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INTRODUCCIÓN Contenido
En medio de informes técnicos, proyectos impecables y programas calculados al milímetro y al centavo,
no es casual que la reflexión sobre los valores, particularmente en el campo educativo, tenga la apariencia
de ser una actividad extravagante y especulativa. Las presiones cotidianas de un crudo pragmatismo desvían
la inquietud de reflexionar sobre asuntos que -aunque no reclamen prioridad ni urgencia- son importantes para la
educación en todos sus niveles y ciclos. Es probable que esta situación haya influido para afirmar
enfáticamente que "el estudio de los valores es el problema más descuidado de la educación"
(Th. Brameld, 1967).
Después de dos décadas de haberse anotado ese descuido cabe preguntar si la situación es la
misma; igualmente, vale la pena examinar hasta qué punto es extravagante o especulativa una reflexión
sobre los valores.
I
Contenido
El discurso educativo, agrandado con la información interdisciplinaria y modernizado con enjambres de cifras,
tiene un espacio todavía vacante. Sin perjuicio de su amplitud, la cuestión de los valores es aún
materia disminuida y casi ausente en e] debate sobre la crisis de la educación. Fuera de este ámbito
el problema asume características distintas aunque precarias. La escasa y sesgada mención que de
ellos se hace es una consecuencia de la confrontación ideológica y, también, una manera de
encubrir o eludir conceptos complejos y controvertibles. Sin embargo, y a pesar de las peripecias de los conceptos
axiológicos dentro y fuera del discurso educativo, sería arriesgado suponer que los valores pierden
su sentido o devalúan su influencia orientadora. Lejos de todo ello, su función no siempre visible
en los sistemas educativos es razón suficiente para reflexionar sobre lo que representan en el quehacer
de la educación formal, particularmente en el de las instituciones de educación superior que constituyen
el nivel formativo más integrado con el desarrollo de la cultura científica contemporánea.
El solo hecho de mencionar los valores remite a la idea de una crisis superada en el tiempo o vivida en el presente.
Se sostiene, de manera conclusiva, que los tiempos de crisis obligan a revisar nuestras creencias, valores y representaciones
habituales. Esta conclusión, sin premisas establecidas, adquiere relevancia en la expresión "crisis
de valores", síntesis conceptual que da lugar a dos interpretaciones aparentemente distintas. La primera
tiene carácter cuantitativo y se refiere a la "escasez" de valores en la sociedad; la segunda
implica un concepto de orden y señala una "inversión de valores" en el comportamiento humano
y en nuestras apreciaciones de la sociedad. No obstante la independencia de ambas interpretaciones, sus significados
confluyen en el reconocimiento de que la crisis, por su extensión y profundidad, amenaza la vigencia de
valores que todavía se mantienen y obliga a establecer un nuevo orden axiológico.
La crisis tiene una presencia omnímoda. Su noción se generaraliza con rapidez imprevista y sus efectos
se manifiestan tanto en el desquiciamiento del andamiaje material de la sociedad, como en los sistemas de percepciones
y valores que otorgan sentido a la realidad y que la sociedad los afirma en su permanencia y desarrollo. Los signos
de la crisis, percibidos por Saint Simon a comienzos del siglo XIX, tomaron ritmos cíclicos al anunciarse
el progreso de la historia como una sucesión de épocas "orgánicas" y otras "críticas".
Con el desarrollo de la revolución industrial y la expansión planetaria del sistema capitalista,
el liberalismo, producto del racionalismo e ideología de una época "orgánica", cosificó
las virtudes de la educación, las insertó en el esquema positivista de la evolución social
y vio en ellas posibilidades ilimitadas de perfeccionamiento para el género humano.
Esta visión duró poco, duró hasta el momento en que la misma sociedad, beneficiaria de los
poderes de la educación, produjo el desmoronamiento de su fe en el progreso pacífico y sostenido.
Dos guerras mundiales, el surgimiento de la sociedad socialista, el fascismo con todas sus metamorfosis, la expansión
de las empresas transnacionales, la presencia y rebelión del Tercer Mundo, entre tantos otros hechos, prueban
que la educación formal, moderna y de bases científicas, no tiene las virtudes soñadas por
una burguesía optimista, ni se desarrolla en una época orgánica.
