La primera parte da cuenta, de manera muy general, de las condiciones académicas necesarias para la transformación del Instituto Politécnico Nacional (IPN) en una entidad autónoma. En la segunda se elucida la noción de autonomía de acuerdo con las estructuras políticas del presente y se estipula una definición de la misma, apta para concebir un proyecto autonómico actual. Por su parte, la tercera se ocupará en proponer las disposiciones básicas que, según el autor, podrían llevar al IPN a concretar una autonomía académico-política de nuevo tipo en nuestro país.
Palabras clave: autonomía, política educativa.
The first portion of this document presents the academic conditions necessary for the transformation of the National Polytechnic Institute (IPN) in an autonomous entity. The second portion talks about the notion of "autonomy" according to current political structures and offers a definition of such term. Finally, the third portion suggests the basic provisions which, according to the author, might take the IPN to the undertaking of a new academic-political autonomy in our country.
Key words: autonomy, education policy.
He organizado este documento en tres partes y una coda. La primera da cuenta, de manera muy general, de las condiciones académicas necesarias para la transformación del Instituto Politécnico Nacional (IPN) en una entidad autónoma. En la segunda se elucida la noción de autonomía de acuerdo con las estructuras políticas del presente y se estipula una definición de la misma, apta para concebir un proyecto autonómico actual. Por su parte, la tercera se ocupará en proponer las disposiciones básicas que, a mi entender, podrían llevar al IPN a concretar una autonomía académico-política de nuevo tipo en nuestro país.
El proyecto de otorgar autonomía al IPN comporta mucho más que un problema político y jurídico. No se limita a una decisión ejecutiva con derivaciones en el terreno legislativo ni a la elaboración de un nuevo corpus normativo, que sustituya al que actualmente regula y legitima a esa casa de estudios. No se trata de adaptar la vieja autonomía universitaria a las condiciones actuales del Politécnico. Más allá de todo eso, supone la necesaria redefinición de la idea de autonomía universitaria vigente en México, al menos desde 19231, y en buena parte de la estructura de educación superior asentada en América Latina. Paralelamente, comporta la revisión del sentido académico y de la organización del IPN. En definifiva, lo que estaría en juego es algo que rebasa en mucho el simple acoplamiento de dos tradiciones sujetas a crítica y muy probable modificación: la universitaria y la politécnica, sustentadas en modos diferentes y formalmente opuestos de relación institucional con el Poder Ejecutivo.
Hay que tener presente, en primer término, que la asignación de un status autonómico al IPN implica un avance cualitativo hacia su reconocimiento como una entidad de índole universitaria. Ciertamente, no basta con que una institución de educación superior se libere de la sujeción a un factor heterónomo o a una instancia externa de poder, para que se convierta en una universidad propiamente dicha. El simple reconocimiento de una soberanía no es, en verdad, una condición sufienciente para que un instituto educativo tenga carácter universitario, pero es sin duda una condición necesaria para ello, como lo demuestra la historia de todas las universidades genuinas. Así pues, la capacidad de decidir sus propios designios en el terreno político-académico y administrativo representa, para el IPN, una progresión hacia una suerte de "mayoría de edad" moral y política, necesaria para que exista la realidad cultural que, al menos desde el siglo XII, admite en Occidente el nombre de "universidad". Kant reconoció en los ideales de la Ilustración el signo de que la humanidad había alcanzado su mayoría de edad, en virtud de que dichos ideales se sustentaban en y potenciaban la radical autonomía moral del sujeto moderno. La analogía entre lo que Kant descubre en la realidad política de su tiempo y la realidad educativa del presente, de la que participa destacadamente el IPN, no se antoja ociosa ni descabellada. En muy buena medida, ya la universidad medieval y sus antecedentes académicos, en la Antigüedad clásica, eran ámbitos en los que operaba una libertad racional que garantizaba los grandes logros epistemológicos y éticos que nos legaron y que han determinado, durante milenios, la suerte de la cultura occidental. Es innegable el vínculo entre esa libertad racional y el desarrollo del saber más comprometido con lo humano, con la excelencia ética (areté), que ha sido el tipo de saber distintivo de la genuina universidad.
Dicho de otro modo: es evidente la fuerte liga entre autonomía y universidad. Así pues, una mayor libertad en la determinación de su destino supone, para el IPN, un avance hacia la adquisición de un carácter universitario.
