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La calidad
colonizada: universidad y globalización
María
José Lemaitre
* Conferencia dictada en el Seminario “The End of
Quality”,
organizado por la Universidad de Central England, Birmingham, Reino
Unido, en mayo de
2001.
El nombre inicial
de esta presentación
era “La Calidad como una forma de Imperialismo”, y al principio
pareció que se trataba de algo relativamente sencillo: significaba
mirar la forma en que se desarrollaban las nuevas agencias de acreditación
y procesaban la información proveniente de las agencias más
experimentadas, generalmente de países más desarrollados,
y analizar si el proceso permitía tomar en cuenta la cultura local
y las características propias de la educación superior
en un contexto determinado o si más bien estaba dominado por enfoque
extranjerizantes y colonialistas.
La figura mental
subyacente era aproximadamente la siguiente: el aseguramiento de la
calidad en América Latina está en manos de un conjunto
de académicos, la mayoría de los cuales ha hecho estudios
de posgrado en Estados Unidos o Europa. Estos se mantienen al día
en temas de actualidad leyendo la revista Time, The Economist o el
New York Review of Books; viajan con frecuencia, a ver qué está pasando
en otras partes del mundo, a compartir experiencias y a aprender de ellas.
En este proceso, tienden a importar las definiciones de calidad formuladas
en los países desarrollados y sus correspondientes modelos para
medirla, promoverla y garantizarla. En ese marco, la idea era analizar
el proceso y comentarlo, tratando de evaluar su relevancia en función
de las necesidades de los sistemas nacionales de educación superior
y su eventual dependencia de una manera imperial de hacer las
cosas.
Si bien todo esto es cierto y pertinente, lo es en una perspectiva
relativamente secundaria y limitada – a la que probablemente me referiré de
todos modos. Pero a medida que iba preparando y escribiendo este artículo,
se fue abriendo paso una nueva mirada, empezando por los conceptos que
estaba tratando de relacionar, y eso me llevó en una dirección
diferente.
Mi hipótesis, por tanto, es que lo que realmente interesa es el
alcance de la globalización y su impacto, no sólo sobre
nuestra definición de calidad y de los métodos que usamos
para determinarla, sino, y sobre todo, sobre el desarrollo de las universidades
en el mundo.
¿Imperialismo o globalización?
La primera pregunta que surgió tenía que ver con el uso
adecuado del concepto de imperialismo. En efecto, hablar de imperialismo
implica la referencia a un deseo explícito de conquistar mercados
a través de la dominación política, y no me parece
que eso sea lo que está ocurriendo actualmente, al menos, no en
el campo de la educación superior. Hablar de imperialismo exige
que exista un imperio, o un sustituto muy cercano, que pretende dominar.
El imperialismo, de una manera curiosamente reconfortante, necesita de
la presencia de alguien que intenta imponer su cultura, sus necesidades,
sus prioridades políticas y económicas al resto, los que
pueden (o no) tratar de resistirse a esta imposición. Pero si
hay resistencia, hay un enemigo identificable contra el cual luchar.
Lo que vemos ahora es diferente. Existe una imposición de cultura,
de prioridades políticas y económicas, pero lo que no hay
es un enemigo identificable, o deseo explícito de conquista. Llamamos
a este fenómeno “globalización”, y nuestra
reacción tiene elementos ambivalentes. Pero, como ocurre frecuentemente,
el mismo concepto encierra diferentes significados, muchos de los cuales
son contradictorios, en tanto que otros pueden ayudar a explicar nuestra
ambivalencia.
Para algunos analistas, somos testigos de una transformación tan radical
que “ya no es posible aplicar ninguna de las antiguas maneras de pensar
y actuar”. En esta perspectiva, celebrada por unos y lamentada por otros,
la soberanía de los estados ha disminuido; ha desaparecido la capacidad
para resistir las reglas del mercado; nuestras posibilidades de autonomía
cultural son prácticamente nulas y se ve seriamente cuestionada la estabilidad
de nuestra identidad cultural (Wallerstein, 1999). Otros sostienen que estos
procesos han existido al menos desde que Cristóbal Colón intentó llegar
al Oriente viajando hacia Occidente, pero que lo que los distingue es el grado
de expansión del comercio y transferencia de capitales, trabajo, producción,
consumo, información y tecnología, lo que podría ser suficiente
para que se produzca un cambio cualitativo (Miyoshi, 1998).
En cualquiera de los dos casos, sea que se trate de un nuevo fenómeno,
o una nueva dimensión del colonialismo, hay algunos rasgos en los que
todos podemos estar de acuerdo:
El primero y más significativo tiene que ver con la economía,
en términos de la expansión e intensificación del comercio
e inversiones internacionales más allá de un proceso de “internacionalización” en
cuanto a que ya no están vinculados a la acción de estados-naciones.
Las empresas multinacionales y transnacionales operan en un mercado mundial,
o más bien, en una variedad de mercados segmentados por tipos de consumidores,
y no por consideraciones nacionales o geográficas. En esta misma perspectiva
global, el comercio de capitales ha tenido un crecimiento espectacular. Lo
anterior ha ocurrido como consecuencia de la des-regulación de los mercados
nacionales.
Luego está la dimensión política, caracterizada por la
organización de instituciones gubernamentales y regulatorias de carácter
transnacional y por la difusión de la ideología neo-liberal y
de formas institucionales ligadas a ella. Se ha señalado que la globalización
está vinculada a un vuelco mundial hacia la democracia, pero es preciso
examinar con cuidado esta afirmación. Si bien se ha intensificado la
adopción formal de prácticas e instituciones democráticas
a partir de los setenta, la democratización real se ve amenazada por
la pérdida de poder de los estados. Paradójicamente, a medida
que se democratizan los gobiernos, el rango y la efectividad de los procesos
gubernamentales de toma de decisiones se ha reducido. Los jóvenes están
conscientes de esto y, comprensiblemente, no parecen interesarse en procesos
que para nosotros, los de la generación anterior, eran un componente
esencial de la democracia: inscribirse para votar o tener una participación
activa en debates electorales.
La tercera dimensión es la de la cultura, aspecto frecuentemente asociado
a la expansión de las ideas y prácticas culturales de occidente.
La dimensión cultural de la globalización está claramente
vinculada con el crecimiento de un cierto tipo de empresas transnacionales, aquellas
que controlan los medios de comunicación masivos y particularmente, los
canales de televisión y las agencias de publicidad. Así, se relaciona
con la adopción de ciertos patrones de consumo y la difusión de
una cultura e ideología de consumismo a escala global.
Lo que se pretende al destacar estos aspectos es mostrar cómo el mundo
se va alejando de una perspectiva internacional (centrada y definida en el ámbito
de estados-naciones) hacia una global o transnacional, construida sobre la base
de empresas transnacionales en el ámbito económico, de una clase
capitalista transnacional a nivel político, y de la ideología del
consumismo a nivel cultural (Sklair,1995).
mostrar como se expresan estos rasgos en distintos
países –desde las mujeres indonesias que fabrican zapatillas
Nike, a los millones de bebés que se alimentan de productos Nestlé,
pasando por la imagen de campesinos en Teherán reunidos en torno
a los escasos televisores disponibles para ver Baywatch, las compras
de libros a través de Amazon.com o el desarrollo de E*Trade.
