EDUCACION, SOCIEDAD Y CULTURA: EL SENTIDO DE LA UNIVERSIDAD EN UNA SOCIEDAD EN CRISIS

Jorge Max Rojas(*)
(*) Coordinación General de Apoyo a la Extensión de la Cultura y los Servicios. ANUIES.

  El país, pero no sólo este país, se adentra en tiempos arduamente difíciles. No es pecar de exagerados si se afirma -y se parte de ello, en consecuencia, para todo nuestro hacer cotidiano- que estamos a las puertas de una crisis cuyas raíces calan más hondo de lo que hasta hoy se supone y que habrá de traer consigo, por las buenas o por las malas, cambios drásticos en lo que ha sido nuestro "modo de vida", sea éste individual, nacional o como especie.

Triple crisis, mejor dicho, al menos en su manifestación formal, privativa no sólo de México sino que, en cada caso con sus características peculiares, se expande en escala planetaria, al margen de fronteras nacionales, sistemas políticos o económicos, creencias religiosas y fantasmas ideológicos, más allá, incluso, de la buena o mala voluntad de las élites mandantes; crisis que afecta por igual a las instancias objetivas en que el hombre "moderno" basó su comodidad y sosiego, pero que afecta, también, en un movimiento en el que causa y efecto se confunden, a su idea del mundo, a su subjetividad específica, al mundo, en suma, entendido como hecho de cultura.

Así, nación, estado, iglesia, familia, economía, sociedad, entran hoy en trance de quiebra o, cuando menos, en la puesta en duda radical de su utilidad y servicio, pero también la idea individual que de sí, y de los otros, de su hacer cotidiano en el mundo, los ideales y creencias en que se basó nuestra existencia, se hallan hoy igualmente en estado de quiebra. No nos sirven ya, o malamente nos acomodan como muletas para evitar caernos, pero ese cuerpo de creencias, ese andamiaje ideológico que hasta hace poco fue el basamento de nuestra común visión del mundo, nuestra cultura, carece ya de respuestas válidas para el hombre de nuestro tiempo." El repertorio de nuestras posibilidades vitales", que diría Ortega (Rebelión, p. 59).

De aquí que la incultura sea el hecho "cultural" más destacado de nuestro tiempo; una incultura, para peor, que no sólo se amplifica y se expande, socialmente, a velocidad aterradora, sino que, en tanto y cada vez más los marcos de referencia que hubieran podido permitirnos ubicar la raíz del problema se diluyen, va convirtiéndose, de modo "natural", en la cultura. Pero, esta "cultura", espuria de raíz, impuesta -por decirlo de algún modo- desde afuera, no nos sirve de nada, o de muy poco. Se soporta, pero no se vive; no puede vivirse, aunque se quisiera, justamente por su extrañeza.

Está y me es dada -y no a gotas sino a borbotones- pero, aun aceptándola como la cultura, se queda ahí, en mi externidad, en mis afueras, como pegoste o, si se prefiere, como adorno; carece de raíz, es volátil y veleidosa, en suma. Por ello puede, cuando mucho, pasmarnos, pero ni nos nutre ni nos arraiga sino al contrario: desarraiga. Y, lo que es más grave, este desarraigo se traspasa, acrecentado, a las nuevas generaciones. Se traspasan a ellas, también, la desorientación y la desubicación, la inseguridad más radical en que ahora nos movemos, o no nos movemos, mejor dicho. Es lo de menos porque, a fin de cuentas, esta "cultura", este modo de vida es, si no el que nos merecemos, sí, al menos, el aceptado, sin mayores cuestionamientos. La insatisfacción vital que nos provoca, la inseguridad, también vital, en que nos sitúa, la nula posibilidad de futuro que nos plantea, no son, al parecer, elementos suficientes para hacernos salir de nuestro pasmo.

¿Por qué y en qué -y para qué- había de educar la educación, si la cultura no proporciona ningún elemento válido para ello? Válido: quiere decir vital; quiere decir sentido y vivido hasta la entraña. Y nada hay de eso: las ganas de vivir, las ansias de hacer mundos, parecieran, ya, definitivamente idas. La educación, pues, no educa. No podría hacerlo, tampoco, aunque quisiera. Carece de bases, de sustrato, de fundamentos; de marcos de referencia, al cabo; de cultura, para decirlo pronto. Informan, ¿luego? Este "luego" y el vacío cultural y social que, a partir de ahí, ha venido conformándose y que es, sin lugar a dudas, la causa principal de esta crisis, no preocupa a nadie. Nosotros mismos borramos toda idea del futuro y, ya con la conciencia tranquila en cuanto a que no habiendo mañana no hay que preocuparse por construirlo, nos aferramos a un hoy cada vez más deshecho.

