EL PROFESIONALISMO COMO RITUAL DE PURIFICACIÓN
ALIENACIÓN Y DESINTEGRACIÓN EN LA UNIVERSIDAD
BRUCE WILSHIRE*
* Profesor de filosofía en la Universidad de Rutgers.
Publicado originalmente como "Profesionalism as Purification Ritual Alienation and Desintegration in the University" en Journal of Higher Education, Vol. 61, No. 13, mayo-junio 1990. Traducción del inglés por Carlos M. de Allende.
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En una reunión de profesores un amigo declaró en alta voz: "Todos sabemos qué significa ‘universidad de investigación’: Mandar al infierno a los estudiantes de pregrado." Todos parecieron complacidos por un instante, como si disfrutaran el alivio que produce la revelación. Se iba a abordar un problema.1
Gran parte del problema es la dificultad para formularlo. A menudo se considera que la investigación y la enseñanza son mutuamente excluyentes. Esta es una actitud simplista. ¿Acaso la buena enseñanza no fomenta el estudio en los alumnos y los estimula a participar en la investigación del profesor? Si a los estudiantes hay que darles en la boca conocimientos que ya no estimulan al profesor para proseguir con un aprendizaje más avanzado, quizás no debieran estar en la universidad y sus deficiencias educativas deberían ser atribuidas a las escuelas "inferiores". La mayoría de los profesores de las universidades de investigación admiten que existe un problema y algunos lo enfrentan sosteniendo que no es de la universidad. Pienso que gran parte del problema corresponde a la universidad y la mejor manera de expresarlo es: la investigación per se no necesita excluir la educación de pregrado, pero la forma en que se concibe actualmente la investigación tiende a excluirla.El concepto de investigación está ligado a la noción predominante de conocimiento y verdad, que nos viene desde el siglo XVII y se ha incrustado en la estructura de la universidad contemporánea. Los científicos conciben la verdad en un estrecho sentido técnico, que se vincula con su capacidad de formular predicciones cuantificables y ponerlas a prueba con instrumentos de precisión. Esto ha resultado altamente productivo para la ciencia. No obstante, ¿acaso no se afirma que también hay verdades que descubrir, por ejemplo, en la literatura? Esas verdades normalmente no involucran predicciones cuantificables que pueden ser comprobadas con instrumentos de precisión; por consiguiente, el simple término "verdad" no puede ocultar una disparidad de significados que impida a los diferentes campos relacionar o, incluso, contrastar sus descubrimientos.
Sin embargo, todos los eruditos e investigadores de nuestros diferentes departamentos académicos estamos en la tarea de autoeducarnos y educar a nuestros estudiantes. La educación implica un supuesto sencillo pero básico: que el yo no puede divorciarse de la evaluación de sí mismo. "¿Qué lugar ocupo en el mundo?", "Qué he logrado en mi vida?", "¿Qué podría llegar a ser?" De modo que si no podemos cotejar y vincular los descubrimientos que eruditos e investigadores hacemos, se dificulta o, incluso, se paraliza nuestra función de educadores, porque no podremos orientarnos ni orientar a nuestros estudiantes en el mundo. Con sólo conocimientos fragmentarios y aislados corremos el peligro de perdernos, al no estar guiados por lo que de hecho y en verdad es bueno como ideal que debemos buscar. En la literatura y la solidez de la experiencia —la religiosa, por ejemplo— el término bueno llega a lo más profundo de nuestro ser. Pero no puede ser considerado como un todo por la ciencia y definido en el sentido preciso y predictivo requerido, por lo que no puede figurar en las verdades que descubren los científicos. La ciencia por sí misma no nos puede decir cómo educar, ni siquiera cómo educar como personas a aquellos que van a ser científicos. De hecho, aunque la ciencia es considerada la forma superior del conocimiento, no puede establecer lo que casi todos dan por sentado: que es buena en sí misma.
