Revista de la Educación Superior
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Revista de la Educación Superior
Vol. XXXIV(1), No. 133, Enero-Marzo de 2005.
ISSN: 0185-2760

Enero-Marzo


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Consejo Editorial
Mirador

La calidad colonizada: universidad y globalización

María José Lemaitre


* Conferencia dictada en el Seminario “The End of Quality”, organizado por la Universidad de Central England, Birmingham, Reino Unido, en mayo de 2001.

El nombre inicial de esta presentación era “La Calidad como una forma de Imperialismo”, y al principio pareció que se trataba de algo relativamente sencillo: significaba mirar la forma en que se desarrollaban las nuevas agencias de acreditación y procesaban la información proveniente de las agencias más experimentadas, generalmente de países más desarrollados, y analizar si el proceso permitía tomar en cuenta la cultura local y las características propias de la educación superior en un contexto determinado o si más bien estaba dominado por enfoque extranjerizantes y colonialistas.
La figura mental subyacente era aproximadamente la siguiente: el aseguramiento de la calidad en América Latina está en manos de un conjunto de académicos, la mayoría de los cuales ha hecho estudios de posgrado en Estados Unidos o Europa. Estos se mantienen al día en temas de actualidad leyendo la revista Time, The Economist o el New York Review of Books; viajan con frecuencia, a ver qué está pasando en otras partes del mundo, a compartir experiencias y a aprender de ellas. En este proceso, tienden a importar las definiciones de calidad formuladas en los países desarrollados y sus correspondientes modelos para medirla, promoverla y garantizarla. En ese marco, la idea era analizar el proceso y comentarlo, tratando de evaluar su relevancia en función de las necesidades de los sistemas nacionales de educación superior y su eventual dependencia de una manera imperial de hacer las cosas.
Si bien todo esto es cierto y pertinente, lo es en una perspectiva relativamente secundaria y limitada – a la que probablemente me referiré de todos modos. Pero a medida que iba preparando y escribiendo este artículo, se fue abriendo paso una nueva mirada, empezando por los conceptos que estaba tratando de relacionar, y eso me llevó en una dirección diferente.
Mi hipótesis, por tanto, es que lo que realmente interesa es el alcance de la globalización y su impacto, no sólo sobre nuestra definición de calidad y de los métodos que usamos para determinarla, sino, y sobre todo, sobre el desarrollo de las universidades en el mundo.

¿Imperialismo o globalización?

La primera pregunta que surgió tenía que ver con el uso adecuado del concepto de imperialismo. En efecto, hablar de imperialismo implica la referencia a un deseo explícito de conquistar mercados a través de la dominación política, y no me parece que eso sea lo que está ocurriendo actualmente, al menos, no en el campo de la educación superior. Hablar de imperialismo exige que exista un imperio, o un sustituto muy cercano, que pretende dominar. El imperialismo, de una manera curiosamente reconfortante, necesita de la presencia de alguien que intenta imponer su cultura, sus necesidades, sus prioridades políticas y económicas al resto, los que pueden (o no) tratar de resistirse a esta imposición. Pero si hay resistencia, hay un enemigo identificable contra el cual luchar.
Lo que vemos ahora es diferente. Existe una imposición de cultura, de prioridades políticas y económicas, pero lo que no hay es un enemigo identificable, o deseo explícito de conquista. Llamamos a este fenómeno “globalización”, y nuestra reacción tiene elementos ambivalentes. Pero, como ocurre frecuentemente, el mismo concepto encierra diferentes significados, muchos de los cuales son contradictorios, en tanto que otros pueden ayudar a explicar nuestra ambivalencia.
Para algunos analistas, somos testigos de una transformación tan radical que “ya no es posible aplicar ninguna de las antiguas maneras de pensar y actuar”. En esta perspectiva, celebrada por unos y lamentada por otros, la soberanía de los estados ha disminuido; ha desaparecido la capacidad para resistir las reglas del mercado; nuestras posibilidades de autonomía cultural son prácticamente nulas y se ve seriamente cuestionada la estabilidad de nuestra identidad cultural (Wallerstein, 1999). Otros sostienen que estos procesos han existido al menos desde que Cristóbal Colón intentó llegar al Oriente viajando hacia Occidente, pero que lo que los distingue es el grado de expansión del comercio y transferencia de capitales, trabajo, producción, consumo, información y tecnología, lo que podría ser suficiente para que se produzca un cambio cualitativo (Miyoshi, 1998).
En cualquiera de los dos casos, sea que se trate de un nuevo fenómeno, o una nueva dimensión del colonialismo, hay algunos rasgos en los que todos podemos estar de acuerdo:
El primero y más significativo tiene que ver con la economía, en términos de la expansión e intensificación del comercio e inversiones internacionales más allá de un proceso de “internacionalización” en cuanto a que ya no están vinculados a la acción de estados-naciones. Las empresas multinacionales y transnacionales operan en un mercado mundial, o más bien, en una variedad de mercados segmentados por tipos de consumidores, y no por consideraciones nacionales o geográficas. En esta misma perspectiva global, el comercio de capitales ha tenido un crecimiento espectacular. Lo anterior ha ocurrido como consecuencia de la des-regulación de los mercados nacionales.
Luego está la dimensión política, caracterizada por la organización de instituciones gubernamentales y regulatorias de carácter transnacional y por la difusión de la ideología neo-liberal y de formas institucionales ligadas a ella. Se ha señalado que la globalización está vinculada a un vuelco mundial hacia la democracia, pero es preciso examinar con cuidado esta afirmación. Si bien se ha intensificado la adopción formal de prácticas e instituciones democráticas a partir de los setenta, la democratización real se ve amenazada por la pérdida de poder de los estados. Paradójicamente, a medida que se democratizan los gobiernos, el rango y la efectividad de los procesos gubernamentales de toma de decisiones se ha reducido. Los jóvenes están conscientes de esto y, comprensiblemente, no parecen interesarse en procesos que para nosotros, los de la generación anterior, eran un componente esencial de la democracia: inscribirse para votar o tener una participación activa en debates electorales.
La tercera dimensión es la de la cultura, aspecto frecuentemente asociado a la expansión de las ideas y prácticas culturales de occidente. La dimensión cultural de la globalización está claramente vinculada con el crecimiento de un cierto tipo de empresas transnacionales, aquellas que controlan los medios de comunicación masivos y particularmente, los canales de televisión y las agencias de publicidad. Así, se relaciona con la adopción de ciertos patrones de consumo y la difusión de una cultura e ideología de consumismo a escala global.
Lo que se pretende al destacar estos aspectos es mostrar cómo el mundo se va alejando de una perspectiva internacional (centrada y definida en el ámbito de estados-naciones) hacia una global o transnacional, construida sobre la base de empresas transnacionales en el ámbito económico, de una clase capitalista transnacional a nivel político, y de la ideología del consumismo a nivel cultural (Sklair,1995).