Triple crisis, pues, reducible a una sola: de fundamentos; de pérdida o de extravío de nuestro hacer en el mundo; del qué es lo que se hace y por qué y para qué. De aquí, en rigor, se desprenden las otras: una, estructural, "histórica", de largo plazo, de movimiento lento y subterráneo que opera más bien en el aún inexplorado campo de la mentalidad social, y que arrastra consigo cambios profundos en las actitudes y expectativas de cada grupo; crisis, en suma, del "modo de vida", de la cultura que la modernidad trajo consigo. Coyuntural la otra, de corto plazo, económica y financiera en sus más brutales manifestaciones, pero cuyas raíces se hunden en las deformaciones que la modernidad indujo en la estructura social, y que hoy revierten a esa misma sociedad como de raíz no estrictamente económica sino social, esto es, como problemas de estructura y no de coyuntura. Cierto es que la autonomía lograda por la esfera de lo económico, así como el hecho de que su poder decisorio se encuentre concentrado en muy pocas manos, y que su lógica no sea la misma en que la sociedad se desenvuelve, dificulta no sólo la comprensión sino la posible solución del problema, esto es, modificar el horizonte de expectativas que ahora no actúa sino como multiplicador de esos problemas. En tanto el actual modelo prosiga, la crisis económica en que el país -pero no sólo este país- se debate, no hará sino profundizarse hasta colocarnos en una situación de sobrevivencia, como nación y como sociedad, sobre todo por la falta de respuestas viables ante el hecho del retroceso de los (falsos) niveles de crecimiento hasta hoy alcanzados. De un modo o de otro, esto implica el fin de buena parte de las expectativas que la modernidad trajo consigo, vinculadas, muchas de ellas, a la expansión de la educación superior y al consiguiente crecimiento de los sectores profesionales intermedios, y que aún subsisten, como ideales fácilmente alcanzables para las grandes mayorías. La imposibilidad en que estamos de ofrecer alternativas viables a lo que puede ser una frustración colectiva de incalculables proporciones, y más aún en lo que a la juventud respecta, no es sino una clara muestra de lo irrazonable que una razón carente de sentido como la nuestra puede mostrarse. Esto es, sin embargo, y aun reduciéndolo al campo específico de la educación superior, signo de hasta qué callejones sin salida puede llevarnos la idea moderna del "crecimiento ilimitado".

Los factores económicos que han precipitado la actual crisis de coyuntura tienen todos los visos de convertirse en permanentes. El fantasma del subdesarrollo ha dejado de ser tal para asumirse de cuerpo presente, y tal vez para siempre, lo que no sería, desde luego, ninguna catástrofe. A fin de cuentas, el del "desarrollo" no es sino uno más de los innumerables mitos en que estamos encajonados, y su derrumbe, si es que podemos adaptarnos a ello, puede sernos, en tanto conjunto social, más benéfico que dañino.

De no ser esto, de insistir, como sociedad, en la reproducción de un modelo por completo agotado, no cabe duda que a las dificultades propias de una situación como ésta, habrá que agregar las que esa misma sociedad provocará, en la medida en que sus expectativas de "desarrollo" y de "progreso" individual se vean cada vez más frustradas. En nuestro ámbito, el del desempleo profesional es un problema que tiende a agravarse en forma creciente y, sin embargo, poco es lo que se hace (o lo que puede hacerse, mejor dicho, puesto que su propia lógica lo ha convertido en un problema de no fácil solución), ya no para resolverlo sino para preverlo: ¿qué se hará ante el creciente número de egresados de nuestras instituciones de educación superior y ante las cada vez menores oportunidades de empleo remunerado, en relación con las expectativas generales?

La desmesura de la razón a punto de ser desbordada por su propia desmesura. No hay catastrofismo en esto. Por el contrario, la única posición esperanzadora que hoy cabe asumir es, justamente, la de calar hasta sus últimas consecuencias en las causas reales que nos han traído hasta este punto en que los acontecimientos parecen estar llegando al límite en que aún la "razón" pueda comprenderlos y actuar sobre ellos. Pero la "razón" está, ella misma, en crisis; de aquí, como dice Pedro Salinas, "el mayor despropósito de nuestro días: que la razón, inventora de la medida, presunta operaria del orden, se especialice en la producción de monstruos. Que el más precioso e indisentible modo de razonar, el científico, acaba en brindarnos /.../ la bomba atómica, la gran manzana del pecado original de nuestro paraíso moderno. El homo rationalis se rodea de atrocidades, de disparates, y los contempla embobado".(1)

(1) Pedro Salinas. El defensor, p. 120

La crisis de la modernidad no es sino la crisis del (falso) modelo de desarrollo a que el país fue inducido, del "modo de vida" que la sociedad nacional adoptó como suyo. Su quiebra es la de la sociedad misma, la de sus instituciones, incluyendo a las de educación superior y de lo que debiera ser y no es un lenguaje común. Crisis económica, o que vemos y sentimos primordialmente en sus aspectos económicos, en tanto que hemos hecho de lo económico lo esencial de ese "modo de vida", pero que es, ante todo, social, y que requiere, en tanto esto, de alternativas que, sin excluir, desde luego, lo económico, apunten más al diseño del "modo de vida" que debe suceder a éste.

Aun estando ellas mismas "en crisis", toca a las instituciones de educación superior un papel de importancia en la búsqueda y diseño de estas alternativas al modo de ser, hoy en quiebra, que ha sido la nación hasta ahora. En país -pero no sólo este país- se acerca a lo que, sin falsos pesimismos, podría llamarse una "situación de sobrevivencia", y en la que a

gusto o a fuerza habrán de sucederse cambios drásticos en la forma y el fondo de la sociedad que la integra, pero que no está, por desgracia, preparada para ellos; que aún permanece a la espera de que sus expectativas de movilidad económica y social se vean cumplidas. Por lo pronto, y en el largo plazo, tales anhelos están sentenciados a frustrarse.