En este contexto, tal vez una de las cosas más sorprendentes sea la
relativa ausencia de las universidades –y de la educación en general– en
la mayoría de los estudios de globalización. Las universidades
claramente, no forman parte explícita del mundo corporativo transnacional
(aún cuando la oferta transnacional de educación superior constituye
una porción creciente de las exportaciones en muchos países);
tampoco se las reconoce como parte de la “clase capitalista transnacional” (que
incluye a los ejecutivos de las empresas transnacionales, a los profesionales,
políticos y burócratas que trabajan en el ámbito globalizado
y a las élites del consumo) y no se las menciona para nada cuando se
hace referencia al ámbito cultural de la globalización, enteramente
dominado por el análisis de los medios de comunicación.
Esto puede deberse simplemente al sesgo de muchos analistas, que tienden a
centrarse en variables económicas aun cuando se refieren a aspectos
culturales. Sería interesante profundizar en el tema, y me parece importante
dejarlo insinuado. En esta oportunidad me limitaré a explorar las formas
en que la globalización, en los términos definidos más
arriba, ha ejercido su impacto sobre el mundo de la educación superior,
y cómo es posible encontrar sus rasgos en las universidades.
Cambios en la educación superior
La mayoría de los estudios sobre educación
superior mencionan algunas tendencias que impactan en su desarrollo y
afectan el tipo y contenido de las decisiones que adoptan las instituciones.
Estas mega-tendencias, como se las ha llamado, ejercen su influencia
sin tomar en cuenta la ubicación física, tradición
o costumbres, prácticas habituales o aspiraciones de las universidades.
Quizás el fenómeno más importante a este respecto, y el
que ha tenido más fuerte impacto en las universidades y su naturaleza
ha sido el aumento de la demanda por educación superior y la constatación
de que las universidades deben abrirse a grupos de estudiantes cada vez mayores
y más diversificados. El aumento del acceso y cobertura explica parte
del incremento en la demanda por educación superior, pero este fenómeno
se complementa con la expansión del acceso a la educación terciaria
de grupos no tradicionales de estudiantes. El estudio del Grupo Especial para
el Estudio de la Educación Superior y la Sociedad encargado por el Banco
Mundial, establece en su informe que “la educación superior es
indiscutiblemente la nueva frontera del desarrollo educacional en un creciente
número de países”. También señala que el
número de adultos con estudios superiores aumentó en un factor
de 2.5 entre 1975 y 1999, y que la matrícula total creció de
28 millones en 1980 a cerca de 47 millones en 1995 (IDRB, 2000). Si bien éste
es un fenómeno mundial, las cifras ocultan fuertes desequilibrios, tanto
entre países (por cuanto la matrícula en la educación
superior de los países industrializados es cinco o seis veces mayor
que la de los países en desarrollo) como dentro de los países
(donde está claramente sobre-representada la población de altos
ingresos, masculina y urbana).
El cambio de una educación superior de élite a una educación
superior masiva ha tenido como consecuencia un proceso de diversificación
horizontal 1 (o privatización)
a través de un importante aumento
en el número de instituciones privadas, muchas de las cuales son administradas
con fines de lucro. En efecto, las instituciones privadas concentran más
del 50% de los estudiantes en países como Filipinas, Corea, Indonesia,
Colombia, India, Brasil, Paraguay o Nicaragua; en muchos otros países,
sin llegar a esas cifras, el sector privado capta un porcentaje significativo
del sistema de educación respectivo (IDRB, op.cit).
La privatización también está relacionada con la disminución
de los fondos públicos para la educación superior, situación
que a su vez ha presionado a las universidades a diversificar sus fuentes de
recursos, muchas de las cuales vienen del sector privado. Los recursos provenientes
de los aranceles pagados por los estudiantes, la venta de servicios a clientes
externos o los contratos por investigaciones específicas, acarrean en
la práctica una privatización de los ingresos. De este modo,
el financiamiento se encuentra estrechamente ligado a consideraciones de mercado,
y por tanto, las decisiones institucionales terminan dependiendo de las oportunidades
de obtención de recursos, a menudo con un enfoque de corto plazo.
En la medida en que se universaliza el acceso a la educación secundaria,
la educación superior se convierte en el principal mecanismo de diferenciación
en un mercado de trabajo extremadamente competitivo. El desarrollo tecnológico
y el crecimiento económico están, también, asociados a
la existencia de una población con niveles educativos cada vez mayores.
Como consecuencia de lo anterior, la demanda por educación superior
no está limitada a los jóvenes, sino que procede, en muchos casos,
de adultos que quieren mejorar o actualizar sus calificaciones, obtener un
título por primera vez o especializarse en nuevas áreas. En la
mayoría de los países (y Chile no es una excepción en
este sentido), los ingresos de los titulados de la educación superior,
y más específicamente, de los graduados universitarios, son varias
veces superiores a los de los egresados de la educación secundaria o
técnica. El valor económico de la educación superior es
cada vez más evidente, tanto para los estudiantes potenciales como para
los empleadores.
El aspecto transnacional también está presente en la educación
superior. Para los Estados Unidos, el Reino Unido, Australia y España
la exportación de educación superior constituye una parte substancial
de su producto nacional, y las corporaciones multinacionales –como Sylvan
Systems– están comprando universidades en diferentes partes del
mundo (Estados Unidos, España, Chile, y otros países), con el
objeto de unificarlas en un esquema transnacional.
El consumismo tampoco está ausente. En muchas universidades, el número
de alumnos que se matricula en un curso es lo que define, en última
instancia, si se dicta o no el curso en cuestión, sin que los contenidos
sean un criterio esencial. En otros casos, las decisiones sobre los programas
o carreras ofrecidos dependen de la demanda por matrícula de los estudiantes
que ingresan, quienes deciden principalmente sobre la base de estudios de marketing,
más que por consideraciones relacionadas con su futuro profesional,
el ámbito del conocimiento o la calidad de la oferta.
Todas estas tendencias han ido cambiando el rol social de las instituciones
de educación superior, diversificando los sistemas para incluir en ellos
no sólo universidades sino una variedad de instituciones y legitimar
la diversidad entre universidades. De esta forma, los sistemas de educación
superior han intentado responder a las nuevas prioridades sociales, adaptándose
a ellas para poder sobrevivir. El problema es que, como consecuencia de los
cambios, resulta cada vez más difícil entender la estructura
de la educación superior, comprender la forma en que funciona o aprovechar
las oportunidades que ofrece. Esta dificultad no solo afecta al público
en general, a los postulantes a la educación superior y a muchos empleadores,
sino también a los académicos, los responsables de las políticas,
los funcionarios públicos y las agencias de aseguramiento de la calidad.
De este modo, al mismo tiempo que la educación superior adquiere una
importancia central para la vida de grupos cada vez más grandes de personas,
se hace evidente que no hay mapas adecuados para un territorio crecientemente
desconocido y complejo.