La situación actual obliga a plantear la cuestión de los valores en el marco de una crisis generalizada,
cuyos efectos alteran estructuras, articulaciones y procesos de la sociedad global. En esa alteración la
"crisis de valores", adentrada en los intersticios del tejido social, aparece especialmente vinculada
con la educación. A pesar de la abundancia de recursos, medios técnicos y modelos para toda circunstancia,
vivimos una crisis dual de la educación, dualidad que refleja, por una parte, las limitaciones y obstáculos
operativos de los sistemas; por otra, la distorsión del sentido que tienen los valores que dimanan del proceso
educativo.
Si bien la crisis de los sistemas educativos se refleja en todos los niveles y a escala mundial (Ph. Coombs, 1973),
sus alcances se hacen más agudos, más críticos, cuando se trata de la educación superior.
No sólo porque en este nivel educativo se enseñan y aprenden ciencias y disciplinas con las cuales
se asegura el dominio de la naturaleza y se contribuye al desarrollo de la sociedad, sino por sus resultados que
se traducen en el ejercicio del poder político y social, en el control de la producción y administración
de la riqueza social y en el enriquecimiento de la cultura. De ello se deduce que cargar con el peso de la "crisis
de valores" a la educación superior equivale a valorar los sistemas educativos, según el género
de vida que tiene la sociedad y en función de los satisfactores, bienes y valores que el sistema educativo
genera y reproduce.
En el orden axiológico, el problema principal de la educación es el de identificar y situar sus valores.
¿Cuáles son y dónde están? Ante la simplicidad de esta pregunta se han formulado múltiples
respuestas complejas. Sería tarea excesiva -al menos para este ensayo- pretender su identificación
y listar los innumerables valores contenidos en la educación superior; sin embargo, se puede afirmar que
están adscritos, principalmente, a los contenidos, métodos y objetivos del proceso educativo. Su
reconocimiento individualizado y su articulación en una estructura dinámica constituyen el campo
natural de una valoración cerrada, cuya dominante -representada por la dinámica de la estructura-
es insuficiente para explicar integralmente la naturaleza axiológica de la educación. Su discurso
cerrado y el uso reduccionista que de ella se hace influyen notoriamente para que la fundamentación de los
valores educativos se conduzcan por atajos doctrinarios e ideológicos, cuando no dogmáticos y especulativos.
Al margen de las implicaciones reduccionistas del discurso pedagógico, la educación es una actividad
genuina de la sociedad y se desarrolla en función de fines e ideales que no son exclusivos de la valoración
cerrada. Las necesidades, intereses y aspiraciones de la sociedad determinan el paso de la valoración cerrada
a la valoración abierta. Esto quiere decir que los valores se adscriben tanto a los componentes internos
del proceso como a las funciones y resultados sociales del sistema. Entonces se valoran las ciencias, las tecnologías,lasdisciplinashumanísticas
y, consecuentemente, los niveles formativos, las profesiones, las especializaciones y los recursos humanos formados
en este nivel educativo.
El paso de la valoración cerrada a la abierta implica la confrontación del proceso educativo con
la dinámica de la sociedad. Las fuerzas sociales e ideológicas, según sus intereses y proyectos,
y según sus articulaciones en la estructura del poder, determinan otras dominantes que en la valoración
abierta se integran con la estructura de la valoración cerrada. Las nuevas dominantes se reflejan en la
formulación de fines y objetivos, en la organización del curriculum y en el sentido que habrá
de tener la educación. No es casual que se establezcan modelos en los cuales se ideologiza el conocimiento
para darle el valor de componente principal del "status" social, como tampoco es fortuito que hoy día
se discuta la evaluación de los sistemas educativos en términos de "calidad de la educación"
y "excelencia académica". Ambos conceptos axiológicos están relacionados con la
valoración cerrada y abierta, respectivamente. Aislar a "la calidad" de los valores intrínsecos
del proceso educativo, o "la excelencia" de los valores extrínsecos de la educación, conduce
a los mismos riesgos doctrinarios e ideológicos de la valoración cerrada o a la elaboración
de una fórmula hueca y sin sentido, en el caso de la "excelencia académica".
Las nuevas dominantes no sólo proceden de los cambios que se producen en el entorno nacional, sino también
de los que ocurren en las estructuras de la ciencia y la tecnología, controladas por pocos centros de poder.