Como puede observarse, para que la autonomía del IPN sea auténtica, no serán suficientes las disposiciones e instrumentos políticos, jurídicos y administrativos del caso. Deberá impulsar, asimismo, las iniciativas académicas que hagan posible su nueva condición autonómica. Es obvio que no puede autodeterminarse ningún sujeto que no tenga la capacidad intelectual, moral y política de hacerlo. En el caso de las instituciones de educación superior, esta elemental verdad significa que ninguna de ellas podrá ejercer una autonomía real, si no es capaz de producir conocimientos científicos y humanísticos y si no los transmite adecuadamente a las jóvenes generaciones de educandos, con miras a su formación como seres humanos enfrentados al desafío de vivir bien. Hay pues, un vínculo indisociable entre conocimiento y autonomía universitaria. Más precisamente: hay un nexo muy estrecho entre modo de producción del saber y universidad y, por extensión, lo hay también entre dicho modo de generación de verdades y la forma necesariamente libre, autónoma, de concretar ese cometido. En consecuencia, para constituirse en un ente autónomo a carta cabal, el IPN deberá replantearse lo que hasta ahora ha sido su misión académica. Deberá asumir esta responsabilidad que le viene de la "mayoría de edad" que, kantianamente, le va a conferir su nuevo estatuto autonómico. Desde luego, no es este el lugar para detallar los términos de la reforma académica que deberá anteceder, necesariamente, a la conversión del IPN en una institución autónoma. Por el momento, bastará con señalar que este instituto destinado, en lo fundamental, a la instrucción técnica de nivel superior deberá transformarse en un nuevo centro de descubrimiento, enseñanza y difusión de conocimientos que, sin menoscabo de sus compromisos irrenunciables con la técnica, los tenga aún mayores con lo humano. Ésta no es una afirmación arbitraria, sino que se atiene a la constatación de la crisis de humanidad que afecta al desenvolvimiento actual de la técnica, con grave riesgo no sólo para la suerte de las personas que hacemos el mundo, sino también para el destino de una ciencia sin sentido trascendente. Ya pensadoras como Juliana González (1999) han notado, a propósito de las políticas de desarrollo de una ciencia demasiado atenida a su aplicabilidad técnica, "una sensación de que, si se pierden los horizontes de la cultura y el humanismo, se impide la realización de aquellas potencialidades del espíritu que más contribuyen a dar sentido a la vida". No se trata, en consecuencia, de que el IPN renuncie a su misión de formar técnicos y tecnólogos de la más diversa clase, sino de enriquecer esa misión tan eminentemente ejercida por él, con la asunción de un cometido múltiple aún más radical: el de hallar las verdades necesarias para la buena vida en este mundo, el de la formación de las personas que pongan en práctica las tecnologías que ayuden al desarrollo de esa buena vida y el del enriquecimiento cultural de la sociedad civil de la que todos formamos parte.
Por si lo dicho fuera poco –que, claro está, no lo es– la reforma académica que anteceda necesariamente a la asunción del régimen autonómico por parte del IPN debería, en lo hacedero, vincularse con otra meta de carácter ético y cultural: la revaloración del trabajo y de la acción humana en la transformación de la naturaleza, conforme a medios y fines adecuados lo más idóneamente posible a la buena vida de las personas. Se echa de menos, en México, la existencia de una estructura institucional que dignifique el trabajo, que reivindique la justicia subyacente en el noble empeño de vivir con base en una actividad técnica que no sea enajenada ni enajenante (al contrario de lo que se observa en la explotación del otro, en la rapiña, la conquista, etc.), que ponga de relieve el componente estético que también alberga el mundo de las fábricas, los talleres y los campos. El IPN podría aprovechar la circunstancia actual, en la que se revisa a sí mismo como institución educativa, para convertirse en la más grande y completa referencia de una auténtica cultura de la técnica en este país. Con ello, avanzaría tanto en su universalización cuanto en su transformación en un centro educativo de carácter universitario. Igualmente, daría un paso de innegable relevancia en la superación de la discutible escisión entre las disciplinas científico-técnicas y las humanísticas.
La construcción de la autonomía
Es posible que lo antedicho sea percibido por algunos como una suerte de declaración entre idílica y fundamentalista, a propósito de la autonomía universitaria que debería plantearse obtener el IPN. Para disipar esa percepción y, desde luego, también para fundar la reflexión y el debate sobre el tema, procederé a poner en claro la idea de autonomía universitaria; para lo cual, a su vez, tendré en cuenta algunas de sus concreciones más significativas en la historia de la educación superior.
"Autonomía", palabra compuesta griega, formada por "autós" y "nómos", significa literalmente la potestad de darse a sí mismo la ley. Denota, pues, la capacidad que tiene un ente de normarse a sí mismo. Aplicada a los establecimientos de educación superior, refiere la facultad que éstos tendrían para regular con normas propias las relaciones entre las personas que actúan legítimamente en su seno y las que, como instituciones, mantienen con su entorno político y social.
Como habrán notado, en el caso de las universidades, la noción de autonomía refiere determinadas relaciones en su seno y hacia su entorno de referencia. Así pues, en el terreno de la autonomía, entran en juego:
las relaciones que se dan entre los miembros de la normalmente llamada "comunidad universitaria";
las que tienen lugar entre la institución universitaria y su sociedad de referencia; y
las que se entablan entre dicha institución y factores heterónomos de poder que, impropia aunque frecuentemente, solemos designar con la expresión "el Estado".