Esta complejidad se traduce en dos puntos de vista opuestos y contradictorios
respecto de la educación superior, que coexisten pero no se reconocen
expresa mente como tales, aun cuando imponen lógicas distintas respecto
de las decisiones y las actuaciones en la universidad.
El primero es el reflejado en la perspectiva académica tradicional,
cuya preocupación principal es el dominio de las disciplinas, la formación
y desarrollo de estudiantes calificados y seleccionados, el desarrollo de proyectos
de investigación orientados principalmente por prioridades intelectuales
o disciplinarias, en una perspectiva colegiada y académica. La otra
es la que podemos llamar la visión operativa, que se ha desarrollado
como consecuencia de las tendencias señaladas más arriba y que,
por consiguiente transforma la universidad en una institución diferente,
que intenta responder a las demandas de este nuevo contexto. En esta perspectiva,
el conocimiento se define básicamente como información o la capacidad
de resolver problemas, los estudiantes son considerados “productos” o,
en el mejor de los casos, clientes; los académicos se vuelven profesores
(o facilitadores) y la investigación suele asociarse a proyectos de
desarrollo o investigación-acción, financiados frecuentemente
por empresas que quieren mejorar su posición en el mercado.
Hay muchos ejemplos acerca del grado en que esta perspectiva operacional ha
invadido el mundo universitario. El rector de una de las más grandes
universidades de investigación de Estados Unidos lo dejó claramente
establecido cuando definió su visión para la universidad: enfatizó la
importancia de la tecnología para “aumentar la productividad,
elevar los niveles de vida y acelerar el crecimiento económico”,
y a pesar de que reconoció que algunas personas podían considerar
que este enfoque era peligroso, “agitando el fantasma de que las universidades
abandonarían la búsqueda de conocimientos fundamentales en favor
de investigaciones de corto plazo con un rápido retorno”, insistió en
que a su juicio el creciente interés de las empresas en la investigación
universitaria era “una oportunidad y no una amenaza” 2.
En el Reino Unido y en otros países, se han reformulado los programas
con el fin de fortalecer las habilidades emprendedoras y empresariales a través
de diversas disciplinas, incluyendo las humanidades. Los nuevos enfoques de
diseño curricular que privilegian crecientemente la definición
de competencias y la evaluación por resultados también apuntan
hacia la necesidad de aumentar la capacidad operativa de los egresados en una
forma cada vez más uniforme y pre-establecida, descrita por los resultados
esperados (Barnett,1994). Un informe sobre las universidades europeas destaca
la manera en que los nuevos enfoques acerca del trabajo y la organización
empresarial han borrado el límite entre el mundo de las universidades,
la industria, la investigación y el trabajo, y señala que las
universidades han tenido que ajustar sus actividades docentes a los requerimientos
de estudiantes y académicos de tiempo parcial, a las necesidades de
la educación continua y a los currículos recortados, así como
sus actividades de investigación a la necesidad de obtener resultados
que puedan aplicarse de inmediato a problemas específicos y concretos
(Bricall, 2000). En muchas partes del mundo, los parques tecnológicos,
proyectos conjuntos universidad-empresa, y la lógica subyacente a las
decisiones acerca de las carreras y cursos ofrecidos reflejan el control que
los principios de la economía corporativa ejercen sobre las universidades.
El título del libro de Burton Clark, Creating Entrepreneurial Universities:
Organizational Pathways of Transformation refuerza el enfoque mencionado.
En la práctica, esto se ha convertido en una nueva forma ideológica
de interpretación de las universidades y de su rol social. El concepto
de “ideología” en este sentido amplía su definición
tradicional, centrada en la dominación de clase, a otras formas de dominación,
incluyendo los aspectos económicos y culturales comprendidos en la idea
de la globalización, pero comparte con esa definición la necesidad
de comprender esos patrones de dominación y la exigencia de obediencia
por parte de los adherentes, convirtiendo su interpretación de la realidad
en una Weltanschauung que pretende ser la única válida.
En esta perspectiva, las universidades deben centrarse en un concepto de competencia “operacional”,
reproduciendo esencialmente el interés social en el desempeño,
y reduciendo el conocimiento a una mercancía que se transa de acuerdo
a los intereses de los consumidores. Eficiencia y eficacia son las palabras
claves para evaluar el desempeño, y éstas se interpretan en un
marco económico en que el valor-por-dinero y la accountability 3 constituyen
los parámetros esenciales.
La coexistencia de estas perspectivas académica y operacional ha generado
un alto grado de incertidumbre en las universidades. La mayoría de los
académicos reconoce que la estructura organizativa actual no resulta
adecuada, y los límites entre disciplinas se vuelven difusos. No es
fácil para los académicos ponerse de acuerdo acerca de lo que
constituyen los aspectos esenciales que deberían enseñarse. Si
bien se acepta que la universidad debe tomar en cuenta la forma en que la sociedad
define el conocimiento y el aprendizaje, y que estas definiciones deben ajustarse
como consecuencia del cambio social y tecnológico, no resulta fácil
ver cómo puede hacerse esto dentro de las restricciones existentes y
sin sacrificar el compromiso que muchos académicos sienten con respecto
a los procesos tradicionales de investigación y docencia.
En muchos casos esto se resuelve transformando la perspectiva académica
en una visión ideológica diferente, que cierra filas detrás
de la idea de conocimiento objetivo, orientado por la búsqueda de la
verdad. El énfasis se pone en el pensamiento propositivo, sin considerar
las relaciones entre el pensamiento y la acción.
El problema con esta perspectiva no es solamente que se encuentra desligada
de muchas de las prioridades sociales actuales, sino que al estarlo, arriesga
el valor social del conocimiento o, al menos, del conocimiento definido de
esta forma. En un contexto de educación superior masiva, la noción
de que existan instituciones que no tienen por qué rendir cuentas de
sus actos a la sociedad, dedicadas al desarrollo del
conocimiento desligado de la acción no parece seguir siendo válida.
Entonces, ¿qué pasa con la calidad? La preocupación por la calidad ha surgido precisamente debido
a las incertidumbres y tensiones que hemos descrito. Enfrentados a procesos
de masificación, a la necesidad de rendir cuentas por el uso de
recursos públicos escasos, a la exigencia de demostrar que se
está entregando valor por dinero cuando se trata de recursos privados
destinados a la educación, la sociedad y sus integrantes exigen
que alguien proporcione alguna medida de aseguramiento de la calidad.
Respondiendo a esta preocupación, muchos países han establecido
sistemas de aseguramiento de calidad. En la última conferencia
de la Red Internacional de Agencias de Acreditación (INQAAHE),
en la India, había 48 países representados, y la Red tiene
más de 100 miembros. Los sistemas de aseguramiento de la calidad
de muchos de estos países están funcionando desde hace
varios años, de modo que sería de esperar que no hubiera
dudas acerca de las definiciones de calidad. Sin embargo, hay un número
importante de preguntas al respecto, que en muchos casos no han sido
abordadas directamente por estas mismas agencias de acreditación.
“
Calidad” es esencialmente un término relativo, expresado
en términos de la deseabilidad social e individual. Por lo tanto,
cuando nos vemos obligados a mirar las universidades de cierta forma,
solamente podemos definir calidad de una manera que sea consistente con
ella. Las definiciones de calidad nunca son neutrales ni inocentes, sino
que refieren a equilibrios de poder, dentro de la educación superior
y entre la educación superior y otros actores sociales.