A consecuencia de ello, en países como los nuestros la enseñanza y la investigación se distancian
más de "la gran ciencia" o ciencia avanzada y de las tecnologías de punta, o siguiendo
radicales tendencias imitativas, experimentan cambios que no siempre traen el mejoramiento de una situación
dada. En esta situación, y otras semejantes, la cuestión de los valores asume características
significativas por la función que ellos cumplen en el proceso formativo de los recursos humanos (M. Carnoy,
1977).
II
Contenido
La expresión "escasez de valores" se refiere a la carencia de personalidades que destacan por
los valores que difunden y enseñan con el ejemplo de su vida o de su obra, y también se refiere a
un repertorio aparentemente disminuido y encubierto de valores que, por sí mismos, representan ideales,
pautas de comportamiento y alternativas u opciones en la vida diaria. En esta "merma" de valores la cultura
científica aparece como la gran culpable. A manera de un ángel perverso y exterminador, la razón
-fundamento irreemplazable de la cultura científica- ha derribado mitos y símbolos que perduraron
a través de siglos y milenios (E. Kahler, 1975).
Muchos valores tradicionales, incluyendo los de la cultura religiosa del feudalismo -predecesora inmediata de la
cultura científica de la modernidad- han tomado un segundo plano en la existencia individual y colectiva.
Si quedan otros valores "antiguos", el hombre común de nuestra época tiene la propensión
de eludirlos o a encubrirlos. Cuando la propensión se cumple, le parece que los valores se hacen más
escasos y que, por tanto, disminuyen las opciones de dar un sentido a su existencia. En el fondo, no se trata de
que los valores sean pocos, sino del ritmo de la vida moderna, predominantemente urbana y masificada, que obliga
a eludir o encubrir la apreciación de un mundo de valores renovado y ampliado por la sociedad moderna compleja
y contradictoria.
Eludir y encubrir los valores son respuestas defensivas, condicionadas por formas de vida que emergen en los desajustes
de la vida cotidiana. La crisis actual ha generado, entre muchas, dos formas de vivir que condicionan las respuestas
referidas. Una de esas formas consiste en vivir fascinados ante lo nuevo, estado emocional, que habitualmente se
manifiesta como un rechazo a la obsolescencia.
Lo nuevo alucina y deslumbra al punto de alucinar con la creencia de que el orden axiológico de la sociedad
actual, en ruptura con el pasado, tiene una sustentación propia. La fascinación ante los logros científicos
y tecnológicos, ante el poder de los medios de comunicación y las fuerzas irrefrenables del consumo,
es un estado propicio para propagar la creencia de que los valores, las ideologías y otras formas colectivas
de fe nacen de una cultura científica que se la imagina sin raíces en el pasado, y de un género
de vida ni siquiera intuido en el pretérito. Esta manera de suponer la presencia de los valores actuales
se asienta en la enorme capacidad de transformar el mundo y en la imperiosa necesidad de adaptarse a los cambios,
a los bandazos que da la historia de las cosas, de las ideas, de las naciones, que en el fondo es la historia del
hombre mismo.
Lo nuevo es el aspecto ostensible de una forma de vivir; el cambio es el fondo no visible de otra, la adaptación,
o estado de disponibilidad ante lo nuevo. Esta segunda forma de vida condiciona la disponibilidad de adaptarnos
al conjunto de transformaciones que convierten lo viejo en nuevo, o crean lo nuevo para transformarlo en novísimo.
En épocas de crisis el cambio es el tono de la época; por mucho que la crisis parezca estática
y que las cosas sigan como estuvieron ayer, la crisis determina que nos adaptemos a circunstancias siempre distintas.
En este proceso continuo, la conciencia, desestabilizada por sus adaptaciones sucesivas, no acierta a fijar los
valores que pasan ante ella como pasan las imágenes por una pantalla desajustada de TV.