mostrar como se expresan estos rasgos en distintos países –desde las mujeres indonesias que fabrican zapatillas Nike, a los millones de bebés que se alimentan de productos Nestlé, pasando por la imagen de campesinos en Teherán reunidos en torno a los escasos televisores disponibles para ver Baywatch, las compras de libros a través de Amazon.com o el desarrollo de E*Trade.
En este contexto, tal vez una de las cosas más sorprendentes sea la relativa ausencia de las universidades –y de la educación en general– en la mayoría de los estudios de globalización. Las universidades claramente, no forman parte explícita del mundo corporativo transnacional (aún cuando la oferta transnacional de educación superior constituye una porción creciente de las exportaciones en muchos países); tampoco se las reconoce como parte de la “clase capitalista transnacional” (que incluye a los ejecutivos de las empresas transnacionales, a los profesionales, políticos y burócratas que trabajan en el ámbito globalizado y a las élites del consumo) y no se las menciona para nada cuando se hace referencia al ámbito cultural de la globalización, enteramente dominado por el análisis de los medios de comunicación.
Esto puede deberse simplemente al sesgo de muchos analistas, que tienden a centrarse en variables económicas aun cuando se refieren a aspectos culturales. Sería interesante profundizar en el tema, y me parece importante dejarlo insinuado. En esta oportunidad me limitaré a explorar las formas en que la globalización, en los términos definidos más arriba, ha ejercido su impacto sobre el mundo de la educación superior, y cómo es posible encontrar sus rasgos en las universidades.

Cambios en la educación superior

La mayoría de los estudios sobre educación superior mencionan algunas tendencias que impactan en su desarrollo y afectan el tipo y contenido de las decisiones que adoptan las instituciones. Estas mega-tendencias, como se las ha llamado, ejercen su influencia sin tomar en cuenta la ubicación física, tradición o costumbres, prácticas habituales o aspiraciones de las universidades.
Quizás el fenómeno más importante a este respecto, y el que ha tenido más fuerte impacto en las universidades y su naturaleza ha sido el aumento de la demanda por educación superior y la constatación de que las universidades deben abrirse a grupos de estudiantes cada vez mayores y más diversificados. El aumento del acceso y cobertura explica parte del incremento en la demanda por educación superior, pero este fenómeno se complementa con la expansión del acceso a la educación terciaria de grupos no tradicionales de estudiantes. El estudio del Grupo Especial para el Estudio de la Educación Superior y la Sociedad encargado por el Banco Mundial, establece en su informe que “la educación superior es indiscutiblemente la nueva frontera del desarrollo educacional en un creciente número de países”. También señala que el número de adultos con estudios superiores aumentó en un factor de 2.5 entre 1975 y 1999, y que la matrícula total creció de 28 millones en 1980 a cerca de 47 millones en 1995 (IDRB, 2000). Si bien éste es un fenómeno mundial, las cifras ocultan fuertes desequilibrios, tanto entre países (por cuanto la matrícula en la educación superior de los países industrializados es cinco o seis veces mayor que la de los países en desarrollo) como dentro de los países (donde está claramente sobre-representada la población de altos ingresos, masculina y urbana).
El cambio de una educación superior de élite a una educación superior masiva ha tenido como consecuencia un proceso de diversificación horizontal 1 (o privatización) a través de un importante aumento en el número de instituciones privadas, muchas de las cuales son administradas con fines de lucro. En efecto, las instituciones privadas concentran más del 50% de los estudiantes en países como Filipinas, Corea, Indonesia, Colombia, India, Brasil, Paraguay o Nicaragua; en muchos otros países, sin llegar a esas cifras, el sector privado capta un porcentaje significativo del sistema de educación respectivo (IDRB, op.cit).
La privatización también está relacionada con la disminución de los fondos públicos para la educación superior, situación que a su vez ha presionado a las universidades a diversificar sus fuentes de recursos, muchas de las cuales vienen del sector privado. Los recursos provenientes de los aranceles pagados por los estudiantes, la venta de servicios a clientes externos o los contratos por investigaciones específicas, acarrean en la práctica una privatización de los ingresos. De este modo, el financiamiento se encuentra estrechamente ligado a consideraciones de mercado, y por tanto, las decisiones institucionales terminan dependiendo de las oportunidades de obtención de recursos, a menudo con un enfoque de corto plazo.