Por haber sido la educación superior uno de los canales preferentes para la movilidad, e incluso un requisito indispensable para el ingreso en el sector "moderno" del país, su crecimiento desmesurado, en sí mismo loable, pero sin sentido cuando se le contrapone la realidad nacional, amenaza con llevarlo a un punto muerto. No es posible que prosiga su expansión desorbitada, pero tampoco frenarla bruscamente: el hecho es que el país real soporta ya una sobrecarga de profesionistas que esa realidad no requiere, y seguirlos produciendo sin sentido puede llevar a que el tenso equilibrio que ahora apenas se soporta se quiebre de repente. La conciencia de ello debe llevar a las instituciones de educación superior a revisar a fondo cuál es y cuál debe ser su función en estos tiempos, y a comunicarla. No es, de otra parte, un problema nada más cuantitativo, sino también, y sobre todo, cualitativo, y no de orden meramente académico, sino social y humano: no hay nada más riesgoso que un individuo o una colectividad frustrada en sus (aparentemente) más elementales deseos, y el del título (universitario o no) y de un status económico y social (supuestamente) acorde con los estudios realizados son, hoy por hoy, deseos que, casi sin excepción, todos quieren ver realizados. Esto, sin embargo, a partir de ahora empieza a ser imposible de cumplirse.

Era, para decirlo de alguna manera, una "moda" que la modernidad impuso, y el final de ésta arrastra, por necesidad, a aquélla. ¿Qué hacer ahora?

La "modernidad" supuso, para nuestro país, en lo social y económico, nuestra inmutable permanencia en el "subdesarrollo". Entiéndase por esto lo que quiera entenderse, lo evidente es que el precio ha sido demasiado caro; no hubo -ni podía haberlo- desarrollo autónomo en lo económico, donde quedamos a nivel de empresa maquiladora para las grandes trasnacionales, pero sí se provocó, en lo social, un cataclismo cuyas primeras repercusiones empiezan apenas a verse ahora, y que encuentran en la violencia cotidiana, en las masas pauperizadas que se hacinan en las grandes ciudades y en la pérdida de sentido de todo nuestro quehacer cotidiano, su expresión más concreta. Hasta ellas llegaron, por la deformación misma que siguió la estructura social, las expectativas sin límite que un futuro de bienestar y progreso también ilimitado se complacía en darles. Sólo obtuvieron, sin embargo, promesas. Los despojaron y nos despojaron -a la vez que dejamos que nos despojaran de toda identidad y de toda raigambre, y hoy no somos ya ni nación ni sociedad ni nada. Cierto: los medios masivos de comunicación -la televisión, principalmente- desempeñaron en esta tarea desnacionalizadora y apaciguadora de los verdaderos intereses nacionales, un papel de importancia. Lo verdaderamente grave, sin embargo, fue la impunidad con que lo hicieron, la nula resistencia que encontraron en su tarea.

¿Qué educación y qué cultura se requieren para mover a una sociedad en un sentido en el que muchos de sus valores y actitudes ante la vida tienen que ser derruidos por ella misma? Porque para lograr estos cambios se requiere de una educación y una cultura -una forma de vida- que vaya mucho más allá de lo que una educación formal escolarizada, por óptima que sea, no bastan para conformar ni la nación ni la sociedad que hacen falta.

Subdesarrollo económico (¿qué es eso y con qué se mide?) y cansancio. hartura social. ¿Qué mensaje puede dársele a una sociedad, a un país en esas condiciones?, ¿y de qué modo dárselo para que al menos contribuya a conformar los mínimos rasgos de identidad precisos para cualquier acción de conjunto?

Ahora, si es que algo puede hacerse todavía, los principales obstáculos que habrán de enfrentarse serán, justamente, la apatía y el cansancio para, siquiera, saber si hay alternativas, en qué consisten éstas y cómo podrían llevarse a cabo. Porque no tenemos ni la sola idea de qué hacer para salir de la trampa.

Esto, de un lado, porque en tanto las miserias y las grandezas de la modernidad han sido asumidas por la sociedad como el "modo de vida" deseable, se hace necesario romper -y substituir por otros- los patrones rutinarios del comportamiento social y, desde luego modificar los que hasta hoy han sido patrones de comunicación social. Aun en esto, el subdesarrollo cultural amenaza ahogarnos. No sólo hemos devenido en maquiladoras de mercancías sino también de ideas, y ha sido esta aceptación de moldes por completo ajenos a nuestra realidad lo que nos ha incapacitado para generar un desarrollo (económico, social, cultural) autónomo, propio.

Se trata, pues, de ahora en adelante, de crear, en lo material y lo cultural, las bases para que esa autonomía pueda desarrollarse plenamente. No hay que olvidar, de otra parte, que este mismo proceso desnacionalizador tiene también causales internos que deben modificarse, en tanto sea posible hacerlo, pues las reales tendencias previsibles hacia una disolución de las estructuras sociales existentes nos colocan ante el riesgo de una ruptura nacional de imprevisibles consecuencias.

Es en este sentido donde la consolidación de aquellos elementos que permitan reforzar las (posibles) señas primarias de identidad se generen en el nivel de la ciudad, el del municipio o de la región, adquiere su vital importancia. No en balde uno de los signos de nuestra época es el del regreso a, o el resurgimiento de, las unidades primarias de relación social. La aldea planetaria" parece des-planetizarse por instantes y volver nuevamente a su condición de aldea, y la nación-estado no puede escapar a esta tendencia histórica; aquí se hunden las raíces de las causas internas de la pérdida del sentido nacional en que estamos inmersos, como parte que es de una crisis histórica, y de una crisis de fundamentos.

Esto no obsta, sin embargo, para permanecer indiferentes ante ello; pero sí que es necesario atacar las raíces del problema y no sus meras manifestaciones formales. De nueva cuenta, al sistema educativo nacional en su conjunto, pero específicamente a las institucciones de educación superior, debe corresponderles la profundización en esta problemática y su divulgación, en tanto sólo comprendiéndose (y actuando) nacional, comunitariamente, podrán sentarse las bases para la posible solución común del problema; esto es, que la nación sea, en verdad, un proyecto colectivo a futuro.