En la primera parte de esta presentación intenté mostrar
que lo que se nos está imponiendo –a todos, no sólo
a los que pertenecemos a países subdesarrollados– es una
definición ideológica de las universidades, que surge de
una visión globalizada del mundo. En este sentido, no es que se
impongan ciertas definiciones de calidad provenientes de los países
desarrollados, sino más bien la “colonización” de
las universidades por una ideología foránea, impuesta por
una economía globalizada sobre los sistemas de educación
superior del mundo.
En lo que sigue, quisiera sugerir que las definiciones de calidad que
usamos son una forma de dar cierta legitimidad a esta manera de entender
la universidad, y que esto tiene un impacto diferente en las universidades
según si forman parte de países desarrollados o de países
en vías de desarrollo.
La globalización y el concepto de calidad
La acreditación se presenta a menudo como un asunto técnico.
que debe tratarse en términos de manuales y procedimientos, sosteniendo
implícitamente que los principios y estándares pueden trasladarse
de un país a otro con escasas modificaciones, porque es la forma
en que los pares o evaluadores externos los aplican lo que permite ajustarlos
a las condiciones locales. Igualmente, se ha vinculado a tres lógicas
fundamentales principales (Harvey, 1999): rendición de cuentas,
cumplimiento de requisitos y mejoramiento.
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La profesión académica en el Tercer Mundo
Información para Colaboradores
Informe 2003
se
aceptan colaboraciones
Hay muchas instancias en las cuales es posibleEl nombre inicial de esta presentación
era “La Calidad como una forma de Imperialismo”, y al principio
pareció que se trataba de algo relativamente sencillo: significaba mirar
la forma en que se desarrollaban las nuevas agencias de acreditación
y procesaban la información proveniente de las agencias más experimentadas,
generalmente de países más desarrollados, y analizar si el proceso
permitía tomar en cuenta la cultura local y las características
propias de la educación superior en un contexto determinado o si más
bien estaba dominado por enfoque extranjerizantes y colonialistas.
La figura mental subyacente era aproximadamente la siguiente: el aseguramiento
de la calidad en América Latina está en manos de un conjunto de
académicos, la mayoría de los cuales ha hecho estudios de posgrado
en Estados Unidos o Europa. Estos se mantienen al día en temas de actualidad
leyendo la revista Time, The Economist o el New York Review of Books; viajan
con frecuencia, a ver qué está pasando en otras partes del mundo,
a compartir experiencias y a aprender de ellas. En este proceso, tienden a importar
las definiciones de calidad formuladas en los países desarrollados y sus
correspondientes modelos para medirla, promoverla y garantizarla. En ese marco,
la idea era analizar el proceso y comentarlo, tratando de evaluar su relevancia
en función de las necesidades de los sistemas nacionales de educación
superior y su eventual dependencia de una manera imperial de hacer las cosas.
Si bien todo esto es cierto y pertinente, lo es en una perspectiva relativamente
secundaria y limitada – a la que probablemente me referiré de todos
modos. Pero a medida que iba preparando y escribiendo este artículo, se
fue abriendo paso una nueva mirada, empezando por los conceptos que estaba tratando
de relacionar, y eso me llevó en una dirección diferente.
Mi hipótesis, por tanto, es que lo que realmente interesa es el alcance
de la globalización y su impacto, no sólo sobre nuestra definición
de calidad y de los métodos que usamos para determinarla, sino, y sobre
todo, sobre el desarrollo de las universidades en el mundo.
¿Imperialismo o globalización?
La primera pregunta que surgió tenía que ver con el uso
adecuado del concepto de imperialismo. En efecto, hablar de imperialismo
implica la referencia a un deseo explícito de conquistar mercados
a través de la dominación política, y no me parece
que eso sea lo que está ocurriendo actualmente, al menos, no en
el campo de la educación superior. Hablar de imperialismo exige
que exista un imperio, o un sustituto muy cercano, que pretende dominar.
El imperialismo, de una manera curiosamente reconfortante, necesita de
la presencia de alguien que intenta imponer su cultura, sus necesidades,
sus prioridades políticas y económicas al resto, los que
pueden (o no) tratar de resistirse a esta imposición. Pero si
hay resistencia, hay un enemigo identificable contra el cual luchar.
Lo que vemos ahora es diferente. Existe una imposición de cultura, de
prioridades políticas y económicas, pero lo que no hay es un
enemigo identificable, o deseo explícito de conquista. Llamamos a este
fenómeno “globalización”, y nuestra reacción
tiene elementos ambivalentes. Pero, como ocurre frecuentemente, el mismo concepto
encierra diferentes significados, muchos de los cuales son contradictorios,
en tanto que otros pueden ayudar a explicar nuestra ambivalencia.
Para algunos analistas, somos testigos de una transformación tan radical
que “ya no es posible aplicar ninguna de las antiguas maneras de pensar
y actuar”. En esta perspectiva, celebrada por unos y lamentada por otros,
la soberanía de los estados ha disminuido; ha desaparecido la capacidad
para resistir las reglas del mercado; nuestras posibilidades de autonomía
cultural son prácticamente nulas y se ve seriamente cuestionada la estabilidad
de nuestra identidad cultural (Wallerstein, 1999). Otros sostienen que estos
procesos han existido al menos desde que Cristóbal Colón intentó llegar
al Oriente viajando hacia Occidente, pero que lo que los distingue es el grado
de expansión del comercio y transferencia de capitales, trabajo, producción,
consumo, información y tecnología, lo que podría ser suficiente
para que se produzca un cambio cualitativo (Miyoshi, 1998).
En cualquiera de los dos casos, sea que se trate de un nuevo fenómeno,
o una nueva dimensión del colonialismo, hay algunos rasgos en los que
todos podemos estar de acuerdo:
El primero y más significativo tiene que ver con la economía,
en términos de la expansión e intensificación del comercio
e inversiones internacionales más allá de un proceso de “internacionalización” en
cuanto a que ya no están vinculados a la acción de estados-naciones.
Las empresas multinacionales y transnacionales operan en un mercado mundial,
o más bien, en una variedad de mercados segmentados por tipos de consumidores,
y no por consideraciones nacionales o geográficas. En esta misma perspectiva
global, el comercio de capitales ha tenido un crecimiento espectacular. Lo
anterior ha ocurrido como consecuencia de la des-regulación de los mercados
nacionales.
Luego está la dimensión política, caracterizada por la
organización de instituciones gubernamentales y regulatorias de carácter
transnacional y por la difusión de la ideología neo-liberal y
de formas institucionales ligadas a ella. Se ha señalado que la globalización
está vinculada a un vuelco mundial hacia la democracia, pero es preciso
examinar con cuidado esta afirmación. Si bien se ha intensificado la
adopción formal de prácticas e instituciones democráticas
a partir de los setenta, la democratización real se ve amenazada por
la pérdida de poder de los estados. Paradójicamente, a medida
que se democratizan los gobiernos, el rango y la efectividad de los procesos
gubernamentales de toma de decisiones se ha reducido. Los jóvenes están
conscientes de esto y, comprensiblemente, no parecen interesarse en procesos
que para nosotros, los de la generación anterior, eran un componente
esencial de la democracia: inscribirse para votar o tener una participación
activa en debates electorales.