En la medida en que se universaliza el acceso a la educación secundaria, la educación superior se convierte en el principal mecanismo de diferenciación en un mercado de trabajo extremadamente competitivo. El desarrollo tecnológico y el crecimiento económico están, también, asociados a la existencia de una población con niveles educativos cada vez mayores. Como consecuencia de lo anterior, la demanda por educación superior no está limitada a los jóvenes, sino que procede, en muchos casos, de adultos que quieren mejorar o actualizar sus calificaciones, obtener un título por primera vez o especializarse en nuevas áreas. En la mayoría de los países (y Chile no es una excepción en este sentido), los ingresos de los titulados de la educación superior, y más específicamente, de los graduados universitarios, son varias veces superiores a los de los egresados de la educación secundaria o técnica. El valor económico de la educación superior es cada vez más evidente, tanto para los estudiantes potenciales como para los empleadores.
El aspecto transnacional también está presente en la educación superior. Para los Estados Unidos, el Reino Unido, Australia y España la exportación de educación superior constituye una parte substancial de su producto nacional, y las corporaciones multinacionales –como Sylvan Systems– están comprando universidades en diferentes partes del mundo (Estados Unidos, España, Chile, y otros países), con el objeto de unificarlas en un esquema transnacional.
El consumismo tampoco está ausente. En muchas universidades, el número de alumnos que se matricula en un curso es lo que define, en última instancia, si se dicta o no el curso en cuestión, sin que los contenidos sean un criterio esencial. En otros casos, las decisiones sobre los programas o carreras ofrecidos dependen de la demanda por matrícula de los estudiantes que ingresan, quienes deciden principalmente sobre la base de estudios de marketing, más que por consideraciones relacionadas con su futuro profesional, el ámbito del conocimiento o la calidad de la oferta.
Todas estas tendencias han ido cambiando el rol social de las instituciones de educación superior, diversificando los sistemas para incluir en ellos no sólo universidades sino una variedad de instituciones y legitimar la diversidad entre universidades. De esta forma, los sistemas de educación superior han intentado responder a las nuevas prioridades sociales, adaptándose a ellas para poder sobrevivir. El problema es que, como consecuencia de los cambios, resulta cada vez más difícil entender la estructura de la educación superior, comprender la forma en que funciona o aprovechar las oportunidades que ofrece. Esta dificultad no solo afecta al público en general, a los postulantes a la educación superior y a muchos empleadores, sino también a los académicos, los responsables de las políticas, los funcionarios públicos y las agencias de aseguramiento de la calidad. De este modo, al mismo tiempo que la educación superior adquiere una importancia central para la vida de grupos cada vez más grandes de personas, se hace evidente que no hay mapas adecuados para un territorio crecientemente desconocido y complejo.
Esta complejidad se traduce en dos puntos de vista opuestos y contradictorios respecto de la educación superior, que coexisten pero no se reconocen expresa mente como tales, aun cuando imponen lógicas distintas respecto de las decisiones y las actuaciones en la universidad.
El primero es el reflejado en la perspectiva académica tradicional, cuya preocupación principal es el dominio de las disciplinas, la formación y desarrollo de estudiantes calificados y seleccionados, el desarrollo de proyectos de investigación orientados principalmente por prioridades intelectuales o disciplinarias, en una perspectiva colegiada y académica. La otra es la que podemos llamar la visión operativa, que se ha desarrollado como consecuencia de las tendencias señaladas más arriba y que, por consiguiente transforma la universidad en una institución diferente, que intenta responder a las demandas de este nuevo contexto. En esta perspectiva, el conocimiento se define básicamente como información o la capacidad de resolver problemas, los estudiantes son considerados “productos” o, en el mejor de los casos, clientes; los académicos se vuelven profesores (o facilitadores) y la investigación suele asociarse a proyectos de desarrollo o investigación-acción, financiados frecuentemente por empresas que quieren mejorar su posición en el mercado.
Hay muchos ejemplos acerca del grado en que esta perspectiva operacional ha invadido el mundo universitario. El rector de una de las más grandes universidades de investigación de Estados Unidos lo dejó claramente establecido cuando definió su visión para la universidad: enfatizó la importancia de la tecnología para “aumentar la productividad, elevar los niveles de vida y acelerar el crecimiento económico”, y a pesar de que reconoció que algunas personas podían considerar que este enfoque era peligroso, “agitando el fantasma de que las universidades abandonarían la búsqueda de conocimientos fundamentales en favor de investigaciones de corto plazo con un rápido retorno”, insistió en que a su juicio el creciente interés de las empresas en la investigación universitaria era “una oportunidad y no una amenaza” 2. En el Reino Unido y en otros países, se han reformulado los programas con el fin de fortalecer las habilidades emprendedoras y empresariales a través de diversas disciplinas, incluyendo las humanidades. Los nuevos enfoques de diseño curricular que privilegian crecientemente la definición de competencias y la evaluación por resultados también apuntan hacia la necesidad de aumentar la capacidad operativa de los egresados en una forma cada vez más uniforme y pre-establecida, descrita por los resultados esperados (Barnett,1994). Un informe sobre las universidades europeas destaca la manera en que los nuevos enfoques acerca del trabajo y la organización empresarial han borrado el límite entre el mundo de las universidades, la industria, la investigación y el trabajo, y señala que las universidades han tenido que ajustar sus actividades docentes a los requerimientos de estudiantes y académicos de tiempo parcial, a las necesidades de la educación continua y a los currículos recortados, así como sus actividades de investigación a la necesidad de obtener resultados que puedan aplicarse de inmediato a problemas específicos y concretos (Bricall, 2000). En muchas partes del mundo, los parques tecnológicos, proyectos conjuntos universidad-empresa, y la lógica subyacente a las decisiones acerca de las carreras y cursos ofrecidos reflejan el control que los principios de la economía corporativa ejercen sobre las universidades. El título del libro de Burton Clark, Creating Entrepreneurial Universities: Organizational Pathways of Transformation refuerza el enfoque mencionado.
En la práctica, esto se ha convertido en una nueva forma ideológica de interpretación de las universidades y de su rol social. El concepto de “ideología” en este sentido amplía su definición tradicional, centrada en la dominación de clase, a otras formas de dominación, incluyendo los aspectos económicos y culturales comprendidos en la idea de la globalización, pero comparte con esa definición la necesidad de comprender esos patrones de dominación y la exigencia de obediencia por parte de los adherentes, convirtiendo su interpretación de la realidad en una Weltanschauung que pretende ser la única válida.
En esta perspectiva, las universidades deben centrarse en un concepto de competencia “operacional”, reproduciendo esencialmente el interés social en el desempeño, y reduciendo el conocimiento a una mercancía que se transa de acuerdo a los intereses de los consumidores. Eficiencia y eficacia son las palabras claves para evaluar el desempeño, y éstas se interpretan en un marco económico en que el valor-por-dinero y la accountability 3 constituyen los parámetros esenciales.
La coexistencia de estas perspectivas académica y operacional ha generado un alto grado de incertidumbre en las universidades. La mayoría de los académicos reconoce que la estructura organizativa actual no resulta adecuada, y los límites entre disciplinas se vuelven difusos. No es fácil para los académicos ponerse de acuerdo acerca de lo que constituyen los aspectos esenciales que deberían enseñarse. Si bien se acepta que la universidad debe tomar en cuenta la forma en que la sociedad define el conocimiento y el aprendizaje, y que estas definiciones deben ajustarse como consecuencia del cambio social y tecnológico, no resulta fácil ver cómo puede hacerse esto dentro de las restricciones existentes y sin sacrificar el compromiso que muchos académicos sienten con respecto a los procesos tradicionales de investigación y docencia.
En muchos casos esto se resuelve transformando la perspectiva académica en una visión ideológica diferente, que cierra filas detrás de la idea de conocimiento objetivo, orientado por la búsqueda de la verdad. El énfasis se pone en el pensamiento propositivo, sin considerar las relaciones entre el pensamiento y la acción.
El problema con esta perspectiva no es solamente que se encuentra desligada de muchas de las prioridades sociales actuales, sino que al estarlo, arriesga el valor social del conocimiento o, al menos, del conocimiento definido de esta forma. En un contexto de educación superior masiva, la noción de que existan instituciones que no tienen por qué rendir cuentas de sus actos a la sociedad, dedicadas al desarrollo del conocimiento desligado de la acción no parece seguir siendo válida.


Entonces, ¿qué pasa con la calidad?

La preocupación por la calidad ha surgido precisamente debido a las incertidumbres y tensiones que hemos descrito. Enfrentados a procesos de masificación, a la necesidad de rendir cuentas por el uso de recursos públicos escasos, a la exigencia de demostrar que se está entregando valor por dinero cuando se trata de recursos privados destinados a la educación, la sociedad y sus integrantes exigen que alguien proporcione alguna medida de aseguramiento de la calidad.
Respondiendo a esta preocupación, muchos países han establecido sistemas de aseguramiento de calidad. En la última conferencia de la Red Internacional de Agencias de Acreditación (INQAAHE), en la India, había 48 países representados, y la Red tiene más de 100 miembros. Los sistemas de aseguramiento de la calidad de muchos de estos países están funcionando desde hace varios años, de modo que sería de esperar que no hubiera dudas acerca de las definiciones de calidad. Sin embargo, hay un número importante de preguntas al respecto, que en muchos casos no han sido abordadas directamente por estas mismas agencias de acreditación.
“ Calidad” es esencialmente un término relativo, expresado en términos de la deseabilidad social e individual. Por lo tanto, cuando nos vemos obligados a mirar las universidades de cierta forma, solamente podemos definir calidad de una manera que sea consistente con ella. Las definiciones de calidad nunca son neutrales ni inocentes, sino que refieren a equilibrios de poder, dentro de la educación superior y entre la educación superior y otros actores sociales.
En la primera parte de esta presentación intenté mostrar que lo que se nos está imponiendo –a todos, no sólo a los que pertenecemos a países subdesarrollados– es una definición ideológica de las universidades, que surge de una visión globalizada del mundo. En este sentido, no es que se impongan ciertas definiciones de calidad provenientes de los países desarrollados, sino más bien la “colonización” de las universidades por una ideología foránea, impuesta por una economía globalizada sobre los sistemas de educación superior del mundo.
En lo que sigue, quisiera sugerir que las definiciones de calidad que usamos son una forma de dar cierta legitimidad a esta manera de entender la universidad, y que esto tiene un impacto diferente en las universidades según si forman parte de países desarrollados o de países en vías de desarrollo.

