence (el amor) la desgracia del ratón sin muelas, / la miseria del diente sin castores, / la del castor y el diente sin carpinterías, en donde encontramos nuevamente la intención de agotar la metáfora, asociando elementos en causa y efecto.

El poema 6 es una brevísima línea de seis palabras. Salvador Elizondo ha encontrado en este verso la concreción de la poesía en su estado más puro. La imagen, su simple presentación, aspira a conseguir del lector una respuesta inmediata en los terrenos más sensibles de la emotividad: "Algo sangra, el tigre está cerca."

La segunda sección de poemas, "Grande es el odio", nos obliga a suponer que Lizalde afloja en mucho su riqueza expresiva cuando recurre, como ya dijimos, a la definición. La contundencia de algunos versos lo acerca, muchas veces, a la sentencia aforístico. No obstante, el autor permanece fiel a una inquietud metafísica, que le permite revalorar el mundo, mediante la creación de otro- "Si yo no las hubiera descubierto / ... Dios no se habría enterado de estas cosas, / a su creación ocultas, / perfectamente ocultas."

"Lamentación por una perra" es una serie de poemas donde reaparece la mezcla de esplendor y decadencia, que nos recuerda los mejores momentos insanos de un Baudelaire. "¡Qué bajos cobres ha de haber / tras esa aurífera corona! ¡Qué llagas verdes / bajo las pulpas húmedas / de su piel de esmeralda!" El tono amargo del epigrama contribuye a remarcar el odio y la admiración resignada hacia la amada.

La parte siguiente del libro se titula "Boleros del resentido" y continúa el orden de la sección anterior, aunque con menos efectismo y mejor alarde técnico. Nuevamente, la imagen preside los ámbitos en donde se mueve el solitario, despachado amante, dirigiéndose a una mujer anónima, no por ello improbable; abandonándose a sus propias reflexiones.- "Días en que el ocio y la esterilidad / cubren las cosas, como un polvo finísimo. / ( ... ) / Escribimos la palabra Lola sobre el polvo; / el nombre Juana. / sobre el polvo del ocio de los muebles, como niños deformes, / que apenas pueden controlar el dedo."

Esta mínima muestra sintetiza ese horror del cual participamos como lectores, extrayendo del tigre lizaldiano las dimensiones menos visibles de nuestros sentimientos. Los méritos de la obra de Eduardo Lizalde se encadenan en el hallazgo de un símbolo personal y a la vez colectivo, en el que se retratan las contradicciones de nuestro "yo", cuando pretendemos separar la irracionalidad del sentimiento de la aparente armonía que nos ubica, frente a la exterioridad del mundo, como seres civilizados; es decir, aplicados en el adjetivo "sapiens" e inocentes de. toda esencia.

ROBERTO RICO.