La expansión creciente de estas dos formas genéricas de vivir no es un fenómeno aislado, ni
desprendido del proceso global que incluye otras formas modernas de vida. Sería difícil imaginar
-e imposible probar- el cambio continuo en la sociedad si no se contara con las ilimitadas posibilidades de la
producción, la información y el consumo. Producimos y reproducimos objetos materiales, bienes culturales
y objetos simbólicos en cantidades y variedades jamás previstas. La producción, eslabonada
con el consumo, crea lo nuevo para producir lo novísimo. Este enlace de transformaciones sucesivas, reforzado
por la información científica que se duplica cada quince años, constituye el alma de la revolución
científico-técnica, desatada por la razón y el desarrollo de las fuerzas productivas, pero
controlada por el poder del Estado y las grandes corporaciones públicas y privadas (J. K. Galbhaith, 1970).
Además de la elusión y encubrimiento, en la cuestión de los valores se presentan otros obstáculos
que proceden de la cultura científica. Uno de ellos es la estandarización o uniformidad masiva que
tienen las cosas y sus relaciones. Ante la masificación estandarizada de objetos la diversidad se hace obsoleta
y la comparación se reduce a un pasatiempo circular. No comparamos una cosa con otra cualitativamente distinta,
sino con una similar o sustitutiva y en nuestras opciones nos da igual que sea una u otra. De ello deriva que nuestra
preferencia -primer grado de aproximación al valor-, se vea orillada a la indiferencia propiciando el conformismo,
obstáculo incoloro que evita la valoración de las cosas y la apreciación de los valores.
La estandarización de objetos, procesos, técnicas, lenguajes, etcétera, permite "sistemizar"
conjuntos articulados en totalidades cerradas o abiertas. Según lo que significa este neologismo impuesto
por la cultura científica, todo cuanto existe dentro o fuera de la sociedad es susceptible de convertirse
en sistema, con la posibilidad de incorporarse al megasistema o sistema de sistemas, y así progresivamente
hasta llegar a la "sistemización" del infinito. Aun los valores, que por sus características
ontológicas son ajenos a una estandarización sistémica, caen en las redes de una virtual integración
en sistemas auxiliares, adjetivos o implícitos de esas totalidades.
El obstáculo mayor para la comprensión y apreciación de los valores es la razón cuantificadora,
"logos" insustituible de la cultura científica. Es indudable que sin el registro de cifras viviríamos
en la confusión y el desasosiego, pero también está fuera de toda duda que, sin valores, la
confusión y el desasosiego serían obsoletos ante las adaptaciones incuantificables de la ley de la
selva en sus modalidades de violencia y terror (J. Bronowski, 1968).
En el fondo de las determinaciones cuantitativas subyace el supuesto de que las cifras y las relaciones matemáticas
-además de llegar a las formulaciones de lo infinitamente grande o infinitamente pequeño- expresan
"objetivamente" los desequilibrios, las posibilidades y aspiraciones de la sociedad humana. En ese supuesto
-que aparentemente excluye la consideración de los. valores- está implícita una valoración,
una toma de posición frente a la realidad en función de valores que están en juego para conocerla,
utilizarla o destruirla. Los números tienen el valor que la ciencia descubre en ellos y también el
valor que les concede el hombre para sus fines e intereses.
La muda elocuencia de las cifras y sus relaciones parece imponerse aún en problemáticas ajenas al
cálculo y la medida. Su instrumentación induce a prever que la tendencia cuantificadora, sin fijarse
en diferencias cualitativas, seguirá reduciendo a cifras los fenómenos de la naturaleza y las creaciones
del hombre, entre ellas la educación.
Los logros obtenidos en la estandarización, sistemización y cuantificación de la economía,
la política y la información estimulan el propósito de que la educación también
figura entre dichos logros. Es obvio que esa pretensión se sustenta en la matematización de la capacidad
intelectual, en las estadísticas de la oferta y demanda educativa, en la cuantificación del aprendizaje
y en tantos otros aspectos susceptibles de cálculo, medida y proyección matemática, pero también
es obvio que esa pretensión no se inmiscuye todavía en las implicaciones axiológicas de la
educación. Esto quiere decir que la cuantificación, forma "sui generis" de valoración,
no tiene la rigurosa objetividad que reclama; al menos en materia educativa se le escapa la propia educación
como proceso formativo de valores y a su vez objeto de valoración.