La globalización y el concepto de calidad

La acreditación se presenta a menudo como un asunto técnico. que debe tratarse en términos de manuales y procedimientos, sosteniendo implícitamente que los principios y estándares pueden trasladarse de un país a otro con escasas modificaciones, porque es la forma en que los pares o evaluadores externos los aplican lo que permite ajustarlos a las condiciones locales. Igualmente, se ha vinculado a tres lógicas fundamentales principales (Harvey, 1999): rendición de cuentas, cumplimiento de requisitos y mejoramiento.

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Información para Colaboradores
Informe 2003

se aceptan colaboraciones

 


Hay muchas instancias en las cuales es posibleEl nombre inicial de esta presentación era “La Calidad como una forma de Imperialismo”, y al principio pareció que se trataba de algo relativamente sencillo: significaba mirar la forma en que se desarrollaban las nuevas agencias de acreditación y procesaban la información proveniente de las agencias más experimentadas, generalmente de países más desarrollados, y analizar si el proceso permitía tomar en cuenta la cultura local y las características propias de la educación superior en un contexto determinado o si más bien estaba dominado por enfoque extranjerizantes y colonialistas.
La figura mental subyacente era aproximadamente la siguiente: el aseguramiento de la calidad en América Latina está en manos de un conjunto de académicos, la mayoría de los cuales ha hecho estudios de posgrado en Estados Unidos o Europa. Estos se mantienen al día en temas de actualidad leyendo la revista Time, The Economist o el New York Review of Books; viajan con frecuencia, a ver qué está pasando en otras partes del mundo, a compartir experiencias y a aprender de ellas. En este proceso, tienden a importar las definiciones de calidad formuladas en los países desarrollados y sus correspondientes modelos para medirla, promoverla y garantizarla. En ese marco, la idea era analizar el proceso y comentarlo, tratando de evaluar su relevancia en función de las necesidades de los sistemas nacionales de educación superior y su eventual dependencia de una manera imperial de hacer las cosas.
Si bien todo esto es cierto y pertinente, lo es en una perspectiva relativamente secundaria y limitada – a la que probablemente me referiré de todos modos. Pero a medida que iba preparando y escribiendo este artículo, se fue abriendo paso una nueva mirada, empezando por los conceptos que estaba tratando de relacionar, y eso me llevó en una dirección diferente.
Mi hipótesis, por tanto, es que lo que realmente interesa es el alcance de la globalización y su impacto, no sólo sobre nuestra definición de calidad y de los métodos que usamos para determinarla, sino, y sobre todo, sobre el desarrollo de las universidades en el mundo.

¿Imperialismo o globalización?

La primera pregunta que surgió tenía que ver con el uso adecuado del concepto de imperialismo. En efecto, hablar de imperialismo implica la referencia a un deseo explícito de conquistar mercados a través de la dominación política, y no me parece que eso sea lo que está ocurriendo actualmente, al menos, no en el campo de la educación superior. Hablar de imperialismo exige que exista un imperio, o un sustituto muy cercano, que pretende dominar. El imperialismo, de una manera curiosamente reconfortante, necesita de la presencia de alguien que intenta imponer su cultura, sus necesidades, sus prioridades políticas y económicas al resto, los que pueden (o no) tratar de resistirse a esta imposición. Pero si hay resistencia, hay un enemigo identificable contra el cual luchar.
Lo que vemos ahora es diferente. Existe una imposición de cultura, de prioridades políticas y económicas, pero lo que no hay es un enemigo identificable, o deseo explícito de conquista. Llamamos a este fenómeno “globalización”, y nuestra reacción tiene elementos ambivalentes. Pero, como ocurre frecuentemente, el mismo concepto encierra diferentes significados, muchos de los cuales son contradictorios, en tanto que otros pueden ayudar a explicar nuestra ambivalencia.
Para algunos analistas, somos testigos de una transformación tan radical que “ya no es posible aplicar ninguna de las antiguas maneras de pensar y actuar”. En esta perspectiva, celebrada por unos y lamentada por otros, la soberanía de los estados ha disminuido; ha desaparecido la capacidad para resistir las reglas del mercado; nuestras posibilidades de autonomía cultural son prácticamente nulas y se ve seriamente cuestionada la estabilidad de nuestra identidad cultural (Wallerstein, 1999). Otros sostienen que estos procesos han existido al menos desde que Cristóbal Colón intentó llegar al Oriente viajando hacia Occidente, pero que lo que los distingue es el grado de expansión del comercio y transferencia de capitales, trabajo, producción, consumo, información y tecnología, lo que podría ser suficiente para que se produzca un cambio cualitativo (Miyoshi, 1998).
En cualquiera de los dos casos, sea que se trate de un nuevo fenómeno, o una nueva dimensión del colonialismo, hay algunos rasgos en los que todos podemos estar de acuerdo:
El primero y más significativo tiene que ver con la economía, en términos de la expansión e intensificación del comercio e inversiones internacionales más allá de un proceso de “internacionalización” en cuanto a que ya no están vinculados a la acción de estados-naciones. Las empresas multinacionales y transnacionales operan en un mercado mundial, o más bien, en una variedad de mercados segmentados por tipos de consumidores, y no por consideraciones nacionales o geográficas. En esta misma perspectiva global, el comercio de capitales ha tenido un crecimiento espectacular. Lo anterior ha ocurrido como consecuencia de la des-regulación de los mercados nacionales.
Luego está la dimensión política, caracterizada por la organización de instituciones gubernamentales y regulatorias de carácter transnacional y por la difusión de la ideología neo-liberal y de formas institucionales ligadas a ella. Se ha señalado que la globalización está vinculada a un vuelco mundial hacia la democracia, pero es preciso examinar con cuidado esta afirmación. Si bien se ha intensificado la adopción formal de prácticas e instituciones democráticas a partir de los setenta, la democratización real se ve amenazada por la pérdida de poder de los estados. Paradójicamente, a medida que se democratizan los gobiernos, el rango y la efectividad de los procesos gubernamentales de toma de decisiones se ha reducido. Los jóvenes están conscientes de esto y, comprensiblemente, no parecen interesarse en procesos que para nosotros, los de la generación anterior, eran un componente esencial de la democracia: inscribirse para votar o tener una participación activa en debates electorales.
La tercera dimensión es la de la cultura, aspecto frecuentemente asociado a la expansión de las ideas y prácticas culturales de occidente. La dimensión cultural de la globalización está claramente vinculada con el crecimiento de un cierto tipo de empresas transnacionales, aquellas que controlan los medios de comunicación masivos y particularmente, los canales de televisión y las agencias de publicidad. Así, se relaciona con la adopción de ciertos patrones de consumo y la difusión de una cultura e ideología de consumismo a escala global.
Lo que se pretende al destacar estos aspectos es mostrar cómo el mundo se va alejando de una perspectiva internacional (centrada y definida en el ámbito de estados-naciones) hacia una global o transnacional, construida sobre la base de empresas transnacionales en el ámbito económico, de una clase capitalista transnacional a nivel político, y de la ideología del consumismo a nivel cultural (Sklair,1995).