La universidad de investigación está fragmentada en las especialidades profesionales, con una división principal en investigación de "hechos" (las ciencias) e investigación de "valores" (las "expresivas" humanidades). Solamente las humanidades pueden orientar el desarrollo de la ciencia y la tecnología, pero no se considera que descubran conocimientos confiables. Ya en 1882, William James habló de "la pesadilla científica": En la pesadilla ordinaria tenemos motivos pero carecemos de poder. En la pesadilla científica tenemos poder, pero carecemos de motivos2. El dilema provoca una actividad frenética o la paralización y el tedio. Yo deseo indagar detrás de este dilema moderno y mostrar cuán profundamente histórico y sistémico es.
La concepción del siglo XVII de que el mundo externo de los hechos que serán descubiertos por la ciencia está separado de un mundo mental de sentimientos y opiniones, expresado por las artes y las humanidades, oculta un arcaico trasfondo del comportamiento humano; también impulsa algunas de las más profundas influencias formativas. Creo que la separación de la mente y el cuerpo "efectuada en los reconocidos intereses de la ciencia" promueve una primitiva y no reconocida purificación ritual: el intento de establecer la identidad personal de los investigadores como mentes pulcramente especializadas, aisladas del desordenado y "sucio" cuerpo. Los estudiantes no están facultados como seres pensantes y se tiende a evitarlos; también se tiende a evitar aun a los académicos profesionales de otros campos que no pueden autorizar nuestra identidad como un tipo definido de mentalidad. No se confía en que se pueda conocer la dirección ética para la formación de la identidad.
En este artículo abordo las ocultas causas de nuestra alienación de nosotros mismos en nuestras universidades de investigación. Pienso que ocurren cosas arcaicas -procesos de purificación ritual en la muy "actualizada" formación profesional y académica del yo- que el método profesional y académico de conocer, tan influido por las ciencias naturales tradicionales, no puede conocer, lo que constituye una profunda ironía y un autoengaño. A grandes rasgos, el ritual es: yo soy pura y totalmente yo mismo y nosotros somos pura y totalmente nosotros mismos porque somos claramente distintos de los otros, aquellos que no han sido certificados mediante nuestros exámenes profesionales. Sólo cuando se conozca la magnitud de nuestras dificultades, podremos esperar en forma realista reconstruir la universidad.
A. N. Whitehead sostuvo que la universidad del siglo XX está organizada de acuerdo con los principios del pensamiento científico del siglo XVII3. Las personas están estructuradas como seres dobles —mentes privadas conectadas en alguna forma con cuerpos mecánicos— con conocimientos científicos limitados a la "comunidad" de los cuerpos; la comunidad de las personas ha sido eclipsada. Estoy de acuerdo con Whitehead. A pesar del vigoroso desarrollo de la física en el siglo XX y del incremento de la creatividad filosófica en las primeras décadas del siglo, la universidad contemporánea adquirió su conformación en las últimas décadas del siglo XIX y aún persiste la inercia de este siglo. La universidad contemporánea en el fondo es vieja. La convicción arraigada es que el único conocimiento "sólido" es el que puede ser verificado con precisión (matemáticamente) en condiciones rígidamente controladas y universalmente reproducibles, y que cualquier otro conocimiento es "endeble", simplemente la expresión de opiniones y sentimientos subjetivos. Como no podemos tener conocimientos sólidos en este ámbito de la "expresión" pero tampoco podemos olvidarnos completamente de él, la universidad de investigación tiende a estar dividida jerárquicamente en ciencias "sólidas" y las meramente "expresivas" humanidades, mientras que las ciencias sociales proporcionan una débil esperanza de integración.
La tendencia divisoria es exacerbada por la profesionalización de todos los campos académicos. Para mantenerse en la universidad el profesor debe pasar mucho o la mayor parte de su tiempo pensando en el futuro, trabajando para lograr, mediante la publicación de investigaciones, la aprobación de los especialistas reconocidos en toda la nación como autoridades en la materia. La investigación debe ser reproducible de alguna manera (lo que en las humanidades se logra adoptando la forma de una tenue analogía con el ideal científico). La supervivencia del profesor en la universidad depende de ello; también -en cierto grado significativo- de su misma identidad como persona. La comunidad local de estudiantes, jóvenes y viejos, pasa a segundo plano.