III
Contenido
La sociedad concreta y determinada, la época histórica, los cambios económicos y sociales,
la estructura social y el poder político, los modelos y sistemas, entre otros, son factores que condicionan
las implicaciones axiológicas de la educación superior. Sin embargo, y a pesar de la influencia que
tienen de estos factores según su naturaleza y función, el más significativo es el tipo de
cultura que este nivel educativo conserva, reproduce y desarrolla. La presencia de este factor, es decisiva tanto
en los objetivos y métodos como en la formulación de sus fines, que -en materia educativa- es una
manera genérica de asumir una actitud ante los valores del conocimiento y la formación del hombre.
La enseñanza que se imparte en las universidades identifica a estas instituciones y otras afines como componentes
de un sistema articulador de la cultura científica. Los documentos declarativos y normativos, de carácter
estatal o institucional, expresan la fuerza sustentadora de este tipo de cultura como base y destino de la formación
científica y técnica. En los hechos, no hay institución educativa de nivel superior, pública
o privada, que no reclame para sí la misión de conservar los ideales del humanismo y de acrecentar
y divulgar los logros y valores de la ciencia y la tecnología en todas sus expresiones.
No obstante las diferencias de régimen político o la capacidad económica de los Estados y
las instituciones, las universidades incorporan los componentes científicos de la cultura contemporánea
a la formación del ser humano. Esto quiere decir que el hombre formado en la educación superior es
un portador de valores de la cultura científica. En sentido estricto, la cátedra universitaria, por
muy libre que se la considere, no es vehículo de supersticiones ni de pseudoconocimientos. El principio
de racionalidad de la cultura científica y la opinión académica obligan a que el conocimiento
impartido sea científico. La investigación irrestricta, libre y diversificada, por sí misma,
es una tarea científica. Aun si se ocupa de asuntos que por su índole carecen de esa característica
la investigación los convierte en objetos del conocimiento científico. La difusión de la cultura
y la ciencia, función controvertida en sus orígenes, desarrollo y propósitos, aspira a cumplir
los objetivos ya contenidos en su propia denominación. Cuanto más actual, moderna o avanzada se considere
una universidad, su papel articulador de este tipo de cultura será más congruente con el espíritu
de la época.
La dinámica acelerada de la cultura científica se manifiesta en el crecimiento exponencial de la
información y el conocimiento científico que "duplica el tamaño bruto de la ciencia en
periodos de diez a quince años" (D.J.S. Price, 1973) . A esta capacidad de crecimiento, condicionada
por el desarrollo de las fuerzas productivas y el empleo masivo de la inteligencia organizada, se agrega la institucionalización
de sus medios, estructuras y desarrollo. Ninguna forma cultural del pasado alcanzó los nivelesde institucionalización
que tiene la cultura científica de nuestro tiempo, salvo la cultura religiosa del feudalismo. La política
para la ciencia, los organismos e instituciones de carácter nacional, internacional y mundial, la asignación
de recursos, los sistemas de protección legal, etcétera, forman una trama densa y resistente que
tejen y sostienen los Estados modernos.
Su institucionalización ha generado fenómenos concomitantes que hacen de la cultura científica
un sistema de valores más complejo y avasallador, pero también fenómenos que debilitan y empobrecen
su sentido humano y libertador. La burocratización es uno de ellos y otro es el surgimiento de la tecnocracia.
Ambos fenómenos repercuten profundamente en la dinámica de la cultura, cuyo crecimiento, difusión
y reproducción son fases controladas por determinados centros de poder que se activan en países avanzados
y hegemónicos (J. M. Levy Leblond y A. Jaubert, 1980) .
La correlación de la cultura científica con la educación superior no descansa en fundamentos
apriorísticos. La memoria colectiva de la sociedad conserva aciertos y errores, experiencias, frustraciones
y proyectos que conforman el pasado. Aunque no queramos admitirlo, el presente está ocupado por un pretérito
que redimiéndose del olvido sobrevive en el tiempo. En esta sucesión irreversible, el presente "activa"
el pasado como el futuro "reactivará" el presente actual. En la historia de la sociedad, las artes,
ciencias, técnicas, religiones, filosofías, como productos de la cultura, tienen una tradición
cuya viabilidad asume diversas modalidades de continuidad y evolución para reformularse, mediante la educación,
en diferentes niveles y grados.
Desde tal perspectiva, la educación participa de la continuidad histórica de sociedades y culturas
específicas; en ciertas fases de desarrollo histórico, unifica esas entidades disociadas y diacrónicas
dándoles un sentido, o lo que es lo mismo, un destino compartido.