Una vía es, efectivamente, que las diversas "naciones" que coexisten en la nación mexicana puedan desenvolverse como tales, hacia sí mismas, en su primaria identidad, antes que nada; regionalización, o "nacionalización", más vital que emanada de cualquier escritorio en el centro de la República, y vital, además, no sólo porque corresponda a una obligada vecindad geográfica, sino a un sentido y un destino comunes ante problemas semejantes.

Es -o puede ser- el caso de nuestra frontera norte. No sólo es el linde entre dos mundos -el "desarrollado" y el "subdesarrollado", por decirlo de alguna manera, -y, en el que aquél ha desempeñado para éste el papel de un espejismo obsesionante, sino que este "mundo", el centro de México, ignoró hasta hoy la existencia, con sus identidades específicas, de otros "países", en rigor, dentro del país llamado México.

Ese "olvido" del norte ocasionó, en el siglo pasado, la pérdida de la mitad del territorio nacional. Si bien puede ser cierto que -según se dice- la historia nunca se repite, no menos cierto es que en muchísimas ocasiones sí presenta semejanzas terribles con su propio pasado. Hoy tal vez no haga falta el despojo físico; basta y sobra con el que se ha consumado en la esfera íntegra de nuestra vida cotidiana: en lo económico, lo social, lo cultural; basta y sobra la cancelación efectuada para un pensar autónomo sobre nuestras necesidades y carencias y las vías para enfrentarlo, para que nuestra situación de "colonia" quede, en lo real, manifiesta. Y de lo que se trata es de sacudirnos esa mentalidad del colonizado que actúa, cuando lo hace, no en función de su realidad sino de la que le es impuesta desde afuera, o, para peor, la que él cree que agrada más a sus amos. El "modo de vida", la visión del mundo, en suma, la cultura en tanto totalidad coherente peculiar a este conglomerado humano llamado sociedad mexicana, su realidad que el mundo moderno impuso cano si fuera la nuestra (que esto es, a fin de cuentas, el coloniaje) es lo que tenemos, por necesidad, que recuperar, o que crear, en su caso, como vía única para enfrentar esta crisis.

Esta recuperación, esta creación de esa identidad hoy en trance de perderse, ese rehacer el "modo de vida" nacional (entendido como el "hacer-se" de cada una de las "naciones" que nos integran) implica, por lo demás, hacerlo en todas y cada una de las áreas en que la existencia de la nación se ha visto y se verá afectada: historia, economía, sociedad, cultura, educación, tendrían que ser objeto a la vez que sujetos de ese cambio, de esa tranformación radical de sus propios supuestos y, por tanto, de la de sus fundamentos, al igual que ciencia y tecnología, medios masivos de comunicación y agricultura, por citar algo; todo, en suma, lo que conforma el hacer nacional cotidiano y que hoy, a la luz de los hechos, no es sino una imagen deformada que se proyectó en un espejo igualmente deformado.

Pero esto exige, y más en épocas de crisis, saber que se es, individuo, región o nación, y qué se quiere ser, en el marco real del futuro que viene. Las instituciones de educación superior del país tienen aquí la tarea de coadyuvar a ese diseño del país del mañana, y a su propio futuro en tanto instancias educativas, que por necesidad tendrá que ser un país por completo distinto del que las (falsas) expectativas que un "desarrollo" y una "modernidad" ya inalcanzables, hasta hoy bosquejaron. Un país más en sí y hacia sí, basado en sus propios recursos y posibilidades, no que rechace lo que viene de afuera pero sí que, en vez de la calca indiscriminada, seleccione aquello que en verdad lo nutra, no lo indigeste; una comunidad, sobre todo, capaz de crear, de inventar sus propias formas de existencia común, en lo regional y en lo nacional, de su economía, de su historia, de su sociedad, de su lenguaje, su inserción en lo nacional de la economía, de la cultura, etc. Entonces sí, el país necesario, el país real, por tanto, saldrá del subdesarrollo, del coloniaje. También lo harán, en relación con un centralismo que ha actuado hasta hace poco como un colonizador interno, las distintas "naciones" que conforman México.

"Ante el trance de tener que abandonar la nociva pedagogía rígidamente nacionalista del siglo XIX se ha caído, para no frustrar la personalidad del niño, en el extremo igualmente nocivo de permitir que el niño haga, al fin de cuentas, lo que quiera. Y si dejamos de lado ahora la consideración de las profundas consecuencias que tiene y seguirá teniendo en Occidente este hecho de que a sus miembros en trance de incorporarse a la vida activa de la comunidad no se les imponga, mediante la transmisión de una Weltanschauung, una concepción del mundo, el marco dentro del cual deberán moverse para no contraer un destructor Weltschmerz, un dolor del mundo, y nos preguntamos en cambio la razón por la cual la comunidad ha desistido de transmitir a sus hijos esa concepción del mundo que los protegería y los impulsaría, la respuesta, simple y desoladora, es la de que la comunidad occidental carece hoy de una concepción del mundo que le parezca válida para ser transmitida. En efecto, en el centro de un torbellino que va destrozando uno a uno los valores sobre los que se asentaba la antigua concepción y ante la cerrada negrura de un futuro excepcionalmente imprevisible -salvo en la medida en que la imaginación opte por iluminarlo con los fogonazos de una guerra atómica que aniquilaría al género humano-, ¿qué consejos sobre el camino, qué nociones puede Occidente dar hoy con honestidad a sus hijos? Y este verdadero silencio -excepto en cuanto a lo técnico- que es hoy la escuela occidental en lo que respecta a los educadores, este callar sobre el futuro que por primera vez en muchos siglos se ignora tan radicalmente, este dejar la palabra a las inexpertas bocas juveniles -de las que parecería esperarse, en lugar de las previsibles puerilidades, la voz de una sibila que enunciase la frase mágica para solucionar todos los problemas- es, además de un nuevo índice del terror enmudecedor que el futuro inspira, un claro rito de adoración propiciatoria de ese mismo futuro, al cual se rinde culto en la persona de los niños que lo representan porque sólo en el mañana serán. Semejante parálisis en el orden pedagógico constituye, por otro lado, un fenómeno que se repite en las restantes funciones de la comunidad".(2)