La parcialidad de los programas de investigación genera diversas consecuencias para la forma de concebir la enseñanza y la forma en que se conciben a sí mismos los seres humanos, involucrados en la ostensiblemente riesgosa empresa educativa. Como se cree que el único camino hacia el conocimiento firme es la ciencia sólida y hay un solo método científico que ya es conocido, la educación consistirá en inculcar en alguna forma esta habilidad en cada individuo. Cuando la investigación en humanidades no sucumbe ante este modelo, tiende a ser considerada algo secundario o auxiliar. Esta actitud enmascara automáticamente el significado que la educación ha tenido durante milenios. Como se conserva en el término latino, educare significa "conducir" o "sacar" (nunca en forma completamente predecible) en vívido contraste con instruere, incorporar una habilidad o un depósito de información, meramente instruir. Y, al ejercer la enseñanza, el educador —no el instructor— también es conducido y se convierte en un coeducando.
El más antiguo significado de educación excluye la transferencia de incrementos o partes de esto o aquello a una fracción del yo. Un solo yo será conducido a un mundo para enfrentar a un interrogante final: ¿Qué es lo que haré de mí mismo en este mundo singular que me rodea?
Imitando a la ciencia, cada disciplina se esfuerza por aplicar el método científico a esferas particulares de temas de tal modo que los problemas son aislables, las contribuciones de los diferentes investigadores son acumulables, se realiza el progreso "científicamente" en "el campo" y, sobre todo, se establece la identidad de los investigadores mediante el reconocimiento otorgado por los líderes en la materia. Aislado de las otras disciplinas, en cada campo se pueden establecer normas convencionales y se jerarquizan los logros (y las utilidades).
La universidad está dividida en las ciencias y en las cuasi científicas humanidades por los mismos prejuicios de la investigación del siglo XVII que dividen a la persona en mente y subjetividad por una parte, y cuerpo y objetividad, por otra. Ya no se comprende lo que significa ser un yo sumido en un solo mundo; por consiguiente, se ha perdido el antiguo significado de la educación. Ya no tendemos a plantear interrogantes educativos desde el punto de vista de un yo singular que se confronta a sí mismo en su centro efectivo como un agente moral y pregunta: ¿Qué es lo que haré conmigo mismo? ¿En qué es bueno que me convierta? ¿Es simplemente algo por lo cual seré reconocido por mis colegas profesionales?
Nos inclinamos a pensar que los juicios morales solamente expresan la idiosincrasia personal o colectiva, las nubes cambiantes de sentimientos subjetivos. La preocupación obsesiva por el reconocimiento de los pares profesionales encubre, pero no puede eliminar, la corrosiva incertidumbre acerca de lo que es bueno hacer y ser. Esto es un resabio del siglo XVII: el individuo es una mente particular ligada en cierta forma a un cuerpo mecánico en un mundo mecánico. Quizás establecemos "contratos" con otros para constituir sociedades. Pero las comunidades reales en las que siempre ya existimos con otros y a las que recurrimos para satisfacer nuestras respuestas vitales están excluidas del foco de nuestra atención y son eclipsadas. Así sucede con nuestra subjetividad real y con las exigencias cabales de nuestra identidad.
La crisis de la universidad es una especie de esquizofrenia. La integridad de la investigación requiere un investigador con integridad. La ciencia presupone "valores" que no puede expresar y justificar en sus propios términos científicos: la capacidad de imaginar hipótesis, evaluar imparcialmente la evidencia, aceptar sin reservas cualquier verdad descubierta por inesperada o, incluso, repelente que resulte, la capacidad de controlar las ilusiones y el yo como mero ego. La ciencia presupone valores de libertad y responsabilidad, pero, dados sus términos y métodos, no puede probar que sus propios supuestos son verdaderos y legítimos. Esta demostración debe ser la tarea de campos de investigación que estudian al mundo y a nosotros mismos en forma más reflexiva, amplia e histórica —sin duda no con precisión, pero de manera fundamental—, investigaciones del hombre y lo humano, las humanidades. Pero es justamente este tipo de intercambios entre disciplinas lo que es obstaculizado por la división en la universidad y el empleo de vocabularios y métodos (y organizaciones profesionales) mutuamente excluyentes. Las aisladas, puristas, cuasi científicas humanidades no hacen esa labor de mediación y combinación esencial para la matriz del aprendizaje y la vida.