En sus orígenes, la universitas magistrorum et scholarium medieval remitía a una verdadera comunidad. Las universitates eran uniones
de enseñantes y aprendices, muy parecidas en lo esencial a los gremios y corporaciones del Medioevo, en tanto que uniones de
cooperación mutua con una claro compromiso universalista con el saber, vocadas como un todo al descubrimiento y transmisión
formativa de lo que, de acuerdo con las coordenadas epistemológicas del momento, se consideraba la verdad. La supeditación de cada
persona –difícilmente tipificable, en ese tiempo, como "individuo"– a un interés común y la concordancia de cada uno de
sus componentes en la realización de ese interés –en general, dotado de una fuerte carga ideológica, en especial, religiosa–
confería a esas uniones un claro carácter comunitario. En efecto, durante la Edad Media, la Universidad de Bolonia o la de París,
así como los "estudios generales" de Nápoles y de diversas partes de España se distinguen por ser comunidades libres de
maestros y discípulos, motivadas por el propósito único de producir, transmitir y recibir conocimientos. Hay múltiples elementos
para pensar que los rasgos fuertemente comunitarios de las corporaciones universitarias medievales se explican por el carácter
unitario de las formaciones sociales de la época. Ciertamente, se percibe la concatenación existente entre la organización
política, la institucionalidad religiosa, la manera de entender la ciencia, etcétera, conformando en su conjunto el ordo
medievalis. Por su parte, las universidades participan de ese orden no sólo inscribiéndose en él como los gremios y otros
organismos afines, sino reproduciendo en su seno el espíritu unitario y comunitario con que se identificaba aquél. Ello es lo que
permite a Gaos hablar en el sentido de que
...la doble unidad, de la Universidad y de la formación cultural, si ha sido [...] una realidad histórica, no parece haberlo sido nunca como en la edad en que nació la institución universitaria: la unidad de la Universidad medieval es inseparable, ciertamente, de la unidad de su medio ambiente, la cultura medieval, que iba, en lo que afectaba más directamente a la Universidad, desde la fundamental [...] unidad de la Weltanschauung religiosa de la Cristiandad, y la expresión de ella en géneros de la literatura didáctica tan relacionados con la actividad universitaria como el de las summas, hasta la unidad de métodos como el de la explicación de textos autoritarios, que unificaba la enseñanza desde la de la Teología hasta la de la Medicina (Gaos, 1999).
Ahora bien, esa condición comunitaria tan característica de las universidades medievales no parece ser lo que distingue a las instituciones homólogas que irrumpen, en el escenario de la historia, de la mano de la Ilustración y de los grandes avances científico-técnicos del siglo XVIII. El eminente filósofo Luis Villoro ha tratado de establecer una diferencia entre asociación y comunidad, definiendo a ésta como "una unión de personas que hacen coincidir su interés particular con un interés general" (Villoro, 2000). Es una definición fecunda aunque limitada, en la medida en que no propone una diferencia específica real frente a otros tipos de sociedades en las que también se da una coincidencia entre interés individual e interés común. Por ejemplo, las empresas constituidas como sociedades anónimas cumplen con el requisito de esa coincidencia de intereses que Villoro reserva a las comunidades y, sin embargo, salta a la vista que difícilmente podrían ser tenidas, en rigor, por tales. A mí modo de ver, lo que distingue a una auténtica comunidad es la inserción de esa concomitancia de expectativas a que remite la definición de Villoro en un orden de creencias compartidas por entero, del que no puede apartarse impunemente ninguno de sus miembros. El ámbito religioso en el que se inscribía la universidad medieval y la vida misma durante el Medioevo exigía y potenciaba una concordancia absoluta de las metas a que aspiraban sus integrantes, cuya vinculación o asociación intencional, por lo mismo, constituía una comunidad. Por mucho que las universidades modernas –las que surgen a comienzos del siglo XIX como producto de una superación crítica de las decadentes universidades tradicionales y de la evolución de las pujantes sociedades académicas europeas– se identifiquen con el sistema simbólico e ideológico propio de la Ilustración, parece difícil sostener que estuvieran conformadas por comunidades al estilo medieval. Por mucho que el compromiso común con la verdad rigiera las motivaciones de fondo de los universitarios modernos, no es dable encontrar en las instituciones de que formaban parte comunidades de esta clase. De hecho, todo indica que la reivindicación sin concesiones del libre examen y de la crítica por los ciudadanos modernos que integraban las nuevas universidades hacía imposible y tal vez superflua la existencia en ellas de comunidades universitarias stricto sensu.
Tal vez llega el momento de dar una vuelta de tuerca al análisis de los usos lingüísticos relativos a la realidad universitaria y asumir que las universidades modernas y contemporáneas incorporan más bien una amplia gama de grupos motivados por intereses muy diversos, no todos ellos propiamente académicos, aunque tengan alguna relación con la misión inherente a la academia. Me parece más verdadera la idea de que las instituciones de educación superior de los últimos dos siglos albergan en su seno conglomerados de distintos grupos de gente: unos son atraídos por metas académicas "puras" –si cabe hablar así–; otros son acicateados por el señuelo de la "movilidad social"; otros más se empeñan en impulsar proyectos políticos muy tangencialmente vinculados a lo académico, cuando no le son frontalmente opuestos; hay, asimismo, otros que se interesan por realizar iniciativas económicas difícilmente compaginables con lo genuinamente académico, de común acuerdo con consorcios empresariales de diversa laya; no faltan, tampoco, los burócratas universitarios ajenos a toda actividad académica; y la lista podría seguir. No se trata de juzgar la pertinencia moral de las actitudes, sistemas de valores y prácticas sociales de algunos de estos grupos. Tal vez sean ya excrecencias sociales emanadas de los siglos modernos –en especial del XX– inevitables, imposibles de excluir de la peculiar estructuración social que toma forma en las universidades. De lo que se trata es de reparar en ese núcleo, presente en toda universidad que se precie, de académicos que tienen como fin común, según propone otra vez Villoro, "la aproximación a la verdad" (Villoro, 2000). Es ese conjunto de personas, que comulgan con valores como la verdad, la vida, el ser humano visto como fin en sí, el compromiso civil con la sociedad, los modos democráticos de relación interhumana, la igualdad social entre todas las personas sin menoscabo de la autoridad fundada en el saber y la sabiduría, la supeditación de medios como el dinero a fines trascendentes, etcétera, el que se acerca más a la idea de comunidad. Es, por tanto, ese grupo –no necesariamente articulado como corporación diferenciada– el que tendría las mejores condiciones para realizar, en las instituciones de educación superior del caso, el ideal de la autonomía universitaria. Es, en suma, ese sector el que podría acendrar la independencia de dichas instituciones, tan necesaria para afrontar –hoy como siempre– los retos que supone la producción, enseñanza y divulgación de conocimientos científicos y humanísticos, de manera tal que actualizara la comunidad ideológico-académica constituida por la vieja universitas.