La cultura científica tiene raíces milenarias y sus fundamentos descansan en la razón y la
experiencia. El llamado conocimiento antiguo, la ciencia de los griegos, la doctrina medieval de la doble verdad,
el humanismo renacentista, la Ilustración, son etapas que ha recorrido para llegar a la etapa actual. Su
conformación definida, mas no definitiva, le pertenece a la sociedad moderna y burguesa establecida con
la expansión del sistema capitalista. Nuestros países, por su reciente incorporación dependiente
al sistema mundial, todavía no han aportado significativamente a su desarrollo. La división actual
del mundo en socialismo y capitalismo es la forma viable que ha encontrado la cultura científica para proyectar
sus logros y valores hacia el futuro. No obstante esta división, avanza con pasos acelerados convirtiéndose
en cultura dominante, cosmopolita, de la época actual.
La incorporación de la ciencia y la tecnología al proceso productivo es el aspecto medular de la
cultura científica. Este salto colosal de la historia, controlado por la capacidad del estado industrial
desarrollado y por las corporaciones transnacionales, ha asumido la fase expansiva de sus valores y símbolos.
Su expansión planetaria crea espacios cada vez más amplios para la circulación de bienes y
capitales, mano de obra masiva, recursos humanos de diversas calificaciones, servicios de distinto tipo y con ello
diversas formas de control de la sociedad. Estos y otros rasgos ya comentados en este trabajo le dan un sello estructurado
de cultura dominante y cosmopolita, situación que le permite unificar lo diverso e imponer un destino común
ante sus logros y desatinos. La probable y jamás deseada guerra atómica, incubada en la cultura científica,
podría ser su desatino fatal, o su logro onírico y catastrofista de mentalidades delirantes para
dar paso a una verdadera post-modernidad.
IV
Contenido
En el debate sobre la crisis de la educación superior -que es un debate sobre problemas parcelarios de la
cultura contemporánea- el tema de los valores tiene un nuevo sentido. Las estructuras más íntimas
de la concepción del mundo y de la existencia -fundamento de la educación en todos sus niveles y
tipos- han sido alteradas por los logros de una cultura científica. La estandarización, sistemización
y cuantificación de diversas manifestaciones de la vida moderna representan una ruptura de nuestras creencias
y sistemas de percepción de la realidad, ruptura que equivale a la alteración de nuestras valoraciones
de la naturaleza, de la sociedad y de nosotros mismos. De ello se deduce que el núcleo problemático
de los valores que dimanan de la educación superior no radica tanto en rutinas profesionalizantes y conservadoras
de carácter institucional, sino en las posibilidades de formar y confrontar nuevos sistemas de percepción
de su realidad histórica. En tal sentido, la cuestión axiológica de la educación superior
no puede pasar por alto las determinaciones específicas de la cultura científica y sus formas de
concreción histórica.
Vivimos en un mundo dividido no sólo por la "brecha tecnológica", eufemismo de la desigualdad
y la dominación, sino por múltiples fronteras visibles e invisibles, reales o ficticias. La sociedad
no sólo se divide en socialista y capitalista, sino que la humanidad -ante todo- está escindida en
sociedades desarrolladas y subdesarrolladas. Las fronteras marcan nuevos meridianos ideológicos para distinguir
el oriente del occidente en un mundo esférico, o marcan nuevos paralelos según los cuales se concentra
la riqueza en el norte y se esparce la pobreza en el sur. Con las fronteras el mundo ha cambiado al punto de que
ya no solamente se divide, se escinde o distingue, sino que ha devenido un sistema con capacidad de generar mundos
de primer, segundo, tercer y cuarto rangos. Esto recuerda a los dioses de culturas no científicas que creaban
a sus semejantes míticos para anclarlos en el tormento y la desesperación, o para expulsarlos de
sus dominios. Prometeo, Tántalo, Icaro, son ejemplos del poder mitológico de la ciencia.
Los sistemas educativos reciben la impronta de un mundo dividido; sus características nacionales o regionales
dependen de su respectivo régimen económico y social o de los niveles de atraso y dependencia. Sin
embargo, de manera paradójica, las fronteras -sin perder su rigidez- abren espacios para hacer más
viable la estandarización de sistemas y procesos del tipo de educación que necesita la naciente sociedad
postindustrial.