(2) H. A. Murena. Homo Atomicus, p. 228

Identidad (individual, regional, nacional, de etnia o de clase) y cultura. Los dos términos, al parecer, se dan como inseparables. Sin embargo, ¿qué se quiere significar con ellos? Hoy por hoy, el de la identidad (la más irreductible de todas, la de uno mismo) ha entrado, al igual que tantas otras cosas, también en crisis. El proceso de despersonalización va acorde con el de desnacionalización antes descrito. En ningún lado somos o podemos ser nosotros mismos, al tiempo que cada vez menos podemos o somos capaces de identificarnos con alguien o algo. Nos vamos convirtiendo en sombras sin raíces en ninguna parte. Las cosas, el mundo de las cosas, se convierte cada día en más extraño a nosotros, sus creadores. Tal pérdida de identidad, el extravío de esos signos vitales de referencia para nuestra identificación con el mundo, nos arrastra, en tanto nos desubica, en tanto nos saca de quicio (nos desquicia) en nuestra relación no sólo con los otros y con el mundo sino con nosotros mismos.

De aquí la perplejidad y el desconcierto que hoy presiden nuestro hacer en el mundo, el sinsentido que, en una lógica implacable, rige nuestros actos; da "sentido" (por paradójico que parezca) a un hacer que, en rigor, carece de él. De aquí, de esta ilógica, que nuestro "hacer" se alce, frente a nosotros, "en figura gigantesca y amedrentadora, a lo goyesco, entre cíclope y espantajo, y amenaza aplastar al hombre bajo su masa: tema esencial del drama contemporáneo: las criaturas salidas de la invención del hombre se sublevan contra su creador, y el universo se colma otra vez de ángeles rebeldes, de máquinas insurrectas que marchan en formación cerrada sobre el aterrorizado maquinista".(3)

(3) Pedro Salinas. El defensor, p. 125.

Cierto: el mundo se nos ha escapado de las manos, se nos ha ido de nuestros alcances (y esto vale también para las instancias educativas) y no sabemos bien a bien que hacer ante el, cómo devolverlo al tamaño en que somos capaces de entenderlo. Su desmesura y su complejidad (pero éstas son también creaciones que nuestra "modernidad" le impuso) nos desbordaron, y la identidad nuestra con ese mundo que era -o sentíamos- hasta hace poco nuestro, quedó rota.

Esto es grave, porque esta escisión, esta extrañeza del hombre para con su mundo, se da ya en todos los órdenes que conforman su vida: en la escuela, en el trabajo, en la familia, en la comunidad y, por extensión necesaria, en el quehacer nacional. Pero no sólo esa pérdida de sentido individual, de identidad con la parte del mundo que me toca, referente también en la pérdida del sentido común, de la identidad y lenguaje común, que conforman una idea común de nación, de educación superior (o de educación, a secas) o de lo que se quiera y mande, pero a través de lo cual, bien o mal, nos entendíamos. Cuando este entendimiento se rompe, cuando cada quien se ve forzado a usar su propio "sin sentido" a todas y cada una de las cosas que lo cercan, el peligro de una real disolución social está ya a la puerta.

De nueva cuenta, a las instituciones de educación superior les tocaría en esta recuperación del sentido del mundo, de la identidad del hombre para con ese mundo, un papel de importancia. Para ello, sin embargo, la tarea inicial de esas instituciones tendría que ser la de buscar su propia identidad y su propio sentido para con la nación, la sociedad, la cultura, pero también con relación al sentido de su función sustantiva, esto es, de la educación misma. ¿Puede y quiere hacerse esto? ¿Qué es, a fin de cuentas, la Educación, por qué y para qué se educa? De tan primarias preguntas, y referidas también a los órdenes todos de la vida, es que podría salir el sentido de lo que hoy carece de sentido, la identidad con ello.

¿Qué es cultura? Ciertamente aquí hay tema para tejer y destejer. Como tantas otras palabras, "cultura" ha terminado por no significar nada en concreto. ¿De qué se habla, pues, cuando se habla de culturas locales o regionales? Si no las hay, en una región determinada, ¿qué se hace?; ¿se le saca de la manga como un mago y se les impone, así sea por la fuerza, a esa comunidad "carente" de cultura? Como todos los términos vacíos -y más hoy que nunca- de contenido específicos, cualquier cosa puede ser denominada o impuesta como si fuera cultura: lo que transmiten las estaciones, comerciales o no, de radio y televisión, por ejemplo, escrita la prensa, los "comics", ¿son "cultura" aunque, a lo mejor, "otra" cultura, producto de una sociedad, en lo cualitativo, masificada, extraviada?