La tercera dimensión es la de la cultura, aspecto frecuentemente asociado
a la expansión de las ideas y prácticas culturales de occidente.
La dimensión cultural de la globalización está claramente
vinculada con el crecimiento de un cierto tipo de empresas transnacionales,
aquellas que controlan los medios de comunicación masivos y particularmente,
los canales de televisión y las agencias de publicidad. Así,
se relaciona con la adopción de ciertos patrones de consumo y la difusión
de una cultura e ideología de consumismo a escala global.
Lo que se pretende al destacar estos aspectos es mostrar cómo el mundo
se va alejando de una perspectiva internacional (centrada y definida en el ámbito
de estados-naciones) hacia una global o transnacional, construida sobre la
base de empresas transnacionales en el ámbito económico, de una
clase capitalista transnacional a nivel político, y de la ideología
del consumismo a nivel cultural (Sklair,1995).
mostrar como se expresan
estos rasgos en distintos países –desde las mujeres indonesias que fabrican
zapatillas Nike, a los millones de bebés que se alimentan de productos
Nestlé, pasando por la imagen de campesinos en Teherán reunidos
en torno a los escasos televisores disponibles para ver Baywatch, las compras
de libros a través de Amazon.com o el desarrollo de E*Trade.
En este contexto, tal vez una de las cosas más sorprendentes sea la
relativa ausencia de las universidades –y de la educación en general– en
la mayoría de los estudios de globalización. Las universidades
claramente, no forman parte explícita del mundo corporativo transnacional
(aún cuando la oferta transnacional de educación superior constituye
una porción creciente de las exportaciones en muchos países);
tampoco se las reconoce como parte de la “clase capitalista transnacional” (que
incluye a los ejecutivos de las empresas transnacionales, a los profesionales,
políticos y burócratas que trabajan en el ámbito globalizado
y a las élites del consumo) y no se las menciona para nada cuando se
hace referencia al ámbito cultural de la globalización, enteramente
dominado por el análisis de los medios de comunicación.
Esto puede deberse simplemente al sesgo de muchos analistas, que tienden
a centrarse en variables económicas aun cuando se refieren a aspectos
culturales. Sería interesante profundizar en el tema, y me parece importante
dejarlo insinuado. En esta oportunidad me limitaré a explorar las formas
en que la globalización, en los términos definidos más
arriba, ha ejercido su impacto sobre el mundo de la educación superior,
y cómo es posible encontrar sus rasgos en las universidades.
Cambios en la educación superior
La mayoría de los estudios sobre educación superior mencionan
algunas tendencias que impactan en su desarrollo y afectan el tipo y
contenido de las decisiones que adoptan las instituciones. Estas mega-tendencias,
como se las ha llamado, ejercen su influencia sin tomar en cuenta la
ubicación física, tradición o costumbres, prácticas
habituales o aspiraciones de las universidades.
Quizás el fenómeno más importante a este respecto,
y el que ha tenido más fuerte impacto en las universidades y su
naturaleza ha sido el aumento de la demanda por educación superior
y la constatación de que las universidades deben abrirse a grupos
de estudiantes cada vez mayores y más diversificados. El aumento
del acceso y cobertura explica parte del incremento en la demanda por
educación superior, pero este fenómeno se complementa con
la expansión del acceso a la educación terciaria de grupos
no tradicionales de estudiantes. El estudio del Grupo Especial para el
Estudio de la Educación Superior y la Sociedad encargado por el
Banco Mundial, establece en su informe que “la educación
superior es indiscutiblemente la nueva frontera del desarrollo educacional
en un creciente número de países”. También
señala que el número de adultos con estudios superiores
aumentó en un factor de 2.5 entre 1975 y 1999, y que la matrícula
total creció de 28 millones en 1980 a cerca de 47 millones en
1995 (IDRB, 2000). Si bien éste es un fenómeno mundial,
las cifras ocultan fuertes desequilibrios, tanto entre países
(por cuanto la matrícula en la educación superior de los
países industrializados es cinco o seis veces mayor que la de
los países en desarrollo) como dentro de los países (donde
está claramente sobre-representada la población de altos
ingresos, masculina y urbana).
El cambio de una educación superior de élite a una educación
superior masiva ha tenido como consecuencia un proceso de diversificación
horizontal1 (o privatización) a través de un importante
aumento en el número de instituciones privadas, muchas de las
cuales son administradas con fines de lucro. En efecto, las instituciones
privadas concentran más del 50% de los estudiantes en países
como Filipinas, Corea, Indonesia, Colombia, India, Brasil, Paraguay o
Nicaragua; en muchos otros países, sin llegar a esas cifras, el
sector privado capta un porcentaje significativo del sistema de educación
respectivo (IDRB, op.cit).
La privatización también está relacionada con la
disminución de los fondos públicos para la educación
superior, situación que a su vez ha presionado a las universidades
a diversificar sus fuentes de recursos, muchas de las cuales vienen del
sector privado. Los recursos provenientes de los aranceles pagados por
los estudiantes, la venta de servicios a clientes externos o los contratos
por investigaciones específicas, acarrean en la práctica
una privatización de los ingresos. De este modo, el financiamiento
se encuentra estrechamente ligado a consideraciones de mercado, y por
tanto, las decisiones institucionales terminan dependiendo de las oportunidades
de obtención de recursos, a menudo con un enfoque de corto plazo.
En la medida en que se universaliza el acceso a la educación secundaria,
la educación superior se convierte en el principal mecanismo de
diferenciación en un mercado de trabajo extremadamente competitivo.
El desarrollo tecnológico y el crecimiento económico están,
también, asociados a la existencia de una población con
niveles educativos cada vez mayores. Como consecuencia de lo anterior,
la demanda por educación superior no está limitada a los
jóvenes, sino que procede, en muchos casos, de adultos que quieren
mejorar o actualizar sus calificaciones, obtener un título por
primera vez o especializarse en nuevas áreas. En la mayoría
de los países (y Chile no es una excepción en este sentido),
los ingresos de los titulados de la educación superior, y más
específicamente, de los graduados universitarios, son varias veces
superiores a los de los egresados de la educación secundaria o
técnica. El valor económico de la educación superior
es cada vez más evidente, tanto para los estudiantes potenciales
como para los empleadores.
El aspecto transnacional también está presente en la educación
superior. Para los Estados Unidos, el Reino Unido, Australia y España
la exportación de educación superior constituye una parte
substancial de su producto nacional, y las corporaciones multinacionales –como
Sylvan Systems– están comprando universidades en diferentes
partes del mundo (Estados Unidos, España, Chile, y otros países),
con el objeto de unificarlas en un esquema transnacional.
El consumismo tampoco está ausente. En muchas universidades, el
número de alumnos que se matricula en un curso es lo que define,
en última instancia, si se dicta o no el curso en cuestión,
sin que los contenidos sean un criterio esencial. En otros casos, las
decisiones sobre los programas o carreras ofrecidos dependen de la demanda
por matrícula de los estudiantes que ingresan, quienes deciden
principalmente sobre la base de estudios de marketing, más que
por consideraciones relacionadas con su futuro profesional, el ámbito
del conocimiento o la calidad de la oferta.