Así como la condición para-gremial de la universitas medieval traía aparejada, necesariamente, una autonomía que garantizara el cumplimiento cabal de su misión esencial, la universidad moderna –especialmente, en su modalidad humboldtiana– se cuidó bien de impedir la intromisión de instancias, expectativas y fuerzas heterónomas en los procesos académicos que se propuso impulsar. Es decir, la universidad humboldtiana actualizó y repotenció los fueros, protecciones y privilegios que aseguraron la autonomía académica de las universidades medievales y sus continuadoras tardías, de manera tal que puso de relieve la importancia de definir con claridad los términos de la relación entre las instituciones universitarias y las manifestaciones concretas del Estado moderno. Este asunto no revestiría problema teórico alguno, si las instituciones universitarias modernas fueran claramente diferenciables, en todo momento, de ese orden institucional que se conoce con el nombre de "Estado". Pero lo cierto es que, tanto el modelo humboldtiano de universidad como el napoleónico, responden a sendos proyectos culturales y educativos emanados de las estructuras estatales en cuyas cimas se encuentran las monarquías prusiana y bonapartista, respectivamente. Esto es, desde los orígenes de la universidad moderna, es difícil y tal vez poco provechoso tratar de diferenciar y aun contraponer a aquélla con el Estado. En realidad, de acuerdo con sus avatares más vigorosos, la universidad moderna fue un proyecto de Estado y aun puede agregarse que dicho fenómeno institucional y cultural formó parte del Estado moderno, fue una derivación de éste, como mostró con insistencia un pensador acucioso del último tercio del siglo XIX: Friedrich Nietzsche2. La aparición y ulterior expansión de universidades privadas, junto con hechos como la politización del mundo universitario y su conversión en escenario de pugnas entre grupos representativos de intereses de clase o de proyectos determinados de poder, ha contribuido a presentar la autonomía universitaria como un modo de relación entre la universidad, por un lado, y el Estado, por el otro. Sin embargo, conviene no perder de vista que, en sus mejores momentos, en las circunstancias históricas más significativas, la universidad ha sido también el Estado no sólo del Estado.
Esta última afirmación es válida, tanto para la época identificada con un modo de Estado que, convencionalmente, puede ser calificado de "aparatista" como para los tiempos en que se instaura y consolida el sistema de dispositivos fácticos y "virtuales" de poder, que se ha seguido conociendo con el nombre de Estado después de la II Guerra Mundial.
Desde luego, en todo momento, el tópico mismo de la autonomía universitaria supone el problema de una relación entre la universidad y alguna instancia heterónoma; es decir: una recíproca –"dialéctica" podría decirse también– interacción entre un ámbito interior y otro exterior. En el caso de la universidad decimonónica esa instancia externa es, en rigor y primordialmente, el gobierno; esto es, el poder ejecutivo, esa rama del Estado especializada en la administración y conducción del espacio público, de acuerdo con determinados intereses de clase y de grupo. En las universidades del siglo XX, los agentes de intervención externa, la mayoría de las veces en serio detrimento de su misión académica son, por una parte, los gobiernos de los respectivos estados, pero también, por otra parte, los movimientos y partidos que han convertido a aquéllas en escenario de su acción política. El recurso a las universidades como si se tratara de teatros de las operaciones de grupos fascistas, socialistas, anarquistas, comunistas, etcétera, se exacerbó en la segunda mitad del siglo XX, a resultas del impulso que los polos soviético y norteamericano dieron a la Guerra Fría. Por su parte, a finales del siglo en referencia y comienzos del presente, la presión heterónoma contra la misión académica –y, por ende, cultural, paidagógica– de las universidades procede de las políticas económicas globalizadoras, sustentadas en el ultraliberalismo, hoy día hegemómico. Aunque no desaparece del todo, la tradicional heteronomía de las instancias ejecutivas y de los remanentes de la ya vieja izquierda post-68 se ve, en general, limitada en la época del debilitamiento del modelo moderno de Estado-Nación y de la decadencia de la política y cede su lugar al influjo de los planes económicos elaborados por organismos supranacionales como el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), etcétera, así como a los efectos de la industria cultural global, impulsada por los poderosos medios cibernéticos y telemáticos del presente3.
Así como, según se ha visto, a las formaciones sociales y culturales del Medioevo le correspondía una organización comunitaria a todos los niveles, incluyendo a las universidades, con sus homólogos modernos se avienen mejor el individuo –en especial, el ciudadano libre– y su conocida contraparte: la masa. Las instituciones actuales de educación superior se nos presentan como conglomerados de individuos y de masas, en los que, sin embargo, todavía pueden subsistir o reconstruirse, aunque sea de modo restringido, auténticas comunidades académicas. Los grupos completamente comprometidos con los valores de la academia son, de hecho, los que pueden actualizar y, por ende, continuar en el tiempo lo esencial del espíritu de la universitas. Es importante tener esto muy claro, porque las preguntas fundamentales que el IPN en trance de convertirse en institución autonómica debe plantearse y tratar de responder son éstas:
¿quién es, en su caso, el sujeto real de la autonomía?