Actualmente la educación se ha convertido en preocupación generalizada y dominante. El Estado y las
instituciones enfrentan la necesidad de producir, distribuir y utilizar más educación, según
los requerimientos del desarrollo social y según la adecuación del ser humano a los nuevos valores
de la revolución tecnocientífica. Esta situación sin precedentes en la historia conduce al
convencimiento de que la educación es una tarea que compromete a todos. Los planes nacionales y los convenios
de carácter regional y mundial son indicios fehacientes de esta tendencia que, en el fondo, revela un criterio
de racionalidad histórica orientado a atenuar el choque de la modernidad con el atraso.
Los valores cuentan decisivamente en este empeño común y generalizado. Entre producir más
educación y producir más energía o más alimentos, hay una diferencia radical; la producción
material crea bienes para satisfacer las necesidades de la sociedad global, en tanto que producir más educación
implica la producción y reproducción de relaciones sociales incorporadas a la producción material
y espiritual de la sociedad; para decirlo en otros términos, implica la producción y reproducción
de valores que están contenidos en ese tipo de relaciones. Desde este punto de vista, una homogeneización
o estandarización de procesos y sistemas educativos, en su exclusiva formulación cuantitativa, trae
consigo efectos que alteran contenidos, métodos y objetivos de la educación superior y también,
por consecuencia, valores integrados en un género de vida.
El propósito de producir más educación estandarizada y sistemizada, en un mundo dividido por
la brecha tecnológica, induce a pensar que una tarea de las universidades -si no la principal- consiste
en no atrasar el tiempo que tienen sincronizado con el reloj de la cultura científica. Es obvio que esta
sincronización no implica uniformidad de hora, sino simplemente una sincronización de su diferencia
porque, normalmente, los sistemas educativos siguen a la ciencia elaborada por "los colegios invisibles"
(D.J.S. Price, 1973). En la eventualidad de que aumente la diferencia, se da por sentado que la educación
es obsoleta. En los hechos -especialmente en los países del subdesarrollo- el tiempo sistémico e
institucional ha estado y está sincronizado con un atraso considerable.
En el afán de abreviar esa "brecha cronológica" se recurre a la adaptación, forma
ostensible del cambio, para adecuar métodos, objetivos y contenidos a las modalidades del desarrollo científico,
pero ese esfuerzo, comúnmente, se reduce a ser una aspiración valiosa, heroica y de resultados relativos.
Los obstáculos son excesivos para que el ritmo del atraso pueda emparejarse con el ritmo de la ciencia avanzada.
En tal caso el esfuerzo cede ante la exigencia imperativa de la actualización, forma menor de la adaptación,
para que la enseñanza armonice la transferencia tecnológica con la transferencia de valores venidos
de afuera.
No obstante el realismo deprimido que prevalece en esa exigencia, la vía de su cumplimiento corre el riesgo
de hacerse irreal, ilusoria. En tal circunstancia, la adaptación pierde sus características factuales
y se convierte en un mito. Desde ese nivel de exaltación que le otorga el imaginario modernizador la exigencia
de "producir más educación" a cualquier precio, y con los patrones de un mundo dividido,
inspira sutiles mecanismos de dependencia educativa, o lo que es lo mismo, una dependencia axiológica que
no deja que la educación sea lo que debe ser.
Las diferencias de sistemas económico-sociales, el antagonismo irreductible del capitalismo con el socialismo,
o las relaciones desiguales y contradictorias de los países desarrollados y subdesarrollados influyen fuertemente
en las modalidades de la cultura científica; pero no evitan que ésta se instale en el centro de la
sociedad global. La disponibilidad de este tipo de cultura y su incorporación cada día más
determinante -más central- en la vida de las naciones, de los sistemas y de los hombres, ayudan a comprender
que en nuestro tiempo vivimos más historia que en cualquier otra época (A. Stern, 1964). Se hace
más clara la evidencia poco percibida de que la historia, actualmente, tiene tanta importancia para los
que la producen como para quienes, según las circunstancias, tenemos que sobrellevarla con sus crisis y
frustraciones, o con nuestras esperanzas y temores; asimismo, percibimos con mayor precisión el carácter
y las dimensiones de una cultura distinta de otras que registra la historia y que la vivimos en una época
cuyos orígenes son recientes.