Pero esto nos traería a otro problema necesarísimo de investigar, y más en relación con los medios "masivos" de comunicación: el de los múltiples y aún inéditos problemas generados por la irrupción de la sociedad de masas, cuya sola presencia numérica y social, económica y cultural, sin pasado y presente y, lo que es peor, sin futuro, si prosiguen las actuales tendencias, ha bastado para hacer soltar por los aires cuanta teoría, cuanta justificación ideológica se había fraguado hasta ahora sobre el porvenir. Esto es, no sabemos qué ante ellas, cal ellas, por y para ellas. ¿Cursos de mecánica cuántica o música de los "parchís", piscicultura o filosofía kantiana? ¿Rigo Tovar y Supermán vs. Freud y Einstein, sin límite de caídas? Hay, pues, una cultura "culta", una cultura de "masas" y una cultura "popular" urbana; pero también, tantas culturas como etnias hay en el país y una cultura juvenil y hasta una "contra cultura". ¿Cómo comunicarnos socialmente, culturalmente, en este estallamiento de "culturas", en esta dispersión "cultural" en que estamos metidos, en esta quiebra de una "visión del mundo" colectiva y coherente que es, que debe ser, a fin de cuentas, la cultura auténtica?

No es esto, sin embargo, lo más grave. El problema de fondo es que, hoy por hoy, no tenemos nada que comunicar, nada válido, nada en lo económico, en lo político, en lo social, en lo cultural, en lo educativo, nada en que cada uno considere tan vital para sí mismo y, por tanto, para los otros, que sea real y vitalmente comunicable, aprehensible y comprensible, como para que una comunidad determinada, asumiendo como propio tal mensaje, cambie de rumbo y se ponga en marcha.

No tenemos (nosotros los dueños de la cultura, pero tampoco la clase dominante) nada que decir, pero tampoco hay nadie a quien le interese lo que, bien o mal, pudiera decirse. No hay diálogo posible, pues; cuando mucho, monólogo, y esto porque no queda casi fundamento común para mover, conmover, conscientemente, la voluntad colectiva, sea de una región, una clase, un estado o la nación entera.

La ruptura de los marcos tradicionales de referencia en que una determinada sociedad se desenvolvía (que en esto consiste toda crisis de fundamentos: en la pérdida mayoritaria de sus valores) implica, por necesidad, no la asimilación de valores nuevos (en el supuesto de que existiesen) sino su extravío radical, el extravío de la sociedad que se halla en tal trance, y que se ha visto también arrojada de su "idea del mundo", de su cultura, de su lenguaje. No es que estén (que estemos) sordos; es que nada de lo que se dice (lo que decimos) tiene sentido.

Que la comunicación (o la incomunicación, mejor dicho) haya nacido como problema en los últimos tiempos, es consecuencia de ese extravío. Lo que está en crisis es lo que se quiere o se pretende comunicar, y lo está porque no se tiene, aquí sí, nada que comunicar; nada coherente, vital, digno de que la otra parte lo asuma como propio, como vitalmente suyo, vitalmente necesario para su comunidad, su nacionalidad.

No es, pues, el de la incomunicación, un problema de fachada, sino de fondo: de qué decir y para qué decirlo; el cómo, resuelto lo anterior, vendrá por sí solo. Para esto, sin embargo, hay que "idear", que "inventar ideas", acordes con los problemas en que hoy la sociedad mexicana se halla

inserta, e ideas para buscar el lenguaje común y las alternativas comunes para resolverlos; hay que fundamentar tales ideas, darles sentido, orientación para una puesta en práctica original en tanto que específica; "idear" porque, si no se tienen ideas, ¿que se comunica uno? Peor aún, se está como se está, en crisis de fundamentos, justamente porque las ideas en uso, las ideas que durante mucho tiempo le sirvieron de ropaje al hombre moderno, entraron en desuso, ya no nos quedan, pues, o a duras penas cabemos en ellas. Nos vemos, sin embargo, obligados a seguir dentro de ese ropaje incómodo e inútil, y del cual tiramos en cuanto podemos o se nos cae de repente alguna pieza porque no encontramos otro que nos quede a la medida de nuestra realidad y de nuestras expectativas para con ella. Se nos hizo decrépita nuestra idea del mundo nuestro modo de vida, y como no sabemos, por falta de ideas, cómo sustituirlo, parchamos nada más, refaccionamos el ya obsoleto cuerpo ideológico que traemos encima, y con él (eso suponemos) seguimos adelante.

No seguimos, claro; no vamos a ninguna parte; y lo sabemos o lo presabemos, y por eso no comunicamos nada o lo que comunicamos no encuentra respuesta: porque desde que nace va en hueco y en falso, sin raíz ni destino, sin puerto de llegada y sin destinatario: persona o nación. Hablamos, sí, vociferamos, pero para nosotros mismos, no a los otros, nación o persona, y lo hacemos mucho más por tratar de sobresalir que por convencimiento.

Crisis (pérdida) de fundamentos, de valores, de ideas generatrices, en lo subjetivo; en lo objetivo, la escasez y la penuria generalizadas, la destrucción del ambiente, la marginación económica y social, cultural, en suma, conforman más ese futuro "estado de sobrevivencia" que un futuro pleno de felicidad y dicha. No hay ideas, sin embargo, para buscar la salida, no hay lenguaje común, no hay comunicación para esa acción común que los tiempos por venir exigen.

Pareciera, pues, que el progreso "sin límites" ha tocado fondo, no tan sólo en lo material, sino también en lo eidético. En la desmesura que la "modernidad" trajo consigo, hasta las ideas acabaron por extraviarse.

La instrucción generalizada y los medios masivos de comunicación sólo sirvieron para desbordar del nivel masivo toda clase de expectativas, y hoy que se plantea la necesidad de edificar otro modo de vida, el cómo hacerlo aparece sin respuesta, más aún, sin pregunta siquiera, en tanto que interrogar por el futuro aparece simplemente como insoportable.