¿cuál es, en concreto, la contrapartida heterónoma de la autonomía del IPN? Formulada de otro modo: ¿respecto de qué debe ser autónomo el IPN?
Después de todo lo dicho hasta aquí, es posible adelantar al menos una respuesta tentativa a la primera pregunta. En efecto, en el caso que nos toca –es decir, el IPN– dicha respuesta no puede ser una vaguedad como "la institución", tomada en abstracto, o alguna otra por el estilo. Así pues, el sujeto genuino de la autonomía deberá ser aquel que sea capaz de articular y poner en marcha un proyecto académico doblemente autónomo: por responder a una conciencia de la responsabilidad que tendría en sus manos –es decir, porque "sabe lo que hace", en términos político-académicos, y lo hace libremente–, por una parte, y por no sucumbir a ninguna heteronomía, a nada que condicione o ponga en peligro el carácter académico de dicho proyecto, por la otra. En concreto, ese agente viene a ser el sector de académicos y estudiantes que asuman incondicionalmente los valores de la academia, que encarnen al máximo posible la excelencia teórica y ética, al tiempo que redefinen y actualizan la misión académica del instituto, mediante una reforma que dote a éste del elemento universitario de que carece, sin menoscabo de su identidad originaria, esto es: su función formadora de técnicos y tecnólogos. Ése es el sector que habrá de velar por el cumplimiento de dicha misión, al margen de las presiones e intromisiones de cualquier factor heterónomo, mediante normas propias que garanticen la indepencia en la definición de sus políticas académicas; la libertad plena en el ejercicio de la investigación, la docencia y la divulgación del saber; la soberanía en la organización político-académica y en la asignación de responsabilidades de coordinación, en el nombramiento de autoridades y funcionarios...; la autodeterminación de las maneras de contribuir al enriquecimiento cultural, económico y social del país, etcétera. Ése sería, en su suma, el sujeto político-académico al que le cuadraría la proposición de Luis Villoro, en el sentido de que "la autonomía se refiere a las condiciones indispensables para permanecer como una comunidad libre, dedicada a la persecución del saber: autogobierno, facultad de regularse a sí misma para conseguir sus objetivos, libertad de establecer sus programas y manejar los recursos para realizarlos, libertad de cátedra e investigación" (Villoro, 2000).
Por su parte, el IPN debe hacer valer su potestad de "darse a sí mismo la ley", básicamente, ante:
Las instancias del ejecutivo federal con que se vea obligado a mantener relaciones: la Secretaría de Educación Pública, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, CENEVAL, etcétera.
Los grandes organismos de la globalización de la economía (BM, FMI, OCDE, etc.), los emporios transnacionales y las entidades que impulsan esa deplorable mezcla de cultura y barbarie que es la actual industria cultural.
Los grupos impulsores de una acción política ajena y aun reñida con la academia.
Contra lo que pueda parecer, no estoy propugnando la transformación del IPN en una suerte de Arcadia académica, aislada del mundo y de su sociedad de referencia, convertida en baluarte inexpugnable tras las murallas de las normas y los procederes sustentados en el régimen autónomico.
Desde el principio, he querido dar a entender expresamente que el otorgamiento de la autonomía al IPN deber ser visto como la ocasión para concebir e instrumentar una nueva modalidad de autonomía universitaria; esto es, una que supere los límites y vicios del régimen autonómico vigente en México y sea capaz de asumir las novedades de una época que dista mucho de la década de los veinte y treinta del siglo pasado, que fue cuando se definió y empezó a tomar forma dicho régimen en nuestro país.
Las fuentes principales de la autonomía de las universidades públicas, tal como se la conoce en México hasta el presente, son la idea humboldtiana de universidad y la Reforma de Córdoba. La primera de dichas fuentes ha sido la clave de la soberanía institucional universitaria en el plano académico; la segunda ha determinado los grados mayores o menores de democracia en la particular vida política universitaria. Con la fundación de la Universidad de Berlín, en 1810, Guillermo de Humboldt marcó la pauta de la absoluta independencia de los procesos estrictamente académicos frente al poder estatal. El movimiento impulsado por los estudiantes de la Universidad de Córdoda (Argentina), en 1918, abrió las puertas por las que entraron, con suma celeridad y a lo largo de toda América Latina, las prerrogativas políticas con las que más claramente se identifica el régimen autonómico: nombrar las autoridades universitarias, de acuerdo con procedimientos ideados y puestos en práctica por los propios profesores y estudiantes; instaurar con plena legitimidad la libertad de cátedra y de investigación; administrar libremente sus bienes; contratar soberanamente al personal académico y administrativo de la institución autónoma; dotar a ésta de cierta extraterritorialidad política (nunca jurídica), que permite estructurar una especie de "república universitaria", en la que se comparte el "poder universitario" lo que sea que esto signifique, conforme a la fórmula del co-gobierno de los estamentos profesoral y estudiantil y aun, en algunos casos, el de los trabajadores.