Lo que se entiende como "educación" en la mayoría de las universidades de investigación se ha apartado de la matriz de la realidad humana que da a la educación su significado. Esto es muy evidente en el nivel de educación de pregrado. Debemos decir algo más sobre el viejo y tendencioso programa de investigación que ocasiona la separación esquizoide. No es algo vago sino que está profundamente institucionalizado en las asociaciones académicas y profesionales nacionales e internacionales que custodian, desarrollan y definen cada disciplina académica. Un elemento esencial del desarrollo de la moderna universidad de investigación en las dos últimas décadas del XX fue la creación de aproximadamente 200 asociaciones profesionales (además de agrupaciones de docentes)4. Formadas poco antes de los cataclismos filosóficos y científicos de comienzos del siglo XX, reflejan los sesgos psico-físicos, atomizantes y mecanicistas del siglo XVII.
Criticar el profesionalismo universitario ante un auditorio abrumadoramente académico es una actitud casi tan popular como la de un político estadounidense que critica a George Washington. No hay duda de que sólo un atávico humanista sería tan perverso. Y seguramente sólo alguien ciego a los muchos beneficios que han resultado de ese profesionalismo. Cualquiera que lea informes de la universidad preprofesional del siglo XIX concluirá en que era inevitable algo semejante a la versión profesional5. Con frecuencia gentuza, clérigos descontentos que buscaban un segundo empleo, una banda abigarrada y heterogénea encabezaba las aulas. Los estándares eran bajos o no se aplicaban sistemáticamente. Las primeras universidades eran demasiado pequeñas para absorber el flujo de integrantes de la clase media que esperaba ante sus puertas en los últimos años del siglo pasado, que veían en ellas el camino al poder y la riqueza, la promesa de liberarse de la ignorancia y las restricciones de los prejuicios de clase. Como dijo Eliot, el Rector de Harvard, en su discurso inaugural de 1869, la universidad tenía que acometer la empresa de formar sus propios miembros, sus propios productores de conocimientos6. Y puesto que el conocimiento es universal ("universalmente reproducible"), era inevitable que los estándares no fueran establecidos localmente sino por expertos en un campo específico reconocidos nacional e internacionalmente, cada área profesional desarrollada con estilo y estándares propios y renovada con sus características particulares.
Ninguna persona con conocimientos puede negar en conciencia que las disciplinas segmentadas y profesionalizadas han producido grandes adelantos en ciertos campos, especialmente en las ciencias naturales y las matemáticas. Sin duda, el sólido financiamiento de ciertas disciplinas y la dedicación (para los profesores más jóvenes, la explotación) de los investigadores en las diversas líneas "centrales" no han sido totalmente en vano. Existen actualmente alrededor de 100,000 revistas científicas, ¡una prodigiosa montaña de saber!
Pero, ¿hemos realizado progresos en la educación? Creo que la universidad, como institución educativa, está en crisis; no soy el único que piensa esto. Calvin Schrag recapitula los numerosos informes acerca de esta crisis generados en los más prestigiosos niveles del sistema educacional. La Fundación Carnegie, la Comisión Nacional para la Excelencia en la Educación, la Fundación Nacional para las Humanidades, la Asociación de "Colleges" Estadounidenses y otros grupos señalan: "Los autores de esos informes critican todos la falta de coherencia curricular, la amenaza de un excesivo vocacionalismo, la hiperespecialización de vocabularios, la autocomplacencia de los profesores, los intereses políticos y las fantásticas fidelidades departamentales" que han corroído la educación liberal7.