Todas estas tendencias han ido cambiando el rol social de las instituciones
de educación superior, diversificando los sistemas para incluir
en ellos no sólo universidades sino una variedad de instituciones
y legitimar la diversidad entre universidades. De esta forma, los sistemas
de educación superior han intentado responder a las nuevas prioridades
sociales, adaptándose a ellas para poder sobrevivir. El problema
es que, como consecuencia de los cambios, resulta cada vez más
difícil entender la estructura de la educación superior,
comprender la forma en que funciona o aprovechar las oportunidades que
ofrece. Esta dificultad no solo afecta al público en general,
a los postulantes a la educación superior y a muchos empleadores,
sino también a los académicos, los responsables de las
políticas, los funcionarios públicos y las agencias de
aseguramiento de la calidad. De este modo, al mismo tiempo que la educación
superior adquiere una importancia central para la vida de grupos cada
vez más grandes de personas, se hace evidente que no hay mapas
adecuados para un territorio crecientemente desconocido y complejo.
Esta complejidad se traduce en dos puntos de vista opuestos y contradictorios
respecto de la educación superior, que coexisten pero no se reconocen
expresamente como tales, aun cuando imponen lógicas distintas
respecto de las decisiones y las actuaciones en la universidad.
El primero es el reflejado en la perspectiva académica tradicional,
cuya preocupación principal es el dominio de las disciplinas,
la formación y desarrollo de estudiantes calificados y seleccionados,
el desarrollo de proyectos de investigación orientados principalmente
por prioridades intelectuales o disciplinarias, en una perspectiva colegiada
y académica. La otra es la que podemos llamar la visión
operativa, que se ha desarrollado como consecuencia de las tendencias
señaladas más arriba y que, por consiguiente transforma
la universidad en una institución diferente, que intenta responder
a las demandas de este nuevo contexto. En esta perspectiva, el conocimiento
se define básicamente como información o la capacidad de
resolver problemas, los estudiantes son considerados “productos” o,
en el mejor de los casos, clientes; los académicos se vuelven
profesores (o facilitadores) y la investigación suele asociarse
a proyectos de desarrollo o investigación-acción, financiados
frecuentemente por empresas que quieren mejorar su posición en
el mercado.
Hay muchos ejemplos acerca del grado en que esta perspectiva operacional
ha invadido el mundo universitario. El rector de una de las más
grandes universidades de investigación de Estados Unidos lo dejó claramente
establecido cuando definió su visión para la universidad:
enfatizó la importancia de la tecnología para “aumentar
la productividad, elevar los niveles de vida y acelerar el crecimiento
económico”, y a pesar de que reconoció que algunas
personas podían considerar que este enfoque era peligroso, “agitando
el fantasma de que las universidades abandonarían la búsqueda
de conocimientos fundamentales en favor de investigaciones de corto plazo
con un rápido retorno”, insistió en que a su juicio
el creciente interés de las empresas en la investigación
universitaria era “una oportunidad y no una amenaza”2. En
el Reino Unido y en otros países, se han reformulado los programas
con el fin de fortalecer las habilidades emprendedoras y empresariales
a través de diversas disciplinas, incluyendo las humanidades.
Los nuevos enfoques de diseño curricular que privilegian crecientemente
la definición de competencias y la evaluación por resultados
también apuntan hacia la necesidad de aumentar la capacidad operativa
de los egresados en una forma cada vez más uniforme y pre-establecida,
descrita por los resultados esperados (Barnett,1994). Un informe sobre
las universidades europeas destaca la manera en que los nuevos enfoques
acerca del trabajo y la organización empresarial han borrado el
límite entre el mundo de las universidades, la industria, la investigación
y el trabajo, y señala que las universidades han tenido que ajustar
sus actividades docentes a los requerimientos de estudiantes y académicos
de tiempo parcial, a las necesidades de la educación continua
y a los currículos recortados, así como sus actividades
de investigación a la necesidad de obtener resultados que puedan
aplicarse de inmediato a problemas específicos y concretos (Bricall,
2000). En muchas partes del mundo, los parques tecnológicos, proyectos
conjuntos universidad-empresa, y la lógica subyacente a las decisiones
acerca de las carreras y cursos ofrecidos reflejan el control que los
principios de la economía corporativa ejercen sobre las universidades.
El título del libro de Burton Clark, Creating Entrepreneurial
Universities: Organizational Pathways of Transformation refuerza el enfoque
mencionado.
En la práctica, esto se ha convertido en una nueva forma ideológica
de interpretación de las universidades y de su rol social. El
concepto de “ideología” en este sentido amplía
su definición tradicional, centrada en la dominación de
clase, a otras formas de dominación, incluyendo los aspectos económicos
y culturales comprendidos en la idea de la globalización, pero
comparte con esa definición la necesidad de comprender esos patrones
de dominación y la exigencia de obediencia por parte de los adherentes,
convirtiendo su interpretación de la realidad en una Weltanschauung
que pretende ser la única válida.
En esta perspectiva, las universidades deben centrarse en un concepto
de competencia “operacional”, reproduciendo esencialmente
el interés social en el desempeño, y reduciendo el conocimiento
a una mercancía que se transa de acuerdo a los intereses de los
consumidores. Eficiencia y eficacia son las palabras claves para evaluar
el desempeño, y éstas se interpretan en un marco económico
en que el valor-por-dinero y la accountability3 constituyen los parámetros
esenciales.
La coexistencia de estas perspectivas académica y operacional
ha generado un alto grado de incertidumbre en las universidades. La mayoría
de los académicos reconoce que la estructura organizativa actual
no resulta adecuada, y los límites entre disciplinas se vuelven
difusos. No es fácil para los académicos ponerse de acuerdo
acerca de lo que constituyen los aspectos esenciales que deberían
enseñarse. Si bien se acepta que la universidad debe tomar en
cuenta la forma en que la sociedad define el conocimiento y el aprendizaje,
y que estas definiciones deben ajustarse como consecuencia del cambio
social y tecnológico, no resulta fácil ver cómo
puede hacerse esto dentro de las restricciones existentes y sin sacrificar
el compromiso que muchos académicos sienten con respecto a los
procesos tradicionales de investigación y docencia.
En muchos casos esto se resuelve transformando la perspectiva académica
en una visión ideológica diferente, que cierra filas detrás
de la idea de conocimiento objetivo, orientado por la búsqueda
de la verdad. El énfasis se pone en el pensamiento propositivo,
sin considerar las relaciones entre el pensamiento y la acción.
El problema con esta perspectiva no es solamente que se encuentra desligada
de muchas de las prioridades sociales actuales, sino que al estarlo,
arriesga el valor social del conocimiento o, al menos, del conocimiento
definido de esta forma. En un contexto de educación superior masiva,
la noción de que existan instituciones que no tienen por qué rendir
cuentas de sus actos a la sociedad, dedicadas al desarrollo del conocimiento
desligado de la acción no parece seguir siendo válida.