No tengo la menor duda de que esa confluencia de las autonomías académica y política fue en su momento altamente positiva, puesto que permitió el ejercicio de la libertad en ambos terrenos, en contra de poderes no sólo autocráticos, sino dedicidamente bárbaros, en hondo y permanente conflicto con la ciencia y la tradición humanística. No es exagerado afirmar, pues, que la autonomía universitaria fue, para la mayoría de los países latinoamericanos, durante casi todo el siglo XX, uno de los escasos remansos de vida democrática. Sin embargo, esa mixtura de autodeterminación y no-intervención que, a la postre, define a la autonomía universitaria realmente conocida, ocasionó dos secuelas negativas: una relación problemática de las instituciones de educación superior con su entorno social y cultural de referencia y la politización partidaria y grupalista del espacio universitario. Este último proceso no es exclusivamente imputable a la izquierda tradicional, pero resulta obvio que éste fue el sector que más se benefició de la relativa insularidad política de las universidades autónomas, justo en la medida en que aquélla fue el objetivo preferente de las fuerzas represivas al servicio de la Guerra Fría y en que su discurso se alejaba más de la realidad política extrauniversitaria.
Como ha dicho Juan Carlos Tedesco, en un análisis relativamente reciente, en América Latina, la autonomía universitaria "fue concomitante con un proceso de aislamiento [de la educación superior] con respecto al sector productivo" (Tedesco, 2000). Pero habría que mirar un poco más lejos: el aislamiento de la educación superior pública va más allá de sus complicados nexos con la economía primaria, industrial o de servicios. En realidad, también es percibible, en mayor o menor grado, en el plano social, político y cultural. La supeditación incondicional de la educación universitaria a intereses extra-académicos y extra-culturales –esto es, el olvido de la misión paidagógica y raigalmente humanista de la universitas– ha dado lugar a una relación superficial, limitada, distorsionada, de ella con el mundo de la vida en su conjunto.
Una nueva autonomía universitaria, en el presente, debe proponerse metas diferentes a las que dieron sentido al ya caduco régimen autonómico. Ciertamente, como afirma de nueva cuenta Tedesco, "el tema de la autonomía ya no está vinculado, como en el pasado a la lucha contra el control ideológico de las universidades" (Tedesco, 2000). Ya no tiene mucho caso pensar en reivindicaciones que ningún poder heterónomo escatima, como la libertad de cátedra ni ocuparse en una supuesta lucha ideológica contra el "gobierno burgués, proimperialista" (y tantos otros epítetos). No porque sea cierto el presunto "fin de las ideologías", anunciado por Raymond Aron, ni porque estemos viviendo el "fin de la historia" postulado por Francis Fukuyama. Más bien, porque las universidades, en la época del apogeo de la telemática, la cibernética, la realidad virtual, la industria cultural y fenómenos afines, ya no constituyen el poderoso aparato ideológico que Louis Althusser vio en ellas. También porque la coexistencia, cada vez más notoria, de los últimos vestigios de las modalidades leviatanescas de Estado con sistemas de dispositivos y redes de poder de la más variada índole, ha disminuido en mucho las capacidades de incidir directamente en la política interna de las universidades públicas, por parte de las instancias gubernamentales.
Sin embargo, no se debe perder de vista que, a la par de ese abandono de lo político, las instancias gubernamentales vinculadas con la educación superior se emplean ahora en aplicar mecanismos de intervención un tanto más sutiles, como el de los procesos de asignación presupuestaria y los concernientes a la evaluación de las universidades. Dado que los costos de toda educación universitaria mínimamente aceptable son imposibles de sufragar, en su totalidad, por sus beneficiarios y puesto que las universidades públicas son parte constitutiva del Estado, el poder ejecutivo –echando mano del legislativo, cuando ello le resulta necesario– ha convertido su facultad de administrar los recursos de que dispone la nación en un poderoso instrumento de inducción de importantes políticas en el ramo. Asimismo, en virtud de que, por su condición de entidades financiadas por el erario público, las universidades autónomas deben rendir cuentas a la sociedad, las más diversas iniciativas gubernamentales dirigidas a evaluarlas operan como medios de control de su desarrollo y como una limitación para la autonomía académica que formalmente se les reconoce. Así, en palabras de Raquel Glazman, "las evaluaciones pueden verse hoy como [...] una forma indirecta de sometimiento de la autonomía universitaria, definida originalmente conforme a las tareas libres de análisis y transmisión del conocimiento socialmente disponible" (Glazman, 2000).
Ahora bien, esta heteronomía gubernamental no es ajena al fuerte influjo proveniente de los procesos que canalizan la globalización de la "nueva economía", de cierta idea de la cultura y de determinadas formas de vida. Se trata de un nuevo avatar del capitalismo, particularmente nocivo por su palmaria voracidad, por su irrespeto a límites éticos y sociales elementales, por su unilateral sentido mercantilista, por su enorme capacidad de imponer su lógica economicista a todo lo que constituye el mundo de la vida (incluyendo la cultura y la educación), por su destructividad en el plano social y ecológico, por privilegiar procesos productivos sin ninguna consideración humana... Se ha pretendido hacer ver que se trata de la única modalidad de la economía apta para lo que un tanto hiperbólica y abusivamente se ha dado en caracterizar "era del conocimiento" (como si, por ejemplo, toda la Época Moderna no lo hubiera sido). Se habla incluso de una "economía basada en el conocimiento", con lo que parecería adquirir carta de naturaleza una necesaria conexión entre ese modo de la economía y las funciones esperables de toda genuina institución universitaria: la producción de verdad y la formación de quienes han de conocerla, para ponerla al servicio de la buena vida de todas las personas. Sin embargo, no nos engañemos: quienes proclaman una economía regida por el conocimiento están hablando de lo que Luis Villoro distingue como un simple "saber hacer", es decir, algo que no admite, en propiedad, el rango de conocimiento científico (Villoro, 2000). En último término, el modelo de conocimiento imperante es el de la ciencia moderna instrumentalizada al máximo y motivada por la voluntad de dominio, eficacia y ganancia.