mostrar como se expresan estos rasgos en distintos países –desde las mujeres indonesias que fabrican zapatillas Nike, a los millones de bebés que se alimentan de productos Nestlé, pasando por la imagen de campesinos en Teherán reunidos en torno a los escasos televisores disponibles para ver Baywatch, las compras de libros a través de Amazon.com o el desarrollo de E*Trade.
En este contexto, tal vez una de las cosas más sorprendentes sea la relativa ausencia de las universidades –y de la educación en general– en la mayoría de los estudios de globalización. Las universidades claramente, no forman parte explícita del mundo corporativo transnacional (aún cuando la oferta transnacional de educación superior constituye una porción creciente de las exportaciones en muchos países); tampoco se las reconoce como parte de la “clase capitalista transnacional” (que incluye a los ejecutivos de las empresas transnacionales, a los profesionales, políticos y burócratas que trabajan en el ámbito globalizado y a las élites del consumo) y no se las menciona para nada cuando se hace referencia al ámbito cultural de la globalización, enteramente dominado por el análisis de los medios de comunicación.
Esto puede deberse simplemente al sesgo de muchos analistas, que tienden a centrarse en variables económicas aun cuando se refieren a aspectos culturales. Sería interesante profundizar en el tema, y me parece importante dejarlo insinuado. En esta oportunidad me limitaré a explorar las formas en que la globalización, en los términos definidos más arriba, ha ejercido su impacto sobre el mundo de la educación superior, y cómo es posible encontrar sus rasgos en las universidades.