Esta crisis de ideas, esta falta de ideas generatrices que se traduce -y no podía ser de otra manera- en la falta de un horizonte vital para el integrante de la sociedad mexicana, pero no sólo para él (en tanto todo futuro es necesaria y previamente ideado, imaginado, por el común de los mortales que habrán de edificarlo) obedece a muy complejas causas que es preciso deslindar desde luego y llevar a la práctica.

La primera, indisolublemente ligada a la propia crisis de la "modernidad", a los ideales en que el hombre "moderno" sustentó su existencia, implica, desde ya, la ruptura con lo que ha sido hasta ahora "su" vida, la material y la espiritual, la eidética, las ideas muertas que, más que salvar, pueden contribuir a arrastrar, a arrastrarnos a todos, al fondo y para siempre.

Tienen, no obstante, tales ideas su propia lógica, y es ella, esa racionalidad devenida irracional, la que las mantiene "vivas" después de muertas. Las expectativas, por ejemplo, que buena parte de los integrantes de la sociedad mexicana tienen aún de ingresar a los goces que la "modernidad" prometía, cabe ubicarlas en este punto.

No ve la sociedad hacia el futuro, no puede imaginarlo tal cual será, porque tiene los ojos vueltos al pasado. En este mantenimiento de lo ido, los medios masivos de comunicación juegan un papel (dentro del sistema, que a su vez se inserta en la visión "moderna" del mundo) de ejemplar importancia, y al cual ni la sociedad civil ni la sociedad política, suponiendo que les interesara, han logrado darle respuesta. La distancia entre lo deseado y lo que realmente se alcanza, lo que realmente podrá

alcanzarse, crece, sin embargo, cada día, y en tanto a cada quien, como integrante de una colectividad, se le desmoronan de continuo sus antiguos valores, no aparece nada que pueda sustituirlos. Luego, nos damos golpes de pecho ante el aumento de la drogadicción y el alcoholismo, el pandillerismo juvenil y la violencia desenfrenada. No es posible, desde luego, "inventar" valores, pero sí es necesario aportar los elementos para el marco imprescindible de referencia dentro del cual la sociedad mexicana habrá de diseñar su futuro; comunicarlo, a fin de que la sociedad modifique sus actuales expectativas, y las nuevas se inserten en el país que ha de ser mañana.

¿Cómo hacer esto, sin embargo?, ¿cómo encontrar a quienes "inventarán" esas ideas y esos valores, a esos diseñadores del futuro?

Su cantera natural son -debieran ser- los centros de educación superior. Hay que hacer que lo sean, mejor dicho, pues éstos enfrentados a su propia crisis e inmersos en la crisis global que nos sacude, sobrepasados, en buena medida, sus objetivos iniciales por un crecimiento acelerado y muy poco coherente con la realidad que vive el país, se han visto obligados más que a anticiparse a esa realidad, a tratar meramente de no quedar demasiado atrasados respecto a ella. Es aquí donde debe venir esa reflexión sobre sí mismas, sobre los objetivos y funciones que las instituciones de educación superior tienen por cumplir en adelante, y que debe llevar a una radical transformación de sus actuales estructuras; reflexión que puede ser en un doble sentido: si ha de seguir siendo -y mucho más aún- una universidad de masas, debemos adaptarlas a ello con los riesgos que, en función del país real, ello entraña, pero sabiendo que son justamente eso: un problema, y no solución alguna. O, en el otro sentido, si es preciso un vuelco tal que sólo accedan a los niveles superiores de enseñanza quienes de verdad se sientan llamados a ello.

Cierto: Aquí topamos con las expectativas de una sociedad que ve en los estudios superiores, en la obtención del título, no un fin sino un medio; no para el ejercicio vital de una profesión determinada, sino para acomodarse en busca de status social y económico. Esto último es válido, pero ¿por qué seguir usando a la educación como trampolín para ello?; máxime cuando los beneficios de esa masificación de la enseñanza superior no han sido muy claros para el país real, pero sí, en cambio, han creado una casta de profesionales sin arraigo ni compromiso alguno, ya no con la nación, la región o la localidad que les dio origen, sino siquiera para consigo mismos. Sin arraigo ni intereses que defender, como no sean los propios, son los generadores de ese país, por irreal plenamente dichoso, pero que ha detenido en lo real, como el "antipaís" por excelencia, el ariete que ha descoyuntado a la nación verdadera.

No sólo esto, sino que su reproducción ideológica reside justamente en la ausencia de ideas o, en cuanto las hay, suprimirlas de cuajo. De la medianidad cultural y la inercia depende, en buena medida, su sobrevivencia. Tal medianidad es apoyada "entusiásticamente" no sólo por los medios de comunicación sino por amplios sectores sociales que ven en ella, por la vía de los estudios medios y superiores, un modo fácil de acomodamiento y ascenso económico.

De un modo o de otro, la medianidad se ha instalado en donde nunca debiera hacerlo: en las instituciones de educación superior. Tal medianía no es, desde luego, imputable a las universidades mismas, sino al desbordamiento -cualitativo y cuantitativo- de las expectativas de una sociedad, como la nuestra, que le ha dado la espalda a lo propio como "modo de vida". Hay que pensar en alternativas para que esos mecanismos de movilidad social y económica prosigan dentro de lo posible, pero sin que pasen, obligatoriamente casi, por los niveles superiores de enseñanza, saturando carreras cuya "utilidad" debe ser puesta seriamente en entredicho. Por esa medianidad el país paga un costo económico y social demasiado alto, y los problemas económicos, la crisis de coyuntura, pues, por la que hoy cruzamos difícilmente podrá ser superada.