Entonces, ¿qué pasa con la calidad?
La preocupación por la calidad ha surgido precisamente debido
a las incertidumbres y tensiones que hemos descrito. Enfrentados a procesos
de masificación, a la necesidad de rendir cuentas por el uso de
recursos públicos escasos, a la exigencia de demostrar que se
está entregando valor por dinero cuando se trata de recursos privados
destinados a la educación, la sociedad y sus integrantes exigen
que alguien proporcione alguna medida de aseguramiento de la calidad.
Respondiendo a esta preocupación, muchos países han establecido
sistemas de aseguramiento de calidad. En la última conferencia
de la Red Internacional de Agencias de Acreditación (INQAAHE),
en la India, había 48 países representados, y la Red tiene
más de 100 miembros. Los sistemas de aseguramiento de la calidad
de muchos de estos países están funcionando desde hace
varios años, de modo que sería de esperar que no hubiera
dudas acerca de las definiciones de calidad. Sin embargo, hay un número
importante de preguntas al respecto, que en muchos casos no han sido
abordadas directamente por estas mismas agencias de acreditación.
“
Calidad” es esencialmente un término relativo, expresado
en términos de la deseabilidad social e individual. Por lo tanto,
cuando nos vemos obligados a mirar las universidades de cierta forma,
solamente podemos definir calidad de una manera que sea consistente con
ella. Las definiciones de calidad nunca son neutrales ni inocentes, sino
que refieren a equilibrios de poder, dentro de la educación superior
y entre la educación superior y otros actores sociales.
En la primera parte de esta presentación intenté mostrar
que lo que se nos está imponiendo –a todos, no sólo
a los que pertenecemos a países subdesarrollados– es una
definición ideológica de las universidades, que surge de
una visión globalizada del mundo. En este sentido, no es que se
impongan ciertas definiciones de calidad provenientes de los países
desarrollados, sino más bien la “colonización” de
las universidades por una ideología foránea, impuesta por
una economía globalizada sobre los sistemas de educación
superior del mundo.
En lo que sigue, quisiera sugerir que las definiciones de calidad que
usamos son una forma de dar cierta legitimidad a esta manera de entender
la universidad, y que esto tiene un impacto diferente en las universidades
según si forman parte de países desarrollados o de países
en vías de desarrollo.
La globalización y el concepto de calidad
La acreditación se presenta a menudo como un asunto técnico.
que debe tratarse en términos de manuales y procedimientos, sosteniendo
implícitamente que los principios y estándares pueden trasladarse
de un país a otro con escasas modificaciones, porque es la forma
en que los pares o evaluadores externos los aplican lo que permite ajustarlos
a las condiciones locales. Igualmente, se ha vinculado a tres lógicas
fundamentales principales (Harvey, 1999): rendición de cuentas,
cumplimiento de requisitos y mejoramiento.
• Rendición de cuentas (accountability) significa que las
universidades no sólo deben mostrar en qué gastan el dinero
que tienen, sino también demostrar que proporcionan algo de valor
por el dinero que reciben. Pero ¿ante quién deberían
rendir cuentas las universidades? ¿Cómo se define “valor”?
•
La evaluación generalmente exige que se cumpla con los requerimientos
de quiénes definen las políticas, ¿los actores externos
o los proveedores de recursos? El problema, entonces, se traslada a la
forma en que se definen esos requerimientos: ¿cómo se definen
las metas y cuál es el rol de los diferentes actores en su definición? ¿qué agendas
es posible identificar detrás de la definición de requerimientos,
o del establecimiento de prioridades?
•
El mejoramiento es probablemente el objetivo de la acreditación
que se menciona con mayor frecuencia. Parece referirse exactamente a
lo que uno esperaría del aseguramiento de la calidad: ayudar a
las instituciones a adquirir los insumos necesarios, mejorar los procesos
y aumentar la calidad de los resultados parecen ser objetivos impecables.
Sin embargo, es necesario preguntar qué se va a mejorar, en qué forma
y para beneficio de quién.
Todas estas preguntas pueden contestarse desde
el punto de vista de los planteamientos ideológicos descritos más arriba. En
la práctica, suelen enfocarse en el marco de la ideología
operacional. Los gobiernos, los actores externos y aún las autoridades
institucionales (a juzgar por las declaraciones del rector de la UCLA
ya mencionadas) definen lo que se considerará como valor, los
requerimientos que hay que cumplir, los estándares para el mejoramiento,
en el marco de esta perspectiva acerca de la educación superior
en general y de las universidades en particular.
La definición de calidad entonces está sesgada porque la
definición de universidades también lo está , ya
sea en términos de la ideología de la tradición,
que intenta mantener las cosas como siempre a pesar de los cambios contextuales
y sociales que experimenta la educación superior o en términos
de una nueva ideología, que permea la forma en que entendemos
la educación superior y que es consecuencia de una visión
de mundo dominada por el mercado y el consumo.
El problema con las ideologías es de cómo pretenden ser
el único punto de vista válido, y desechan cualquier otra
interpretación como errónea u obsoleta o movida por el
interés, se hacen invisibles no sólo para aquellos que
creen en ellas, sino también para muchos otros que no se toman
el tiempo o no tienen las herramientas para detectar su verdadero carácter.
Calidad en los países subdesarrollados
Los países subdesarrollados tienen los mismos problemas ya descritos,
sólo que en mayor grado. Nuestros sistemas de educación
superior se desarrollaron bajo la guía de académicos que
vinieron (principalmente desde Europa) a vivir, enseñar o investigar
entre nosotros hace más de un siglo, y evolucionaron a través
de la influencia de otros académicos, que venían de ése
u otro contexto de educación superior, o mediante el trabajo de
nuestros propios estudiosos, que se fueron a estudiar al extranjero y
regresaron con sus grados y sus opiniones acerca de cómo debían
ser las universidades.
Durante los ochenta, la globalización y la apertura de los países
subdesarrollados a los requerimientos y estilos de una economía
de mercado parecían la vía segura hacia el desarrollo.
Las universidades no fueron la excepción y lo que se ha dicho
más arriba sobre la ideología operacional describe con
exactitud muchos de los procesos que tuvieron lugar en las universidades
latinoamericanas.
Sin embargo, los efectos de la globalización no son los mismos
en el mundo desarrollado y en los países subdesarrollados. Muchas
de las tendencias discutidas anteriormente han tenido su impacto en América
Latina, pero el grado en que operan es diferente. Hablamos acerca de
la masificación de la educación superior, pero en nuestros
países rara vez la matrícula cubre más del 25 o
30% de la población entre 18 a 24 años, y eso sin considerar
que muchos de los estudiantes no pertenecen a ese grupo de edad. Sabemos
acerca del desarrollo tecnológico y el impacto de las tecnologías
de información, la importancia cada vez mayor de Internet y las
posibilidades que se abren con la educación a distancia o en línea;
sin embargo, muchos de nuestros estudiantes no tienen computadores ni
acceso a Internet. Sabemos que el conocimiento es poder y que invertir
en la producción de conocimiento puede ser más rentable
que en otras áreas, pero la competencia es feroz y para participar
en ella es necesario haber adquirido un nivel previo de conocimiento
y habilidades que la mayoría de nuestros países no tiene.