Los sistemas de poder público del presente están al servicio de la implantación universal de la lógica inherente a ese capitalismo renovado; lógica por la que apuestan los cruzados del ultraliberalismo en boga. Y los afanes de dichos sistemas en esa dirección incluyen también las universidades públicas, que en los países subdesarrollados constituyen uno de los espacios preferentes para el impulso del modelo de ciencia más acorde con la nueva economía. Así, con la idea de introducir la racionalidad del mercado libre de toda cortapisa legal, política, social y moral, los gobiernos del presente procuran encauzar el desarrollo de la educación superior de acuerdo con las necesidades de los principales factores de la nueva economía global: los procesos productivos post-industriales; las grandes corporaciones transnacionales; la telemática y la cibernética puestas al servicio de la especulación financiera; un modelo de desarrollo científico supeditado a la tecnología, sin vocación humana, ciega y unilateralmente empeñada en dominar el mundo y aun el universo entero. En definitiva, desde las instancias administradoras de la res publica, se intenta reorientar el rumbo de la educación superior por el derrotero de la ciencia hiper-instrumentalizada, que se aviene con el pujante proceso de globalización del nuevo capitalismo.
Por supuesto, no es cosa de oponerse cerrilmente a un movimiento objetivo como el de la expansión de "la nueva economía" y de los sistemas simbólicos que le son afines. Tampoco se trata de considerar que la referida globalización es en todo negativa o rechazable per se. Al contrario, habría que discernir aquellos aspectos de la actual globalización que podrían estar al servicio de la vida y la cultura en el país de los que no lo están y recurrir a ellos sin dogmatismos, sin actitudes provincianas ni retardatarias. Lo que se plantea, pues, es evitar que la lógica del mercado se convierta en la referencia reguladora del desarrollo de la educación universitaria, así como en el criterio dominante de valoración de sus procesos y contribuciones. Tal vez sea ese propósito el que le confiera sentido a una necesaria refundación del ideal autonómico en el ámbito de las universidad pública del presente. Todo indica que, en la actualidad, dicho ideal no puede asumirse como la justificación de una guerra política de posiciones entre las universidades y otras instancias del Estado, sino como la condición de una educación superior comprometida con la vida, con el ser humano y con las más elevadas formas de la cultura. Autonomía institucional de las universidades públicas para producir y transmitir de la mejor manera, los conocimientos que necesita el ser humano y no un proceso económico oneroso y lesivo en todo y, en último análisis, para todos, aun para los grupos que lo impulsan y se benefician momentáneamente de él: eso es lo que estaría planteado en estos tiempos. En definitiva, éstas son las referencias de fondo del novedoso modelo autonómico que, a mi modo de ver, debería intentar el IPN ahora que tiene la ocasión histórica de hacerlo.
Dicho modelo autonómico supone reconocer, como puede advertirse, que el verdadero fundamento de la capacidad de autodeterminación de las universidades públicas es de índole académica y ética y no política ni, menos aún, económica. Es desde la academia y la ética desde donde habrá que pensar e instrumentar una nueva autonomía. Y ello implicará poner en marcha, entre otras, iniciativas como las siguientes:
Articular un modelo epistemológico –es decir, de producción de verdad– más acorde con las necesidades sociales, culturales, políticas y económicas de los hombres y mujeres del presente que con los intereses de los grandes emporios financieros y empresariales y de los grupos que ejercen poderes particularistas y hegemónicos en el terreno político, militar, judicial, etcétera. En último término, se trata de reasumir el compromiso de la ciencia con la dignidad humana, en virtud de que, como advierte el filósofo de la ciencia, Ambrosio Velasco, de un tiempo a esta parte, se tiene la certidumbre de que hay "una integración de la diménsión ética con la dimensión epistemológica de la ciencia, que ya no podemos disociar" (Velasco, 1999). La reforma académica que sirva de antesala a la autonomía del IPN –por lo demás, un centro educativo intensamente comprometido con el desarrollo nacional, desde su fundación– debe plantearse, por ejemplo, si tiene caso participar en un proyecto de "maquilización" de la economía o en uno en que se plantee responder a necesidades como una infraestructura turística con vocación ecologista; si conviene desarrollar estructuras costosas en beneficio de empresas que consumen energía en exceso, sobre-explotan la mano de obra que emplean –de por sí abaratada a causa de la división internacional del trabajo–, empobrecen el entorno, exportan capitales lejos de donde están asentadas... o si debe pensarse en estructuras de comunicación y otros servicios que estimulen la aplicación de tecnologías blandas en el desarrollo de pequeñas y medianas empresas, etcétera.
