POR UNA CARTA MAGNA DE LAS UNIVERSIDADES EUROPEAS

GIUSEPPE CAPUTO

  La idea de una Carta Magna de las Universidades Europeas nació en forma espontánea cuando la Universidad de Bolonia, se preparaba para celebrar su noveno centenario e invitó a las más antiguas universidades a considerar el aniversario como la fiesta de todas las universidades.

Celebrar los 900 años de la universidad más antigua de Europa no sólo significa conmemorar sus 9 siglos de existencia, sino, principalmente, el nacimiento y desarrollo de la idea misma de universidad, que todavía hoy es nuestra herencia común. Este patrimonio surgió de principios que constituyen las fuentes de desarrollo de un sistema que se sostiene por su propia lógica y ha fundamentado la universidad de hoy y de siempre. Entonces, ¿por qué no poner por escrito esas ideas fundamentales, hasta ahora confiadas sólo a la tradición y a la vida cotidiana de las instituciones de enseñanza superior? ¿Por qué no codificar esos principios idénticos por doquier, a pesar de la variedad de formas que asumen las universidades en su realización concreta? ¿Por qué no redactar una Carta Magna de las Universidades, una especie de constitución que les pueda servir de bandera, y también de barrera contra las acechanzas del poder?

Claro que la operación era y sigue siendo ambiciosa, pero la redacción de cartas que codifican los derechos acompaña siempre a todo proceso constitutivo. En la actualidad, Europa transita por una nueva fase, no sólo porque en 1992 caerán las trabas proteccionistas entre países de la comunidad, en provecho de un mercado único europeo, sino porque en la búsqueda de nuevos caminos de unificación, fuera de los límites estrechos en que la han encerrado los acontecimientos geopolíticos, Europa busca el contacto de todos sus pueblos europeos, y en particular de los del Este, que no forman parte de los doce.

Al constituirse la Comunidad Europea, el camino de integración más directo y menos accidentado parecía ser el de la economía. Por ello se redactó el Tratado de Roma que dio cuerpo a esa institución fundamental que es la Comunidad Económica Europea. Sin embargo, hoy en día, captamos los límites y tomamos conciencia de la inadecuación de las vías económicas, convertidas a menudo en caminos sin salida. Construir Europa significa en primer lugar formar ciudadanos europeos, es decir, personas que reconociéndose con una identidad y una vocación cultural común puedan imponer a las autoridades de sus estados los sacrificios indispensables y las limitaciones de soberanía necesarios para la integración. Europa será ante todo la Europa de los pueblos y de las culturas.

Hubo un tiempo en el que la Europa de la cultura no era un término vacío, el tiempo precisamente de la sucesiva aparición de las primeras universidades (Bolonia, París, Oxford, Salamanca, Praga o Heidelberg) deseosas de iluminar la oscuridad de la Edad Media. Estudiantes y maestros se trasladaban libremente de una ciudad o país a otro y, así como las rutas sagradas llevaban a los peregrinos de la fe a Roma o Santiago de Compostela, los caminos de la ciencia conducían a los mensajeros del saber hacia esos nuevos templos seculares que eran las universidades.

Con el surgimiento de los estados nacionales que respondía a innegables exigencias del progreso, esta república ideal del saber se vio reducida a pedazos. La obra de Erasmo de Rotterdam fue el último canto del cisne sobre las cenizas de la gran catedral en ruinas. Revivir hoy este espíritu antiguo nos ayudará a plasmar una Europa nueva. Por tanto, la universidad, como guardiana de estos tesoros del humanismo europeo, debe tomar la iniciativa de un cambio radical de orientación.

La universidad no puede guardar este legado en sus archivos o en una caja fuerte como se haría con un precioso manuscrito del pasado; no debe esconder su luz bajo el candelero, sino ponerla en alto y hacerla resplandecer para todos. Es por ello que una Carta Magna de las Universidades, proveniente de las universidades como instituciones autónomas y reafirmando solemnemente los principios de la universidad en la ciudad misma que la vio nacer, debería constituir no sólo un gesto de gran alcance simbólico, sino también el comienzo de un proceso de cambio real en la sociedad.

La libertad de investigación, la libertad de enseñanza, la indisolubilidad del lazo entre docencia e investigación y la autonomía universitaria parecen principios evidentes e indiscutibles. Sin embargo, el observador atento nota su fragilidad en la Europa contemporánea, ante los embates constantes a que los somete el poder. Ahora bien, las universidades carecen de armas -a veces incluso de voz- para hacerlos valer. Sin embargo, pueden superar la debilidad de las manos endurecidas del escritor o la fatiga de los ojos constantemente inclinados sobre el microscopio y los trabajos del laboratorio, uniendo sus fuerzas para defender conjuntamente su razón de ser.