Cabe añadir un punto más: la contradicción cantidad-calidad, o lo que es lo mismo, la mediocridad intelectual dominante, no es, en sí, irresoluble. No son, las instituciones de educación superior, islas, no están libres del facilismo y el espontaneísmo hoy de moda, pero deben actuar como si fueran islas, sobre todo en sus funciones sustantivas, en su quehacer académico. Sea lo que fuere o acabe siendo la Cultura (ciencia y técnica, incluidas), su preservación y consolidación, primero, su comunicación, después, por encima de la medianidad reinante, es un imperativo para evitar su disolución definitiva, que sería la nuestra, la de la especie; pero esto implica que los centros de educación superior retomen su función primigenia: la de creadores de cultura, esto es, de sentidos, de maneras de ser, individuo o nación, cabal, plenamente, y no repetidores de formas sin sentido, "culturales" sólo cuando se considera conveniente. Es decir, implica el desalojo de lo espurio y la conservación y la generación de lo auténtico.

Toda época de crisis es culturalmente inauténtica. No en balde hoy tenemos demasiadas culturas y no sabemos bien a bien qué hacer con ellas. Urge separar lo auténtico de lo espurio, y saber qué y cómo y para qué y a quiénes transmitir esa herencia.

Es inauténtica, no sólo porque carece de raíces, porque está falta de fundamentos, sino porque no ha podido tampoco fundamentar su idea de mañana. No le sirve o no sabe qué hacer con la herencia recibida del pasado, pero menos sabe a dónde dirigirse. Para peor, tal desorientación vital abre la puerta a los histriones y los charlatanes para quienes el quehacer cultural se convierte en negocio y en motivo más de distorsión de las cada día más preciadas formas auténticas de la cultura. El derrumbe de los marcos referenciales impide situar claramente a esta "subcultura" de la crisis, y que va -o puede ir- de la "dianética" de Hubbard a Og Mandino, y de las innumerables obras de sexología y misticismo oriental a las fotonovelas de las escuelas de karate, "subcultura" que amenaza convertirse en Cultura.

En tanto la desorientación es general, no hay área libre de la simulación y el chantaje. La cultura "culta", la que se hace en los centros de investigación y enseñanza superior cae muchas veces en ello, escondiendo, eso sí, su terrible vacío detrás de una retórica pomposa pero estéril. Es la cultura y el lenguaje de los antiguos sacerdotes que farfullan códigos herméticos, incomprensibles para el común de los mortales que, al igual que el discurso político, tienden no a resolver sino a oscurecer más aún el panorama. El de las llamadas ciencias de la comunicación es un claro ejemplo de este retorno al lenguaje de los brujos; lenguaje y actividad, la de la cultura "culta" y del conocimiento académico que, en muchas ocasiones, no hace sino ensanchar la brecha entre cultura y sociedad, refugiándose cada vez más ésta en el esoterismo y la magia, y despreciando cada vez más a aquélla.

No menos riesgosa es la contraparte de ese oscurantismo: el facilismo y el esquematismo. Cierto que la nuestra es una época que, justamente por lo problemática y confusa, tiende a ser, aun inconscientemente, desproblematizada, "común y corriente", o reducida sin más a uno solo de los múltiples factores en crisis que en ella concurren; el economicismo, por ejemplo, tan de moda, que ve sólo el factor económico y aplica en consecuencia remedios de tal carácter, en áreas donde no surtirán ningún efecto desventuras de una especialización por completo deformada, que ha hecho de la realidad innumerables cajoncitos.

Estamos, pues, al comienzo, sólo al comienzo, de la crisis, y lo que se nos viene encima, lo que ni nuevos préstamos ni "generosas" reducciones de la deuda, ni ninguna otra medida de corte meramente economicista, por más plausible que sea, podrá aliviarnos, es lo más grave y, justamente, aquello ante lo cual no estamos preparados para afrontarlo. La crisis económica, con todo lo lacerante que resulta, excepto para unos cuantos bienaventurados, no tiene salidas desde la "lógica" moderna. Ahí está y estará, hasta la consumación de los siglos o hasta la nuestra y la de nuestros descendientes; o, dicho de un modo: no hay tal crisis económica sino una crisis de cultura que ha distorsionado, de raíz, nuestra concepción del mundo y nuestro modo de vida, de manera que la económica se ha convertido en el eje único de su quehacer terreno.

Esto, empero, es la fachada; pero, el hombre moderno, la cultura moderna, la "lógica" moderna son, hombre, cultura y "lógica", también de fachada. Ahora, cuando lo ornamental se resquebraja, empieza a verse que detrás no hay nada.

Crisis de cultura, en tanto crisis de fundamento y de sentido a nuestro quehacer cotidiano y hacia el mediano y largo plazo, crisis de una sociedad sin rumbo y sin metas: es el hoy pero también es el porvenir que nos aguarda. Modificarlo, puede ser, en buena medida, obra de una educación, en el sentido más amplio que se le pueda dar al término, que vaya más allá de los espejismos y las modas. No queda sino suscribir lo que en entrevista reciente dijera el maestro Eduardo Nicol: "La crisis que estamos pasando en México, la auténtica y radical crisis, es crisis de paideia, crisis de la educación, de la formación del hombre. El hombre está en México, como en casi todas las partes del mundo, deformado. No tiene forma.

Habría que buscar el modo de restablecer la paideia mexicana... una manera especial de ser hombre en la forma de ser mexicano".(4)

(4) La Jornada. 26 de marzo de 1989, p. 25.