Cambios en la educación superior

La mayoría de los estudios sobre educación superior mencionan algunas tendencias que impactan en su desarrollo y afectan el tipo y contenido de las decisiones que adoptan las instituciones. Estas mega-tendencias, como se las ha llamado, ejercen su influencia sin tomar en cuenta la ubicación física, tradición o costumbres, prácticas habituales o aspiraciones de las universidades.
Quizás el fenómeno más importante a este respecto, y el que ha tenido más fuerte impacto en las universidades y su naturaleza ha sido el aumento de la demanda por educación superior y la constatación de que las universidades deben abrirse a grupos de estudiantes cada vez mayores y más diversificados. El aumento del acceso y cobertura explica parte del incremento en la demanda por educación superior, pero este fenómeno se complementa con la expansión del acceso a la educación terciaria de grupos no tradicionales de estudiantes. El estudio del Grupo Especial para el Estudio de la Educación Superior y la Sociedad encargado por el Banco Mundial, establece en su informe que “la educación superior es indiscutiblemente la nueva frontera del desarrollo educacional en un creciente número de países”. También señala que el número de adultos con estudios superiores aumentó en un factor de 2.5 entre 1975 y 1999, y que la matrícula total creció de 28 millones en 1980 a cerca de 47 millones en 1995 (IDRB, 2000). Si bien éste es un fenómeno mundial, las cifras ocultan fuertes desequilibrios, tanto entre países (por cuanto la matrícula en la educación superior de los países industrializados es cinco o seis veces mayor que la de los países en desarrollo) como dentro de los países (donde está claramente sobre-representada la población de altos ingresos, masculina y urbana).
El cambio de una educación superior de élite a una educación superior masiva ha tenido como consecuencia un proceso de diversificación horizontal1 (o privatización) a través de un importante aumento en el número de instituciones privadas, muchas de las cuales son administradas con fines de lucro. En efecto, las instituciones privadas concentran más del 50% de los estudiantes en países como Filipinas, Corea, Indonesia, Colombia, India, Brasil, Paraguay o Nicaragua; en muchos otros países, sin llegar a esas cifras, el sector privado capta un porcentaje significativo del sistema de educación respectivo (IDRB, op.cit).
La privatización también está relacionada con la disminución de los fondos públicos para la educación superior, situación que a su vez ha presionado a las universidades a diversificar sus fuentes de recursos, muchas de las cuales vienen del sector privado. Los recursos provenientes de los aranceles pagados por los estudiantes, la venta de servicios a clientes externos o los contratos por investigaciones específicas, acarrean en la práctica una privatización de los ingresos. De este modo, el financiamiento se encuentra estrechamente ligado a consideraciones de mercado, y por tanto, las decisiones institucionales terminan dependiendo de las oportunidades de obtención de recursos, a menudo con un enfoque de corto plazo.
En la medida en que se universaliza el acceso a la educación secundaria, la educación superior se convierte en el principal mecanismo de diferenciación en un mercado de trabajo extremadamente competitivo. El desarrollo tecnológico y el crecimiento económico están, también, asociados a la existencia de una población con niveles educativos cada vez mayores. Como consecuencia de lo anterior, la demanda por educación superior no está limitada a los jóvenes, sino que procede, en muchos casos, de adultos que quieren mejorar o actualizar sus calificaciones, obtener un título por primera vez o especializarse en nuevas áreas. En la mayoría de los países (y Chile no es una excepción en este sentido), los ingresos de los titulados de la educación superior, y más específicamente, de los graduados universitarios, son varias veces superiores a los de los egresados de la educación secundaria o técnica. El valor económico de la educación superior es cada vez más evidente, tanto para los estudiantes potenciales como para los empleadores.
El aspecto transnacional también está presente en la educación superior. Para los Estados Unidos, el Reino Unido, Australia y España la exportación de educación superior constituye una parte substancial de su producto nacional, y las corporaciones multinacionales –como Sylvan Systems– están comprando universidades en diferentes partes del mundo (Estados Unidos, España, Chile, y otros países), con el objeto de unificarlas en un esquema transnacional.
El consumismo tampoco está ausente. En muchas universidades, el número de alumnos que se matricula en un curso es lo que define, en última instancia, si se dicta o no el curso en cuestión, sin que los contenidos sean un criterio esencial. En otros casos, las decisiones sobre los programas o carreras ofrecidos dependen de la demanda por matrícula de los estudiantes que ingresan, quienes deciden principalmente sobre la base de estudios de marketing, más que por consideraciones relacionadas con su futuro profesional, el ámbito del conocimiento o la calidad de la oferta.
Todas estas tendencias han ido cambiando el rol social de las instituciones de educación superior, diversificando los sistemas para incluir en ellos no sólo universidades sino una variedad de instituciones y legitimar la diversidad entre universidades. De esta forma, los sistemas de educación superior han intentado responder a las nuevas prioridades sociales, adaptándose a ellas para poder sobrevivir. El problema es que, como consecuencia de los cambios, resulta cada vez más difícil entender la estructura de la educación superior, comprender la forma en que funciona o aprovechar las oportunidades que ofrece. Esta dificultad no solo afecta al público en general, a los postulantes a la educación superior y a muchos empleadores, sino también a los académicos, los responsables de las políticas, los funcionarios públicos y las agencias de aseguramiento de la calidad. De este modo, al mismo tiempo que la educación superior adquiere una importancia central para la vida de grupos cada vez más grandes de personas, se hace evidente que no hay mapas adecuados para un territorio crecientemente desconocido y complejo.
Esta complejidad se traduce en dos puntos de vista opuestos y contradictorios respecto de la educación superior, que coexisten pero no se reconocen expresamente como tales, aun cuando imponen lógicas distintas respecto de las decisiones y las actuaciones en la universidad.
El primero es el reflejado en la perspectiva académica tradicional, cuya preocupación principal es el dominio de las disciplinas, la formación y desarrollo de estudiantes calificados y seleccionados, el desarrollo de proyectos de investigación orientados principalmente por prioridades intelectuales o disciplinarias, en una perspectiva colegiada y académica. La otra es la que podemos llamar la visión operativa, que se ha desarrollado como consecuencia de las tendencias señaladas más arriba y que, por consiguiente transforma la universidad en una institución diferente, que intenta responder a las demandas de este nuevo contexto. En esta perspectiva, el conocimiento se define básicamente como información o la capacidad de resolver problemas, los estudiantes son considerados “productos” o, en el mejor de los casos, clientes; los académicos se vuelven profesores (o facilitadores) y la investigación suele asociarse a proyectos de desarrollo o investigación-acción, financiados frecuentemente por empresas que quieren mejorar su posición en el mercado.
Hay muchos ejemplos acerca del grado en que esta perspectiva operacional ha invadido el mundo universitario. El rector de una de las más grandes universidades de investigación de Estados Unidos lo dejó claramente establecido cuando definió su visión para la universidad: enfatizó la importancia de la tecnología para “aumentar la productividad, elevar los niveles de vida y acelerar el crecimiento económico”, y a pesar de que reconoció que algunas personas podían considerar que este enfoque era peligroso, “agitando el fantasma de que las universidades abandonarían la búsqueda de conocimientos fundamentales en favor de investigaciones de corto plazo con un rápido retorno”, insistió en que a su juicio el creciente interés de las empresas en la investigación universitaria era “una oportunidad y no una amenaza”2. En el Reino Unido y en otros países, se han reformulado los programas con el fin de fortalecer las habilidades emprendedoras y empresariales a través de diversas disciplinas, incluyendo las humanidades. Los nuevos enfoques de diseño curricular que privilegian crecientemente la definición de competencias y la evaluación por resultados también apuntan hacia la necesidad de aumentar la capacidad operativa de los egresados en una forma cada vez más uniforme y pre-establecida, descrita por los resultados esperados (Barnett,1994). Un informe sobre las universidades europeas destaca la manera en que los nuevos enfoques acerca del trabajo y la organización empresarial han borrado el límite entre el mundo de las universidades, la industria, la investigación y el trabajo, y señala que las universidades han tenido que ajustar sus actividades docentes a los requerimientos de estudiantes y académicos de tiempo parcial, a las necesidades de la educación continua y a los currículos recortados, así como sus actividades de investigación a la necesidad de obtener resultados que puedan aplicarse de inmediato a problemas específicos y concretos (Bricall, 2000). En muchas partes del mundo, los parques tecnológicos, proyectos conjuntos universidad-empresa, y la lógica subyacente a las decisiones acerca de las carreras y cursos ofrecidos reflejan el control que los principios de la economía corporativa ejercen sobre las universidades. El título del libro de Burton Clark, Creating Entrepreneurial Universities: Organizational Pathways of Transformation refuerza el enfoque mencionado.
En la práctica, esto se ha convertido en una nueva forma ideológica de interpretación de las universidades y de su rol social. El concepto de “ideología” en este sentido amplía su definición tradicional, centrada en la dominación de clase, a otras formas de dominación, incluyendo los aspectos económicos y culturales comprendidos en la idea de la globalización, pero comparte con esa definición la necesidad de comprender esos patrones de dominación y la exigencia de obediencia por parte de los adherentes, convirtiendo su interpretación de la realidad en una Weltanschauung que pretende ser la única válida.
En esta perspectiva, las universidades deben centrarse en un concepto de competencia “operacional”, reproduciendo esencialmente el interés social en el desempeño, y reduciendo el conocimiento a una mercancía que se transa de acuerdo a los intereses de los consumidores. Eficiencia y eficacia son las palabras claves para evaluar el desempeño, y éstas se interpretan en un marco económico en que el valor-por-dinero y la accountability3 constituyen los parámetros esenciales.
La coexistencia de estas perspectivas académica y operacional ha generado un alto grado de incertidumbre en las universidades. La mayoría de los académicos reconoce que la estructura organizativa actual no resulta adecuada, y los límites entre disciplinas se vuelven difusos. No es fácil para los académicos ponerse de acuerdo acerca de lo que constituyen los aspectos esenciales que deberían enseñarse. Si bien se acepta que la universidad debe tomar en cuenta la forma en que la sociedad define el conocimiento y el aprendizaje, y que estas definiciones deben ajustarse como consecuencia del cambio social y tecnológico, no resulta fácil ver cómo puede hacerse esto dentro de las restricciones existentes y sin sacrificar el compromiso que muchos académicos sienten con respecto a los procesos tradicionales de investigación y docencia.
En muchos casos esto se resuelve transformando la perspectiva académica en una visión ideológica diferente, que cierra filas detrás de la idea de conocimiento objetivo, orientado por la búsqueda de la verdad. El énfasis se pone en el pensamiento propositivo, sin considerar las relaciones entre el pensamiento y la acción.
El problema con esta perspectiva no es solamente que se encuentra desligada de muchas de las prioridades sociales actuales, sino que al estarlo, arriesga el valor social del conocimiento o, al menos, del conocimiento definido de esta forma. En un contexto de educación superior masiva, la noción de que existan instituciones que no tienen por qué rendir cuentas de sus actos a la sociedad, dedicadas al desarrollo del conocimiento desligado de la acción no parece seguir siendo válida.