Debemos finalmente evaluar los costos educativos, los costos humanos, del profesionalismo académico. Algunos son tan obvios que difícilmente necesitan ser señalados. Como las ciencias naturales sirven como modelo del conocimiento y pueden insistir en la decisiva, precisa y universal repetibilidad de sus resultados, los otros campos imitan esto lo mejor que pueden. Pero sólo la investigación publicada puede ser ciertamente evaluada de ese modo y únicamente las agrupaciones profesionales pueden reunir los jueces que efectúan la evaluación. Por consiguiente, todo lo que no encaje en este cauce de procesamiento no "pasa", no está autorizado. La enseñanza en el aula no puede ser evaluada de esta forma ni tampoco el escuchar con atención a colegas y comentar diligentemente su trabajo; por lo tanto, estas actividades tienden a no ser consideradas. Muchos profesores, en particular los jóvenes, no tienen tiempo para el desarrollo personal, los asuntos familiares y los derechos cívicos, ni para la superación individual y la educación en sus diversos aspectos. El nivel profesional del yo se separa del nivel personal, y cuando esto le ocurre a un profesional académico
—quizás de las humanidades— la incongruencia es particularmente lamentable. La reflexión profesional sobre la vida se disocia de la vida. Lo que podría ser un aspecto fundamental de una evaluación equilibrada —la actividad profesional y las publicaciones— es una grotesca distorsión ajena a ella.
La universidad como fábrica de conocimientos no ofrece espacios para que los conocedores se confronten a sí mismos, cada uno como una persona que está comprometida, que ríe, sufre y crea un mundo particular. El conocer no genera a partir de sí mismo ninguna validación de los supuestos de la actividad misma: integridad, libertad, responsabilidad, bondad. Solamente una concepción coherente del conocer de los eruditos y el mundo conocido podría generar, orgánicamente, relaciones entre los eruditos —y las formas de ejercer el poder en la universidad— que no sean las burocráticas y políticas impuestas desde afuera.
Aparece el directivo como burócrata, una figura terriblemente esencial dadas la naturaleza del conocimiento y la fábrica de conocimientos heredadas del siglo XVII. Como las áreas "sustantivas" no pueden relacionarse entre sí, debe existir otra especialidad llamada "administración". Las cuestiones de "procedimientos" apartan de las sustantivas y las reuniones de docentes deben principalmente ocuparse de cuestiones de procedimientos, pues éstas son terriblemente complejas y difíciles: como si un organismo hubiera perdido su cerebro y cada articulación y músculo debiera ser coordinado con los demás por una batería de computadoras conectada con él desde el exterior.
La universidad profesionalizada es una institución burocratizada, en la que cada módulo está tan absorto en sus propias particularidades que no tiene tiempo para pensar en el todo del cual forma parte. Cada uno está de acuerdo en permitir al otro su hegemonía, si el otro a su vez permite la suya. En pocas palabras, la administración toma los cuerpos, los transporta, aloja y alimenta, en tanto que los diferentes departamentos de la institución se encargan de un sector de la mente. Una vez que contamos esta historia dualista sobre nosotros mismos, este mito del siglo XVII, ya no se pueden juntar las piezas, salvo en forma burocrática, administrativa, legalista. Lo que somos no es independiente de los términos en que nos reconocemos a nosotros mismos.
Todo esto es filosófico, lo sé: la verdad, el significado, el conocimiento, la integridad, la bondad, el ser humano, el mundo, el mundo como totalidad. Una medida de la alienación de la vida en que se halla la filosofía profesionalizada, es que a menudo ésta sea la razón para desechar esos problemas de la discusión universitaria diciendo "nos estamos convirtiendo en filósofos". En realidad es una medida del abrumador poder del profesionalismo el hecho de que haya podido predominar sobre la filosofía académica misma, el campo que tradicionalmente no ha tenido límites, luchando con las interrogantes que nunca podemos, con clara percepción, evitar, no importa cuán inútil hayan parecido las respuestas. La filosofía se convierte en sólo otro departamento de la universidad, un departamento pequeño y políticamente intrascendente. El profesionalismo tiene este poder, creo, porque tras su fachada científica o cuasi científica aprovecha las arcaicas energías de formación de la identidad, tradicionalmente manipuladas por instituciones religiosas, reales, tribales y familiares, y los rituales de iniciación y purificación que ellas supervisaban. Afirmo que el profesionalismo es particularmente imperioso, descontrolado e insensible, porque en su "sofisticación" no puede reconocer sus poderosas fuentes arcaicas.
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