En este contexto, la brecha del conocimiento puede convertirse en un
obstáculo insuperable, especialmente para países de ingresos
medios altos, que sienten la presión de llenarla. En la división
transnacional del trabajo, no se supone que nosotros produzcamos conocimiento,
sino que lo compremos y lo usemos.
Por lo tanto, para los países en desarrollo el problema es mucho
más complejo: no solamente tenemos que asegurar la calidad, sino
que debemos desarrollar las condiciones que la hacen posible. El desafío
de identificar qué es calidad en la educación superior
es mucho más urgente y crucial.
En muchos casos, hemos adoptado las mismas medidas de calidad que usan
los países desarrollados. Pedimos al RIBA que evalúe nuestras
escuelas de arquitectura, al ABET las de ingeniería, al LCME en
los Estados Unidos que analice nuestras escuelas de medicina. Traducimos
las normas que las agencias regionales usan para acreditar las instituciones
en los Estados Unidos y los estándares (o benchmarks) de la QAA
en Inglaterra. Pedimos a SACS que mire una de nuestras mejores universidades,
y aceptamos que nos diga que no puede acreditarse porque no cuenta con
un Board of Trustees.
Importamos modelos, no por que no nos hayamos dado cuenta de que vivimos
en un mundo diferente; sabemos que debemos adaptar esas medidas a los
requerimientos nacionales, pero las características del mundo
globalizado en que vivimos no permite que nuestras normas sean muy distintas
de las que se aplican en otras partes.
Sin embargo, los modelos están constituidos por un conglomerado
significativo de elementos, algunos esenciales desde un punto de vista
sustantivo, otros que forman parte del contexto en que esos elementos
esenciales adquieren sentido o pueden operar. Cuando se importa un modelo,
se rompe el conglomerado, ya que el contexto al cual se trae, por definición,
es diferente. A menos que se redefina el modelo mismo, su importación
puede resultar contraproducente para los objetivos previstos.
El desafío que enfrentamos es precisamente la redefinición
de los modelos de calidad. Para ello es necesario empezar por identificar
qué elementos son esenciales en términos de lo que esperamos
que suceda con la educación superior, y cuáles son los
aspectos vinculados a aspectos particulares, no esenciales, de la vida
académica, que tienen sentido en su medio original, pero no necesariamente
en el nuestro.
Para hacerlo, es necesario poner en la agenda de investigación
y análisis académico y político temas tales como
la condición actual de las universidades, los límites y
alcance de su rol en la sociedad moderna, los requerimientos del cuerpo
estudiantil, las características de la investigación, la
necesidad de desarrollo académico y las demandas de los actores
externos interesados en la educación superior. Se ha dicho en
múltiples oportunidades que las universidades son capaces de investigar
acerca de todo tipo de temas, excepto el propio. Si queremos rescatar
a la universidad de la distorsión asociada a la aceptación
acrítica de la globalización y sus modelos y de sus implicaciones
para la manera en que se define la calidad, es indispensable que esto
cambie.
Señalé recién que ésta es una tarea urgente
para nosotros, en los países en desarrollo. Creo que es igualmente
urgente para los países desarrollados, porque si no logramos trascender
las perspectivas ideológicas acerca de la educación superior,
nuestro trabajo irá continuamente empobreciéndose.
Esto significa cambiar nuestra orientación, de la eficacia a la
comprensión y el conocimiento, no para reducir la eficacia sino
para llevarla a niveles cada vez más altos. Pero al hacerlo, la
comprensión y el conocimiento no pueden limitarse a un mero ejercicio
intelectual, sino adoptar un rol constructivo y organizarse para desarrollar
soluciones o al menos, identificar alternativas creativas que luego podrán
ser analizadas en profundidad (Barnett, 1994).
Sostenemos que la educación superior debe ser una oportunidad
para aumentar la equidad social, para mejorar las oportunidades de desarrollo
personal, social y profesional, para incrementar nuestra comprensión
de sociedades diversas y complejas, para el desarrollo de instituciones
verdaderamente democráticas. Nada de esto sucede por sí solo.
Exige imaginación y coraje, sustentados en la inteligencia y la
voluntad colectiva de los responsables de las políticas, las autoridades
universitarias y las de gobierno, las agencias de aseguramiento de la
calidad y los investigadores.
La pregunta es si efectivamente queremos enfrentar el desafío,
o preferimos seguir cada uno encerrado en la búsqueda de respuestas
parciales, lamentando que no exista una definición pública
acerca de lo que se espera de las universidades, pero sin darnos cuenta
de que ya existe, sólo que no es nuestra definición, sino
que viene dada desde afuera, y muy afuera.
Los mecanismos de aseguramiento de la calidad no son irrelevantes en
esta tarea. Ellos pueden servir para legitimar ya sea la perspectiva
tradicional de la educación superior, o la operacional. Pueden
también ser colonizados (o globalizados) por el consumismo y las
demandas de la eficacia cortoplacista, o pueden contribuir a la reflexión,
al incorporar en las definiciones de calidad con que operan la necesidad
de considerar estos temas de manera sistemática. Al hacerlo, pueden
promover que las nuevas declaraciones de misión y objetivos institucionales
avancen en la identificación de aquellos elementos que deben conservarse
de las tradiciones universitarias, los que deben cambiar para hacer lugar
a los nuevos requerimientos y demandas de la sociedad.
Después de todo, gran parte del trabajo de las agencias de aseguramiento
de la calidad consiste en hacer urgente lo que es importante, y recapturar
el concepto de calidad en la educación superior es demasiado importante
como para darlo por sabido.
Referencias
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term view of the trajectory of the world system, Fernand Braudel Center.
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en F. Jameson and M. Miyoshi (Eds.), The Cultures of Globalization, Duke
University Press.
SKLAIR, L. (1998). “Social movements and global capitalism”,
en F. Jameson and M. Miyoshi, The cultures of globalization, Duke University
Press.
IDRB (2000). Higher education in developing countries: peril and promise,
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BARNETT, R. (1994). The limits of competence, Londres, The Open University
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BRICALL, J.M.y .J. J. Brunner (2000). Universidad Siglo XXI. Europa y
América Latina. Regulación y financiamiento, Documentos
Columbus sobre Gestión Unviersitaria, París.
HARVEY, L. (1999). Evaluating the evaluators, Conferencia inaugural en
la V Conferencia de la Red Internacional de Agencias de Acreditación
(INQAAHE), Santiago.
1Es
preciso distinguir este fenómeno de la diferenciación
vertical, esto es, la coexistencia de universidades e instituciones no
universitarias, que suele darse como respuesta a la necesidad de diversificación
profesional. .«volver«.
2 R.C.Atkinson,
rector de la Universidad de California, citado por Masao Miyoshi, 1998.«volver«.
3 No
deja de ser curioso que incluso el lenguaje utilizado para describir
este enfoque sea difícilmente traducible al español. «volver«.
Zona de debate
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lo prentendido a lo paradójico...¿o inesperado?
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González, A. Bernal Moreno, B. Hernández Cruz, A. Gil
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