Entonces, ¿qué pasa con la calidad?

La preocupación por la calidad ha surgido precisamente debido a las incertidumbres y tensiones que hemos descrito. Enfrentados a procesos de masificación, a la necesidad de rendir cuentas por el uso de recursos públicos escasos, a la exigencia de demostrar que se está entregando valor por dinero cuando se trata de recursos privados destinados a la educación, la sociedad y sus integrantes exigen que alguien proporcione alguna medida de aseguramiento de la calidad.
Respondiendo a esta preocupación, muchos países han establecido sistemas de aseguramiento de calidad. En la última conferencia de la Red Internacional de Agencias de Acreditación (INQAAHE), en la India, había 48 países representados, y la Red tiene más de 100 miembros. Los sistemas de aseguramiento de la calidad de muchos de estos países están funcionando desde hace varios años, de modo que sería de esperar que no hubiera dudas acerca de las definiciones de calidad. Sin embargo, hay un número importante de preguntas al respecto, que en muchos casos no han sido abordadas directamente por estas mismas agencias de acreditación.
“ Calidad” es esencialmente un término relativo, expresado en términos de la deseabilidad social e individual. Por lo tanto, cuando nos vemos obligados a mirar las universidades de cierta forma, solamente podemos definir calidad de una manera que sea consistente con ella. Las definiciones de calidad nunca son neutrales ni inocentes, sino que refieren a equilibrios de poder, dentro de la educación superior y entre la educación superior y otros actores sociales.
En la primera parte de esta presentación intenté mostrar que lo que se nos está imponiendo –a todos, no sólo a los que pertenecemos a países subdesarrollados– es una definición ideológica de las universidades, que surge de una visión globalizada del mundo. En este sentido, no es que se impongan ciertas definiciones de calidad provenientes de los países desarrollados, sino más bien la “colonización” de las universidades por una ideología foránea, impuesta por una economía globalizada sobre los sistemas de educación superior del mundo.
En lo que sigue, quisiera sugerir que las definiciones de calidad que usamos son una forma de dar cierta legitimidad a esta manera de entender la universidad, y que esto tiene un impacto diferente en las universidades según si forman parte de países desarrollados o de países en vías de desarrollo.

La globalización y el concepto de calidad

La acreditación se presenta a menudo como un asunto técnico. que debe tratarse en términos de manuales y procedimientos, sosteniendo implícitamente que los principios y estándares pueden trasladarse de un país a otro con escasas modificaciones, porque es la forma en que los pares o evaluadores externos los aplican lo que permite ajustarlos a las condiciones locales. Igualmente, se ha vinculado a tres lógicas fundamentales principales (Harvey, 1999): rendición de cuentas, cumplimiento de requisitos y mejoramiento.

• Rendición de cuentas (accountability) significa que las universidades no sólo deben mostrar en qué gastan el dinero que tienen, sino también demostrar que proporcionan algo de valor por el dinero que reciben. Pero ¿ante quién deberían rendir cuentas las universidades? ¿Cómo se define “valor”?
• La evaluación generalmente exige que se cumpla con los requerimientos de quiénes definen las políticas, ¿los actores externos o los proveedores de recursos? El problema, entonces, se traslada a la forma en que se definen esos requerimientos: ¿cómo se definen las metas y cuál es el rol de los diferentes actores en su definición? ¿qué agendas es posible identificar detrás de la definición de requerimientos, o del establecimiento de prioridades?
• El mejoramiento es probablemente el objetivo de la acreditación que se menciona con mayor frecuencia. Parece referirse exactamente a lo que uno esperaría del aseguramiento de la calidad: ayudar a las instituciones a adquirir los insumos necesarios, mejorar los procesos y aumentar la calidad de los resultados parecen ser objetivos impecables. Sin embargo, es necesario preguntar qué se va a mejorar, en qué forma y para beneficio de quién.

Todas estas preguntas pueden contestarse desde el punto de vista de los planteamientos ideológicos descritos más arriba. En la práctica, suelen enfocarse en el marco de la ideología operacional. Los gobiernos, los actores externos y aún las autoridades institucionales (a juzgar por las declaraciones del rector de la UCLA ya mencionadas) definen lo que se considerará como valor, los requerimientos que hay que cumplir, los estándares para el mejoramiento, en el marco de esta perspectiva acerca de la educación superior en general y de las universidades en particular.
La definición de calidad entonces está sesgada porque la definición de universidades también lo está , ya sea en términos de la ideología de la tradición, que intenta mantener las cosas como siempre a pesar de los cambios contextuales y sociales que experimenta la educación superior o en términos de una nueva ideología, que permea la forma en que entendemos la educación superior y que es consecuencia de una visión de mundo dominada por el mercado y el consumo.
El problema con las ideologías es de cómo pretenden ser el único punto de vista válido, y desechan cualquier otra interpretación como errónea u obsoleta o movida por el interés, se hacen invisibles no sólo para aquellos que creen en ellas, sino también para muchos otros que no se toman el tiempo o no tienen las herramientas para detectar su verdadero carácter.