En sentido estricto, "vivir más historia" no significa vivir más pasado; para decirlo en
términos menos crípticos, en la época actual significa ser testigo, actor o víctima
del poder de la ciencia, traducido en hechos y sucesos que, por la extensión y profundidad de sus efectos,
cambian las perspectivas de permanencia y evolución del género humano; esta circunstancia se corresponde
actualmente con la de ser productor o usuario de valores y bienes y también del poder de la cultura científica,
en cuya articulación y desarrollo participa el proceso educativo, y en particular la educación superior.
Si es acertado el señalamiento de que ahora se vive más historia que en otra época, de manera
análoga también puede afirmarse que vivimos más educación. La concepción actual
del mundo y el poder efectivo de transformar la naturaleza y la sociedad son bienes intangibles de la cultura científica.
En tal sentido, "vivir más educación" implica participar de un mundo complejo de valores
cuya estabilidad, o cuya crisis, está en relación directa con los cambios que se producen en el ámbito
de una cultura específica y central. Esta participación ya no es un supuesto de las finalidades de
la educación superior, sino un hecho real y cumplido por sus instituciones.
Una axiología específica, fundada en el análisis crítico del papel que tiene la educación
superior en el seno de la cultura científica, llevaría a una consideración objetiva de los
nuevos valores de este tipo de cultura y del poder de la ciencia en un mundo dividido y ya fatigado por una crisis
sin solución inmediata.
En esta fase de universalización de la cultura científica vale la pena preguntarnos sobre los valores
que dimanan de los sistemas educativos. ¿Qué tipo de valores están en juego cuando se descubre
el poder irrestricto del conocimiento? ¿Puede el conocimiento -raz y fruto de la educación- conducirnos
al bien, o a la virtud, como se pensaba antes? ¿Los valores que valen para el hombre común, "valen
efectivamente" para el hombre educado, humanista o tecnócrata? ¿Cuál sería la
estructura de valores en un deseado sistema educativo? ¿El poder que otorga la educación es un valor?
Las preguntas pueden seguir indefinidamente; resolverlas corresponde a la reflexión axiológica.
No es nuevo el cuestionamiento de los valores en materia educativa. Sus raíces proceden de la Grecia clásica
y sus frutos empezaron a sazonar en la época turbulenta de instauración de la ciencia moderna. Ahora
que vivimos más historia, por tanto más crisis con valores menos estables, ya no se trata de ver
en la educación un camino hacia la virtud, o la virtud misma, como pensaba Sócrates, sino de reconocer
en ella un instrumento de poder, o el poder mismo, como proponía Bacon en sus aforismos ya clásicos.
Una axiología específica de la educación superior podría delimitar -o entrelazar- las
órbitas de la virtud y el poder; mas, el poder del conocimiento no tiene la simplicidad cristalina de los
aforismos, sino la densa complejidad de su estructura y de sus consecuencias históricas y sociales. Por
ello, en una reflexión crítica, el poder de la eduçaçion -por el uso que de él
se hace- será siempre objeto de valoración; pero no un valor. Esta consideración podrá
ser útil en la armonización de los ideales del humanismo contemporáneo con los valores de
la cultura científica, cultura del poder, en cuyo ámbito se desarrolla la educación superior.
AUTORES REFERIDOS Contenido
BRAMELD, THEODORE, La educación como poder; Ed. Trillas, México, 1967.
BRONOWSKI, J., Ciencia y valores humanos; Ed. Lumen, Barcelona, 1968.
CARNOY, MARTIN, La educación como imperialismo cultural; Siglo XXI, México, 1977.
COOMBS, PHILIP H., La crisis mundial de la educación; Ediciones Península, Barcelona, 1973.
GALBRAITH, J.K., El nuevo Estado industrial; Ed. Ariel, Barcelona 1970.
LEVY LEBLON, J.M. y JAUBERT, A., (Auto)crítica de la ciencia, Ed. Nueva Imagen, México, 1980.
PRICE, D.J.S., Hacia una ciencia de la ciencia, Ed. Ariel, Barcelona, 1973.
STERN, ALFRED, La Filosofía de la Historia y el problema de los valores; EUDEBA, Buenos Aires, 1963.
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