Por supuesto que cuando hablamos de consolidar una identidad frágil, pero consistente, no nos referimos a la universidad como recinto de profesores sino a su existencia como comunidad de maestros y estudiantes, como lo era en la Edad Media. Para lograrlo es necesario que el humanismo europeo acoja los nuevos valores que con sobrada razón sustentan las generaciones actuales; interés por la defensa del medio ambiente y el respeto a la vida, y respeto para las otras culturas en un momento en que el mundo avanza hacia una integración cada vez más rápida y profunda.

Son éstas las referencias de las que parten los redactores de la Carta Magna de las Universidades Europeas: transcribir los valores tradicionales adaptándolos a las exigencias del presente.

Habrá quienes señalen que los principios de la Carta Magna son generales y evidentes, pero lo propio de todas las constituciones es la utilización de un lenguaje noble para indicar algunos grandes objetivos que trascienden la vida de una sola generación. ¿Quién se atrevería a decir, sin temor de ser desmentido, que los tres grandes principios de la Revolución Francesa, "Libertad", "Igualdad", "Fraternidad", eran generales y vagos? Conmovieron a Europa en lo más profundo de sí misma, porque la formulación de ciertas palabras, puede cambiar la faz del mundo para siempre.

Según otros, estos principios descansan solamente sobre los frágiles hombros de los sabios, y volarán como cenizas barridas por el viento sin piedad. Pero en el torbellino de la historia aún los hombres del poder deben sujetarse a los valores.

Si trescientas, cuatrocientas o quinientas universidades firman ese texto demandando, sencillamente, pero con reciedumbre, el respeto de los principios que las identifican, los gobiernos deberán inclinarse ante el peso del saber como ocurrió en otro tiempo en Bolonia.

Federico Barbarroja solicitó a cuatro doctores de la universidad argumentos jurídicos que legitimaran su poder y a cambio otorgó a la institución privilegios e inmunidades académicas según consta en la Autentica Habita de 1158. En 1326, la Comuna de Bolonia tuvo que confirmar esas libertades a raíz de una escisión de maestros y estudiantes. Más aún, los papas de la Edad Media rendían homenaje al Studium enviando a los profesores y estudiantes de Bolonia sus codificaciones de derecho para que las profundizaran y reunieran así ciencia jurídica y poder.

Sin embargo, la Carta contiene un imperativo categórico dirigido más a las universidades que a los propios estados. Se trata del artículo cuarto de la segunda sección, la de los "medios". Dicho artículo subraya que para construir la Europa de las universidades es necesario lograr una completa movilidad de maestros y estudiantes europeos, lo que implica la equivalencia del estatus profesional otorgado por los exámenes y los títulos. Para llegar a ese punto habrá que incidir en los sistemas jurídicos nacionales o de la comunidad y desplazar viejos obstáculos a la independencia universitaria que datan de la época de los absolutismos de Estado, napoleónico o posnapoleónico.

La verdadera palanca de la movilidad descansa en la autonomía de las universidades, plasmada en los acuerdos realizados entre ellas. Este artículo pretende ser principio normativo, es decir, punto de partida de un largo proceso de reflexión y de creación. Las universidades por iniciativa propia pueden establecer las condiciones de reconocimiento si no de homologación de sus currícula de formación, por no hablar del estatuto del personal docente.

Sobre todo las universidades europeas deberían apoyarse en la Carta para hacer surgir un movimiento capaz de proponer decisiones Valerosas a un poder a veces tímido e indeciso.

Este fue el caso del proyecto Erasmus; cuando todo parecía perdido por desconfianzas políticas, la conferencia de rectores convocada en Lovaina en 1986 por el rector Dellemans, representó la carta maestra de los amigos de Europa para reanudar el proyecto en la Comunidad Europea. Es un ejemplo que debe meditarse, pues debemos preparar el día en que todos los estudiantes europeos (y quisiera poder decir tanto del Oeste como del Este) puedan pasar por lo menos un año de su periodo de formación en uno o dos países de Europa diferente al suyo; vivirán su vida universitaria, se impregnarán de su cultura y aprenderán así a pensar en términos europeos.

Es un proyecto difícil y, en cierto sentido profundamente revolucionario, pero es el único futuro posible para las próximas generaciones de europeos. Y ese futuro es nuestra responsabilidad.