Calidad en los países subdesarrollados

Los países subdesarrollados tienen los mismos problemas ya descritos, sólo que en mayor grado. Nuestros sistemas de educación superior se desarrollaron bajo la guía de académicos que vinieron (principalmente desde Europa) a vivir, enseñar o investigar entre nosotros hace más de un siglo, y evolucionaron a través de la influencia de otros académicos, que venían de ése u otro contexto de educación superior, o mediante el trabajo de nuestros propios estudiosos, que se fueron a estudiar al extranjero y regresaron con sus grados y sus opiniones acerca de cómo debían ser las universidades.
Durante los ochenta, la globalización y la apertura de los países subdesarrollados a los requerimientos y estilos de una economía de mercado parecían la vía segura hacia el desarrollo. Las universidades no fueron la excepción y lo que se ha dicho más arriba sobre la ideología operacional describe con exactitud muchos de los procesos que tuvieron lugar en las universidades latinoamericanas.
Sin embargo, los efectos de la globalización no son los mismos en el mundo desarrollado y en los países subdesarrollados. Muchas de las tendencias discutidas anteriormente han tenido su impacto en América Latina, pero el grado en que operan es diferente. Hablamos acerca de la masificación de la educación superior, pero en nuestros países rara vez la matrícula cubre más del 25 o 30% de la población entre 18 a 24 años, y eso sin considerar que muchos de los estudiantes no pertenecen a ese grupo de edad. Sabemos acerca del desarrollo tecnológico y el impacto de las tecnologías de información, la importancia cada vez mayor de Internet y las posibilidades que se abren con la educación a distancia o en línea; sin embargo, muchos de nuestros estudiantes no tienen computadores ni acceso a Internet. Sabemos que el conocimiento es poder y que invertir en la producción de conocimiento puede ser más rentable que en otras áreas, pero la competencia es feroz y para participar en ella es necesario haber adquirido un nivel previo de conocimiento y habilidades que la mayoría de nuestros países no tiene. En este contexto, la brecha del conocimiento puede convertirse en un obstáculo insuperable, especialmente para países de ingresos medios altos, que sienten la presión de llenarla. En la división transnacional del trabajo, no se supone que nosotros produzcamos conocimiento, sino que lo compremos y lo usemos.
Por lo tanto, para los países en desarrollo el problema es mucho más complejo: no solamente tenemos que asegurar la calidad, sino que debemos desarrollar las condiciones que la hacen posible. El desafío de identificar qué es calidad en la educación superior es mucho más urgente y crucial.
En muchos casos, hemos adoptado las mismas medidas de calidad que usan los países desarrollados. Pedimos al RIBA que evalúe nuestras escuelas de arquitectura, al ABET las de ingeniería, al LCME en los Estados Unidos que analice nuestras escuelas de medicina. Traducimos las normas que las agencias regionales usan para acreditar las instituciones en los Estados Unidos y los estándares (o benchmarks) de la QAA en Inglaterra. Pedimos a SACS que mire una de nuestras mejores universidades, y aceptamos que nos diga que no puede acreditarse porque no cuenta con un Board of Trustees.
Importamos modelos, no por que no nos hayamos dado cuenta de que vivimos en un mundo diferente; sabemos que debemos adaptar esas medidas a los requerimientos nacionales, pero las características del mundo globalizado en que vivimos no permite que nuestras normas sean muy distintas de las que se aplican en otras partes.
Sin embargo, los modelos están constituidos por un conglomerado significativo de elementos, algunos esenciales desde un punto de vista sustantivo, otros que forman parte del contexto en que esos elementos esenciales adquieren sentido o pueden operar. Cuando se importa un modelo, se rompe el conglomerado, ya que el contexto al cual se trae, por definición, es diferente. A menos que se redefina el modelo mismo, su importación puede resultar contraproducente para los objetivos previstos.
El desafío que enfrentamos es precisamente la redefinición de los modelos de calidad. Para ello es necesario empezar por identificar qué elementos son esenciales en términos de lo que esperamos que suceda con la educación superior, y cuáles son los aspectos vinculados a aspectos particulares, no esenciales, de la vida académica, que tienen sentido en su medio original, pero no necesariamente en el nuestro.
Para hacerlo, es necesario poner en la agenda de investigación y análisis académico y político temas tales como la condición actual de las universidades, los límites y alcance de su rol en la sociedad moderna, los requerimientos del cuerpo estudiantil, las características de la investigación, la necesidad de desarrollo académico y las demandas de los actores externos interesados en la educación superior. Se ha dicho en múltiples oportunidades que las universidades son capaces de investigar acerca de todo tipo de temas, excepto el propio. Si queremos rescatar a la universidad de la distorsión asociada a la aceptación acrítica de la globalización y sus modelos y de sus implicaciones para la manera en que se define la calidad, es indispensable que esto cambie.
Señalé recién que ésta es una tarea urgente para nosotros, en los países en desarrollo. Creo que es igualmente urgente para los países desarrollados, porque si no logramos trascender las perspectivas ideológicas acerca de la educación superior, nuestro trabajo irá continuamente empobreciéndose.
Esto significa cambiar nuestra orientación, de la eficacia a la comprensión y el conocimiento, no para reducir la eficacia sino para llevarla a niveles cada vez más altos. Pero al hacerlo, la comprensión y el conocimiento no pueden limitarse a un mero ejercicio intelectual, sino adoptar un rol constructivo y organizarse para desarrollar soluciones o al menos, identificar alternativas creativas que luego podrán ser analizadas en profundidad (Barnett, 1994).
Sostenemos que la educación superior debe ser una oportunidad para aumentar la equidad social, para mejorar las oportunidades de desarrollo personal, social y profesional, para incrementar nuestra comprensión de sociedades diversas y complejas, para el desarrollo de instituciones verdaderamente democráticas. Nada de esto sucede por sí solo. Exige imaginación y coraje, sustentados en la inteligencia y la voluntad colectiva de los responsables de las políticas, las autoridades universitarias y las de gobierno, las agencias de aseguramiento de la calidad y los investigadores.
La pregunta es si efectivamente queremos enfrentar el desafío, o preferimos seguir cada uno encerrado en la búsqueda de respuestas parciales, lamentando que no exista una definición pública acerca de lo que se espera de las universidades, pero sin darnos cuenta de que ya existe, sólo que no es nuestra definición, sino que viene dada desde afuera, y muy afuera.
Los mecanismos de aseguramiento de la calidad no son irrelevantes en esta tarea. Ellos pueden servir para legitimar ya sea la perspectiva tradicional de la educación superior, o la operacional. Pueden también ser colonizados (o globalizados) por el consumismo y las demandas de la eficacia cortoplacista, o pueden contribuir a la reflexión, al incorporar en las definiciones de calidad con que operan la necesidad de considerar estos temas de manera sistemática. Al hacerlo, pueden promover que las nuevas declaraciones de misión y objetivos institucionales avancen en la identificación de aquellos elementos que deben conservarse de las tradiciones universitarias, los que deben cambiar para hacer lugar a los nuevos requerimientos y demandas de la sociedad.
Después de todo, gran parte del trabajo de las agencias de aseguramiento de la calidad consiste en hacer urgente lo que es importante, y recapturar el concepto de calidad en la educación superior es demasiado importante como para darlo por sabido.

Referencias

WALLERSTEIN, I. (1999). Globalization or the age of transition? Long term view of the trajectory of the world system, Fernand Braudel Center.
MIYOSHI, M. (1998).“`Globalization´ and the University”, en F. Jameson and M. Miyoshi (Eds.), The Cultures of Globalization, Duke University Press.
SKLAIR, L. (1998). “Social movements and global capitalism”, en F. Jameson and M. Miyoshi, The cultures of globalization, Duke University Press.
IDRB (2000). Higher education in developing countries: peril and promise, Washington, The World Bank.
BARNETT, R. (1994). The limits of competence, Londres, The Open University Press.
BRICALL, J.M.y .J. J. Brunner (2000). Universidad Siglo XXI. Europa y América Latina. Regulación y financiamiento, Documentos Columbus sobre Gestión Unviersitaria, París.
HARVEY, L. (1999). Evaluating the evaluators, Conferencia inaugural en la V Conferencia de la Red Internacional de Agencias de Acreditación (INQAAHE), Santiago.


1Es preciso distinguir este fenómeno de la diferenciación vertical, esto es, la coexistencia de universidades e instituciones no universitarias, que suele darse como respuesta a la necesidad de diversificación profesional. .«volver«.
2 R.C.Atkinson, rector de la Universidad de California, citado por Masao Miyoshi, 1998.«volver«.
3 No deja de ser curioso que incluso el lenguaje utilizado para describir este enfoque sea difícilmente traducible al español. «volver«.

 

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