Actualizar las bases jurídicas de la autonomía universitaria, en términos de un equilibrio entre independencia institucional y autodeterminación epistemológica, por un lado, y participación social bi-direccional (de dentro hacia fuera de las universidades públicas y viceversa), por el otro. En la práctica, esto comportaría superar la actual endogamia política de esas pequeñas repúblicas que son dichas universidades, recurriendo a la participación social en órganos consultivos diseñados a tal fin. Se trata de permear la vida universitaria con la vida social, por medio de la incorporación de intelectuales, trabajadores, políticos de comprobada representatividad, empresarios comprometidos con un auténtico desarrollo nacional, miembros de ONG... a organismos de apoyo y asesoría a las universidades públicas. Negarse a recibir y a canalizar el influjo positivo, racionalmente inducido, de la sociedad, con el pretexto de una autonomía entendida en términos extraterritoriales, puede representar el suicidio histórico de las universidades públicas. Por su parte, en sentido inverso, se trata de procurar una mayor presencia de éstas en los diversos procesos que cotidianamente se despliegan en la sociedad, de acuerdo con la figura que Medina Echevarría llamó, con notable fecundidad, "universidad intelectualmente partícipe" (Echevarría, 1999).
Revisar y racionalizar los procesos de asignación presupuestaria a las universidades públicas, en el entendido de que el Estado debe financiar, en lo sustancial, la educación superior en todas sus formas. En lo esencial –y sin menoscabo de algún nivel de corresponsabilidad de sus beneficiarios directos– la educación superior es responsabilidad del Estado por razones estratégicas que implican, a su turno, motivos culturales y éticos. Así pues, el otorgamiento de la autonomía a una institución universitaria no puede ser vista como una forma de descargar al Estado de esa obligación, como sucedió en algunos momentos de la historia de la UNAM o como parece entender el Banco Mundial (2000). Ciertamente, si se piensa en una autonomía concebida como autodeterminación para servir mejor a las personas que integramos la sociedad, por medio de las producción de saberes científicos y humanísticos, es inaceptable el método consistente en repartir una bolsa limitada según decisiones carentes de verdadero fundamento, predeterminada por factores heterónomos, con criterios y procedimientos unilateralmente ideados y aplicados. Será necesario echar mano de referencias racionales de asignación de recursos, como los alcances y la calidad de los procesos que realicen normalmente las universidades públicas, la pertinencia de sus frutos en el entorno social de referencia, etcétera. Pero, a su vez, la determinación de esas referencias sólo puede proceder de la evaluación de las universidades públicas, concebida como un proceso complejo y participativo (endógeno y exógeno) de una realidad compleja. No se trata de negar toda evaluación institucional, por el hecho de que determinadas iniciativas oficiales en tal sentido, más allá de su superficialidad e inconsistencia teórico-metódica, han servido para legitimar políticas heterónomas, interventoras. Lo que se plantea es la evaluación para conocer, para fundar la crítica y la autocrítica institucionales y poder determinar autónomamente el mejor modo de concretar la misión educativa, cultural y social de las universidades públicas.
No faltarán quienes, tras escuchar las palabras que han dado cuerpo a esta conferencia, sientan cierto regusto a discurso demasiado ajeno a la realidad actual del IPN. No niego esta posibilidad. Al contrario, la asumo con los riesgos que implique. Ante la alta probabilidad de que así haya sucedido, sólo pido al auditorio un poco más de paciencia para que pueda atender un último, y breve, argumento.
Según Martha Robles, "una idea predominaba en la actitud de los fundadores del Politécnico: el imperialismo sólo podrá combatirse con las armas educativas formando cuadros técnicos nacionales" (Robles, 1977). He ahí el sentido de la acción educativa del IPN para una época. No creo que sea necesario demostrar que ahora vivimos en otros tiempos, donde imperan otros modos de entender el mundo, la organización de la vida social y política, así como la ciencia, la técnica y la educación misma. Tampoco será menester probar que ahora el IPN debe encarar otras expectivas y necesidades. Esta conferencia sólo ha procurado proporcionar algunos elementos para columbrar el sentido del desenvolvimiento del IPN, en ese contexto marcadamente diferente al que lo determinó y vio surgir el 2 de enero de 1937. Sólo ha buscado hacer ver que el sentido del IPN como institución de enseñanza superior está ahora en otra parte; que un IPN entendido como lo que, tal vez, podría ser la "Universidad Politécnica Autónoma de México" supone un nuevo modo de efectuar la relevante misión encomendada por el presidente Lázaro Cárdenas, por medio de Narciso Bassols, Luis Enrique Erro y Juan de Dios Bátiz, a nombre de una nación que, entonces como ahora, se empeña en tratar de decidir con libertad sus propios designios.
1 Año en que se decretó la creación de la Universidad de San Luis Potosí, concebida como "universidad autónoma del estado" del mismo nombre.
2 Al respecto, véase lo que plantea Nietzsche en obras como la Tercera Consideración Intempestiva (Schopenhauer como educador), las conferencias Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Crepúsculo de los ídolos y otras.
3 He explicado mis ideas acerca de los efectos de la globalización económica y cultural en la vida universitaria en el texto "Autonomía universitaria y globalización", en Estado, universidad y sociedad: entre la globalización y la democratización, México, CIICH-UNAM, 2000, pp. 35 y ss.
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Revista de la Educación Superior en
Línea.Num. 120
Título: Instituto Politécnico Nacional:Una nueva autonomía *
Autor: Josu Landa Goyogana **
* Conferencia magistral leída en la sede del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados (CINVESTAV) del Instituto
Politécnico Nacional, en marzo de 2001. Subtítulos de la Redacción
** Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
** Correo e:eguzki@servidor.unam.mx